El mundo, proclamó el vidente Macedonio Fernández, nació viejo. Tiene razón: siempre habrá retoños, siempre habrá recuerdos y retornos, siempre habrá muerte. Tal comprobación explica dos cosas menos fatales; la primera es que mucho se repite porque el mundo, a su vez, carece de imaginación o bien su imaginación es pobretona; la segunda, explica coincidencias notables. Eso, buen discípulo, ya lo supuso Borges, a quien hay que recurrir con frecuencia, cuando recordó que la famosa frase, “Tu quoque, filimei” que en su agonía habría pronunciado Julio César cuando estaba a punto de morir asesinado --lo consignó Shakespeare en su bellísima tragedia--, dirigida a su ahijado, reaparecía veinte siglos después en boca de un gaucho oriental --uruguayo, para quienes ignoran esta filiación-- cuando entre sus asesinos divisó a su ahijado, “Pero ché” le habría dicho.

Muchas coincidencias más debe haber pero se me ocurre una que viene a colación porque en este año se recuerda que hace 150, en 1872, dirigido a un público iletrado, o casi, aparecía, impreso en un papel rudimentario y en forma de un modesto folleto, el vasto poema titulado El gaucho Martín Fierro, de José Hernández, un enemigo del gobierno nacional y en ese momento todavía un exiliado.

Es vano detenerse en la fortuna que de inmediato tuvo ese texto aunque no sé si la seguirá teniendo, me temo que ya no es tan obvio que haya que conocerlo así como que es obvio que los actuales intereses culturales del gran público, por así decir, siguen otro rumbo en los tormentosos y difíciles tiempos que tardamos en comprender. Dicho sea de paso, de aquel folleto a las ediciones lujosas con que se lo sigue publicando la distancia recorrida es enorme, se podría decir que mucho nacido en taperas --el poema fue escrito en un humilde hotel de un poblado brasileño, Santa Ana do Livramento, y en horas de tedio-- llega a ocupar palacios, sin que eso sorprenda demasiado, el país es, por suerte, así, no perdamos las esperanzas.

Pero coincidencias: en 1872 todavía es presidente Sarmiento que, lo imaginamos furioso, pone a precio, unos mil pesos de entonces, la cabeza de Hernández pero no seguramente a causa del Martín Fierro sino de su participación en las agonizantes luchas caudillescas. Sarmiento, recordémoslo, es el autor del Facundo y en eso reside la coincidencia porque aquel poema y este texto pareciera que son los dos pilares de una literatura naciente o, como también se le ocurrió a Borges, dos opciones que marcan la historia de ese hoy no tan joven país, o Facundo o Martín Fierro, con cuál de los dos nos identificamos y cómo la opción se tradujo tanto en conflictos filosóficos --o ideológicos-- como políticos muy duros.

En los que no me voy a internar porque lo que importa es que ambos textos subsisten, dan que hablar y entre los dos constituyen gran parte de lo que una cultura en formación pudo lograr de trascendente. Y otra cosa, lo que a sus jóvenes 150 años devuelve al enigma de su perduración, que puede ser considerada modesta comparando con la de los poemas homéricos, que todavía dan que hablar, de más o menos 2800 años. Comparación no el todo arbitraria: el “Aquí me pongo a cantar”, con que comienza el poema, recuerda el “Canta, oh diosa, la cólera de Aquiles”, primer verso de la Ilíada”, tal vez sólo porque siempre hay un comienzo y siempre, la poesía, se inicia con un canto.

