La presencia de la Iglesia Católica en la vida institucional, social y política de la Argentina sigue teniendo un peso siempre significativo. Esto sin importar las consideraciones o las opiniones que se viertan sobre la institución y/o sobre sus modos de ser y actuar. Los obispos entienden que intervenir en la vida política y social es parte de su acción pastoral. Y en consecuencia opinar sobre estas mismas cuestiones, tal como lo dijo el obispo Oscar Ojea en Mar del Plata, es la manera de “iluminar con la luz del Evangelio” buscando equidad y justicia. Desde otra vereda se señalará estos mismos hechos como “intromisión” de una institución religiosa en asuntos políticos que no son de su competencia ni de incumbencia. Estas y otras cuestiones son parte de un debate casi tan antiguo como interminable. Cruzado también por diversos análisis que apuntan a valorar en más o en menos el verdadero peso e incidencia de la institución eclesiástica católica en la vida cotidiana de argentinas y argentinos.

Es indudable también que en muchos temas –en particular a los que se refieren a cuestiones atinentes a la vida privada de las personas– el peso de la Iglesia y su incidencia decae en forma progresiva por una serie de motivos y factores que no viene al caso desarrollar en estas líneas. Sin embargo, no es menos cierto que la acción y la palabra de los obispos –también de grupos de sacerdotes y, en menor medida de laicas y laicos católicos confesos– resuena fuerte todavía en la vida política de la Argentina.

¿Por qué? Por razones culturales vinculadas con la historia, la tradición y la religiosidad de importantes sectores de la sociedad. Esto aún por encima de los estudios que ponen en evidencia que cada día menos personas se reconocen como católicas. También porque la institución eclesiástica y sus ministros mantienen fuertes lazos con los factores de poder. Y esta mención no debería leerse de manera restringida para señalar a quienes representan el poder económico. También, aunque por distintas razones, hay fuertes vínculos eclesiásticos con el sindicalismo, con los movimientos sociales y con organizaciones de la sociedad civil. Pero quizás lo más importante es la territorialidad de la Iglesia que, aún con una evidente disminución de sus ministros y religiosas, sostiene con parroquias y capillas una presencia territorial que sigue siendo la más importante y expandida de cuantas existen en el país. Esta territorialidad es también capilaridad y capacidad para recoger humores, inquietudes, estados de ánimo de las personas y las comunidades.

Dicho esto para señalar que la Iglesia y su jerarquía son hasta hoy generadoras de hechos políticos y de opinión política. Aunque a los obispos siempre les molesta esta consideración, no se privan de opinar sobre las cuestiones que consideran que les atañen como la responsabilidad que ellos catalogan de “pastoral”.

En ese marco, la Semana Social organizada por la Comisión de Pastoral Social de la Conferencia Episcopal es un escenario que sirve a propios y extraños, pero es básicamente una tribuna que la jerarquía construye para decir lo que piensa y, en menor medida, para escuchar a otros actores protagónicos de la sociedad, la política y la cultura.

Atendiendo a la peculiar coyuntura que vive la sociedad argentina, la Semana Social que se está protagonizando en Mar del Plata cobra una importancia mayúscula. Y así lo entendió el presidente del Episcopado, Oscar Ojea. En un discurso inaugural -con mayor densidad política de la que suelen tener habitualmente sus intervenciones- hizo centro en la cuestión del trabajo y de los planes sociales, se metió en la disputa, no eludió las controversias, pidió diálogo entre todos y “una visión superadora de la violencia ligada a la lucha por los espacios de poder”.

¿Tiene la jerarquía católica autoridad para hacer este tipo de pedidos? La tendrá para algunos y no para otros. Pero quizás esto no sea lo importante. Lo significativo es que lo que dice Ojea habla sobre lo que pasa en territorio: expresa lo que obispos, sacerdotes, religiosas y muchos militantes de base de la Iglesia captan en sus comunidades. El presidente de la Conferencia Episcopal atribuye a los efectos de la pandemia “la depresión, el enojo, el desaliento y la frustración” y el “aumento del clima de violencia”. Pero aunque no lo diga de manera expresa seguramente no se le escapa que los motivos de todos estos estados de ánimo trascienden a la pandemia como única causa y atraviesan muchas de las otras referencias que aparecen también en su discurso: desempleo, salarios insuficientes, exclusión. En síntesis: falta de una vida digna y carencia de respuestas político institucionales para hacer frente a las necesidades urgentes de gran parte de la población.

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