Los cuerpos tienen estelas porque la foto está movida. Lleva impresa la velocidad, la furia, la urgencia del momento. Hay un cartel de Marlboro, una boletería con la persiana baja, figuras difuminadas como fantasmas, un arma y alguien tendido en el piso, agonizando. Es Maximiliano Kosteki que se muere. Encima de él, Darío Santillán levanta la mano. “Basta”, parece decir, “pará”. Intenta, de alguna manera, conjurar la masacre. El que tiene un arma y les apunta es un policía; uno de los asesinos. Esta es una de la serie de imágenes que dinamitaron el montaje oficial del “se mataron entre ellos” y revelaron a la sociedad quiénes habían sido los responsables de los asesinatos ocurridos el 26 de junio de 2002 en la estación de trenes que más tarde llevaría el nombre de las víctimas.

Tras el repudio y la condena a los crímenes del terrorismo de Estado de los setenta con la reapertura democrática, la Masacre de Avellaneda sintetiza de manera extrema la postura neoliberal con respecto a la protesta social durante los noventa. Marca un punto de inflexión a partir del cual el modelo represivo se volvió inaceptable, aun cuando la lógica de las prácticas institucionales violentas volvería a manifestarse. ¿Qué cosas han cambiado y cuáles siguen igual en términos de violencia institucional, a dos décadas de los asesinatos en el marco de las protestas sobre el Puente Pueyrredón?

Dos “nuevas” muertes

Lo novedoso existe en relación a una serie, a una cadena de hechos precedentes; por eso el adjetivo es lo único más o menos coherente en el nefasto titular “La crisis causó dos nuevas muertes”, con que uno de los medios encabezó la cobertura de los hechos. De alguna manera, ese “nuevas” inscribe a las muertes de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en un ciclo de crímenes perpetrados por las fuerzas policiales en contextos de fuerte movilización social.

La represión durante la década del 90, el clímax de violencia institucional durante diciembre de 2001 y los homicidios en el marco de las protestas que sucedieron a la crisis, son los pilares argumentales desde donde Marcela Perelman afirma que “los noventa no terminan en 2001, sino en junio de 2002”. Perelman dirige el área de Investigación en el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) e integra el equipo de Antropología Política y Jurídica de la Universidad de Buenos Aires (UBA). “A partir de esos procesos se fueron construyendo unas connotaciones sociales y políticas que estuvieron muy presentes en lo que significó la Masacre de Avellaneda”, señaló la investigadora.

La condena casi unánime que la comunidad tiene sobre los homicidios de manifestantes y la concepción de estos asesinatos como crímenes políticos graves, comienzan a gestarse en esos antecedentes y llegan a su paroxismo con lo sucedido en Avellaneda. Para ese 26 de junio, los servicios de inteligencia habían advertido al gabinete del presidente Eduardo Duhalde que la jornada representaba una amenaza particular y, en consecuencia, el operativo que se preparó para recibir a los manifestantes dispuestos a cortar el acceso sur a Capital Federal fue feroz. “La policía Bonaerense, Federal, Prefectura Naval y Gendarmería no sólo estaban dispuestas a impedir el piquete, sino que montaron una desenfrenada cacería deteniendo a manifestantes hasta cuatro o cinco kilómetros alrededor del epicentro de la protesta”, explicó el coordinador de Organización Popular, Memoria Colectiva y Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Avellaneda (UNDAV), Facundo Harguinteguy.

Lo de la cacería no es una metáfora. Otra de las fotos de la serie del reportero gráfico José “Pepe” Mateos muestra a un efectivo policial acuclillado sobre Santillán, Ithaca en mano y sonriente junto al cuerpo, como si fuera un trofeo.

En diálogo con este suplemento, el antropólogo subrayó que el episodio en Puente Pueyrredón condensa “toda una década de piquetes y puebladas entre las que se encuentran las emblemáticas jornadas de Cutral Có, Plaza Huincul, Mosconi o Tartagal, sintetizando un nuevo sujeto político”. Un nuevo actor que trabaja, pero no es asalariado, que padece la explotación sin tener una relación formal de dependencia laboral, que inventa su propia forma de ganarse la vida desde los restos que la sociedad desecha y que, sobre todo, tiene una embestidora potencia para movilizarse y una profunda capilaridad en los territorios. En esos años, en donde hoy se erige el rectorado de la UNDAV, funcionaba un mercado de frutas y verduras al que los integrantes de las diferentes organizaciones de desempleados llegaban con la intención de rescatar alimentos para los comedores comunitarios, recordó Harguinteguy.

Por eso, por “ser la expresión del legado de un pueblo que crea, recrea y explora nuevas formas de organización y resistencia” es que el asesinato de Darío y Maxi sacudió especialmente a la sociedad y funcionó como el detonante para una reconfiguración del modelo de respuesta ante las manifestaciones.

Perelman, por su parte, agrega que hay situaciones muy específicas en esta masacre que operaron para robustecer su significación política y social.

“La ejecución por la espalda de Darío Santillán no es un hecho típico de represión en una protesta, en la que se suele ver a la policía disparando contra la multitud. Es la ejecución de un joven por la espalda. Ya no están en el puente, no se está liberando el corte, es un asesinato a muy corta distancia, casi en soledad, fuera del marco de las manifestaciones y dentro de la estación. A eso se suma la situación de Maximiliano agonizando. Es un hecho de violencia extrema sobre el que pesan, también, las operaciones y maniobras de encubrimiento”, detalló la investigadora.