Pero no se trata de eso. Si bien se han hecho, prácticamente desde su aparición, numerosas exégesis del Martín Fierro, todavía el camino sigue abierto. Y da lugar a lo que podemos llamar “actitudes de lectura”, que se organizan, desde afuera desde luego, en líneas; una de ellas, la más frecuente, es que se deja de considerar el poema para entramarse con el personaje que es, al mismo tiempo, narrador y que no sólo es presentado como representante de un grupo humano, propio, tal vez, de lo que Sarmiento pudo llamar, más o menos ligeramente, el “desierto”, sino de una identidad posible, el gaucho como el “ser” argentino esencial, tal como lo entendió Carlos Astrada en El mito gaucho. También, desde una perspectiva psicológica, como víctima que al mismo tiempo encarna una rebeldía asistemática, alguien que “no quiere” o bien que “quiere caprichosamente”, porque sí, pero también porque rechaza el orden instituido, descree de la organización, desconfía del Estado, no tolera los abusos y se manifiesta profundamente arraigado, como que viene de la historia y de la tierra, no comprende al “extranjero”, encarnación viva de una negación insoportable.

Y, sigo con la identificación: para los anarquistas, que quizás no leyeron con atención la Vuelta, el personaje, elevado a la categoría de héroe mítico, era un modelo a seguir; de ahí que la revista que creó y dirigió el escritor anarquista Alberto Ghiraldo se llamara “Martín Fierro”, lo mismo que, paradójicamente, la que posteriormente fue el estandarte del grupo de Florida, nada anarquista. Dos miradas, pues, que indican respectivas apropiaciones, lucha simbólicao de valores, un tanto al margen de lo que puede tener, y en mi opinión tiene, de poesía.

Se trata entonces, más bien, de lecturas y de sus manifestaciones por de pronto entre dos ideas de sociedad, y, no menor, entre literatura culta y literatura popular, dos expresiones equívocas o dos recipientes en los que se instaló al Martín Fierro: hoy no sabemos muy bien qué hacer con lo que puebla ambos campos. Leopoldo Lugones, por ejemplo, en la primera, se convierte en un clásico para hablar del poema en su barroco El Payador, reverenciado en su momento por el Presidente de la Nación, que no sabe si debe admirar al poeta “laureado” o al personaje reivindicado, y por lo más granado de la oligarquía argentina, intento que debe ser leído tanto en la evolución política y verbal del poeta que fue modernista como en determinada propuesta de lo que debe ser la literatura nacional. Ricardo Rojas lo ha canonizado y hay que esperar a Ezequiel Martínez Estrada para rescatarlo como fenómeno específico, cargado de significaciones. Sobre todo lo cual escribió Pablo Martínez Gramuglia en un original estudio sobre las lecturas deque fue objeto el poema, muchas y relevantes.

En el otro campo es más complicado decirlo si se considera, como gran parte de la crítica lo ha sostenido, que al mismo tiempo que es la culminación de la gauchesca es su partida de defunción. Y quizás la del gaucho mismo, tal como en La vuelta pareció admitirlo el poeta, no por la vía del exterminio, tal como ocurrió efectivamente con el indio, sino por la de la adaptación. El réquiem no está en el poema sino en las prolongaciones narrativas, tipo Juan Moreira u Hormiga Negra, que lindan con el grotesco o bien con Don Segundo Sombra, espejo de fieles mayordomos, del buen patrón (de estancia) por supuesto.

 

El Fierro que regresa de las tolderías en La vuelta viene cambiado, amansado se diría, y su creador empieza a ser reconocido y aceptado e integrado, da consejos, ya no mata a nadie, ya no se rebela. Se lo ha juzgado por eso sin llegar a condenarlo, la poesía le continúa, “como agua de manantial” escribió años antes y le estamos agradecidos porque conserva la gracia pese a que su intento de dar cuerpo e identidad a la literatura nacional no haya podido resistir los embates del castellano regular, el que usó en las contiendas legislativas. Lo perdonamos y siempre lo hemos perdonado porque continuó en la gracia y la sabiduría, porque nos sigue nutriendo y, extrañamente, su lengua, que parece muy extraña en estos tiempos de jergas extravagantes, nos “dice”, nos habla de nosotros mismos y de lo que podemos ser. Buena salud en estos ciento cincuenta años, que sus campanas no sean de palo que el decadente gaucho se empeñaba en tañer. Y que no escuche los cantos de sirena de los academicismos y la antipoesía que todo lo reduce a la celebración solemne y vacua e intenta enclaustrarlo en las redes de la insignificancia.