Era el año 2014 y yo buscaba una niñera que cuidara a mi hijo. Una amiga me contactó con su hermana, que era estudiante de musicoterapia y tenía un grupo cerrado de Facebook donde ella y sus compañerxs de la facultad ofrecían tareas de cuidado de niñes. Mi amiga me agregó a ese grupo, que se llamaba Agencia de Niñeres. Me acuerdo que miré la palabra “niñeres” y realmente no comprendí que eso era lenguaje inclusivo. Y la palabra “Niñeres” me llamó la atención, sin entender que la “e” era el equivalente de la “x”.

Yo era una persona cisheterosexual de treinta y un años y no usaba lenguaje inclusivo. Sí conocía el uso de la “x”, pero nunca había visto escrita una palabra con la “e”. De hecho, confieso, sin vergüenza, pensé que “niñeres” era un juego de palabras con “quehaceres”, una especie de giro poético.

Tardé un solo día en encontrar a la niñera que necesitaba. Se llamaba Cynthia. La conocí un viernes, y el lunes siguiente empezó a trabajar. Charlando con ella fue que empecé a entender, de a poco, que esa “e” de la palabra niñeres tenía que ver con el lenguaje inclusivo, y que eso significaba que la “e” se incluía tanto a varones como mujeres (cis, para mí, en ese momento). Faltaban cinco años, en aquella época, para que yo transicionara.

Hace poco tiempo, de casualidad encontré un mail de Omar Acha, un profesor de Pensamiento Argentino y Latinoamericano, de la carrera de Filosofía. El mail era del año 2010 y el encabezado era: “Queridxs alumnxs”. Me sorprendió que nuestro profesor nos mandara mails con la “x”, y empecé a preguntarme qué leía yo en ese momento, ya que en ese año, el uso de la “x” no era muy usado. ¿Qué era la “x” para mí en el año 2010? Diría que la “x” para mí significaba algo así como anarquismo, romper un sistema, pero todo eso era abstracto. No se refería únicamente al género. Pensaba que la “x” era romper el capitalismo, el patriarcado, las jerarquías académicas tan comunes en los claustros, (en el caso del mail de ese profesor) o sea, un poco de todo. Pero además, para mí esa equis no tenía un correlato auditivo, porque yo la veía escrita, pero no la escuchaba pronunciada en aquella época.

Cuatro años después de haber conocido la agencia de niñeres, me hice lesbiana, (todavía no había transicionado), y empecé a circular en ámbitos donde se usaba el lenguaje inclusivo. Inmediatamente me adapté y lo usé. Sin embargo, noté que aunque con bastante facilidad lo usaba en esos medios, cuando hablaba con mi hijo, que en ese momento tenía cuatro años, no me salía. Me di cuenta de que con mi hijo yo reproducía lo que había recibido en mi infancia. Y cuando trataba de cambiar eso, era un esfuerzo mucho más grande. Poco a poco, él fue trayendo del jardín, por su parte, el lenguaje inclusivo, junto con los típicos debates de las instituciones donde yo me ponía a discutir, cuando el grupo de xadres se dividía entre usar la palabra “Egresaditos” o “Egresadites”. Entonces, en relación al diálogo con mi hijo, me fue más fácil acomodarme a lo que él traía del mundo.

A través del tiempo fui cambiando el nombre del grupo de chat que tenía con el papá de Gre y Paula, la chica que lo cuidaba. Primero el grupo se llamó “Gre paternidad”. Luego, cuando me hice lesbiana, se llamó “Gre Xaternidad”. Y por último, cuando transicioné a varón, se volvió a llamar “Gre Paternidad”.

Con estos ejemplos, me gustaría comentar varias cosas. Primero, que el lenguaje inclusivo por sí solo, puede llamarnos la atención pero no necesariamente nos enseña una buena práctica que sea crítica de la norma heterocispatriarcal, o que ayude a respetar o hacer visibles a las personas que son oprimidas. Es decir, escuchar lenguaje inclusivo es una buena señal para aquelles que ya lo saben, para aquellxs que estarían siendo “incluides” (palabra nefasta, por otra parte, ya que la idea de inclusión es problemática). Es decir, el lenguaje inclusivo no necesariamente da una lección que ayude a dejar de reproducir las opresiones del sistema. Por otro lado, el lenguaje inclusivo nos puede hablar de inclusión de dos géneros, o de personas de género fluido, pero no nos indica si esas personas son cis o son trans, de manera que, en un punto, hasta podría llegar a ser insuficiente.

Desde mi experiencia como varón trans, es común que la gente al percibir que mi género no coincide con el asignado al nacer, me nombre con la “e”. Esto parte de una intención de dar una señal difusa de que se entiende que no soy cis, pero tampoco es suficiente, ya que yo uso la “o”, no la “e”. Por lo tanto, la “e” no es en sí una solución automática de por sí frente a una persona individual. Sí lo sería cuando nos referimos a pluralidades. Pero los problemas no terminan, porque los contextos son infinitos: cuando en una asamblea feminista hay compañeras travas que lucharon mucho para ser llamadas con la “a”, decir “todes” nos deja también con un sabor amargo.

Como siempre digo, lo ideal sería no tener que buscar soluciones, lo ideal sería no tener problemas. Pero eso, claro, es ideal. Lo seguro es que no podemos comportarnos como el lenguaje inclusivo fuera la solución directa de nada. Sí lo consideraría una buena señal. Pero la solución, en realidad, es que no nos opriman. Que podamos escucharnos mutuamente y no actuar como si el otro no existiera. Sin duda, el lenguaje sistematiza. El desafío es seguir mirándonos y escuchándonos por fuera de cualquier sistematización.