Antes y después de Darío y Maxi

Son murales, banderas, remeras, organizaciones, una estación de trenes y la síntesis de una forma de resistencia; Darío y Maxi son un grito en las movilizaciones. Pero son, sobre todo, los fatales protagonistas de un cambio: desde 2003 hasta 2009 las fuerzas federales no mataron a nadie durante protestas sociales.

Dentro del gabinete de Duhalde, a partir de junio de 2002, el sector que sostenía una posición más dialoguista de cara a las movilizaciones en la calle pudo imponer su lectura frente a los declamadores de la mano dura. La Masacre de Avellaneda funcionó como lección o mensaje a los representantes políticos: “la sociedad argentina rechaza a la represión como mecanismo de resolución de conflictos sociales”, en palabras de Harguinteguy. Perelman coincide y, si bien considera arriesgado ver un encadenamiento lineal entre la masacre y la caída del gobierno de Duhalde, sí cree que fue un factor importante para un adelantamiento de elecciones hasta ese momento resistido por el presidente.

Los asesinatos, el encubrimiento y la aparición de imágenes muy elocuentes que desmentían las versiones oficiales, esterilizaron a todos los discursos que se proponían legitimar “la ejecución de un chico que estaba escapándose tratando de salvar su vida”. “El hecho se volvió social, política y moralmente inaceptable”, señaló la investigadora del CELS y agregó que “quedó como mensaje para la clase política que un muerto en una protesta afecta gravemente la gobernabilidad”.

Una de las primeras audiencias que Néstor Kirchner tuvo, luego de asumir la presidencia, fue con las organizaciones sociales. Es el primero de una serie de pasos para darles un lugar dentro de la construcción de ese gobierno y para sostener un reposicionamiento frente a la protesta que se sostuvo hasta el asesinato de Mariano Ferreyra, la represión en el Parque Indoamericano y a la comunidad qom; todo sucedido durante 2010.Para José Garriga Zucal que estudia desde hace años la violencia institucional y los quehaceres de policías y fuerzas de seguridad, las políticas gubernamentales han sido bastante errantes a lo largo de los años con respecto a las estructuras policiales.Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) y doctor en Antropología Social, Garriga Zucal manifestó que en “política pública los gobiernos tienen que ser muy claros”. En ese sentido, recordó los guiños de la gestión encabezada por Mauricio Macri hacia las fuerzas de seguridad, a los que calificó como “nefastos”.

“Lo peor de todo es que esos guiños terminaron con penas para quienes los tomaron como libertades. Se generó una contradicción increíble dentro de las fuerzas. Les hacían creer que podían hacer las bestialidades que hizo el policía (Luis) Chocobar y después, los que lo hicieron, fueron presos igual, porque la ley sigue diciendo que esas cosas son asesinatos”, explicó el investigador.

Tanto Perelman como Garriga Zucal acuerdan en que la violencia institucional persiste y trasciende al tratamiento que el Estado les da a las movilizaciones. Los casos de gatillo fácil, las agresiones cotidianas, las detenciones arbitrarias y las distintas formas del “verdugueo” a los sectores populares siguen siendo prácticas sistemáticas de las instituciones policiales.

Herramientas de transformación

Como concepto epistemológico, la violencia institucional tiene su origen luego de la Masacre de Budge, en la que suboficiales de la Policía Bonaerense asesinaron a tres jóvenes, el 8 de mayo de 1987. “Es un concepto que, frente a otras expresiones que se utilizaban en el momento, consigue la fortaleza para dar cuenta de un conjunto de prácticas constantes a nivel instituciones”, explicó Garriga Zucal.

En la actualidad, hablar de violencia institucional no es sólo referirse a casos letales, sino a un amplio abanico de procedimientos ilegales con las que las fuerzas del Estado desempeñan sus tareas. “La policía en las protestas tiene una lógica muy diferente que la que ordena su trabajo en la calle”, advirtió Perelman.

El diseño, las líneas de autoridad, los roles de la justicia y del gobierno no pesan de la misma manera en una y en otra circunstancia. En definitiva: “una transformación en el contexto de los operativos no implica una reforma más profunda de la policía en otros ámbitos de actuación”, puntualizó la investigadora.

Para interrumpir el funcionamiento de estas lógicas, el trabajo de las organizaciones, universidades y del ámbito académico, tienen un rol fundamental. En la construcción de conocimiento riguroso sobre estos fenómenos, para Perelman, está la clave de la efectividad de las intervenciones políticas.

Según Garriga Zucal, mucha de la información en base a la cual se toman decisiones sale de distintos observatorios de seguridad y sobre violencia que tienen su sede en universidades u organizaciones. La Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), donde el investigador da clases, tiene su observatorio y funciona en articulación con los funcionarios del municipio para poner en marcha medidas que prevengan abusos de autoridad.

A la UNDAV, la Masacre de Avellaneda la interpela de forma especial. Muchos de sus estudiantes recorren los pasillos de la estación donde fueron asesinados Darío y Maxi antes de llegar a las aulas. Un escenario intervenido y que se ha convertido en algo así como un museo popular para recordar a las víctimas de este y otros casos de violencia policial. “La indeleble imagen de amor al prójimo, de solidaridad y valentía del cuerpo y la mano en alto de Darío protegiendo y defendiendo al herido Maxi, dibujan la gestualidad de una humanidad que debemos recuperar y construir”, concluyó Harguinteguy.