Allá por junio del año pasado, en Colombia transcurría la segunda ola de la revuelta del Paro Nacional. Hacía poco se había aquietado el Chile enardecido, después de meses de movilización y refriegas, que habían comenzado con unas chicas saltando las vallas del metro porque el boleto había aumentado.

Como en Colombia: surgió una efervescencia retrospectiva. El cansancio en los propios hombros del peso del cansancio de padres, madres, abuelos. Dos estallidos amasados en la sinergia de sectores que en otros planos habían tenido diferencias: izquierdistas, escépticos, feminismos, ambientalistas, mapuches, estudiantes, verdes. Pasamos largos meses tocados intensamente por esas plazas colmadas de alienígenas que cantaban El pueblo unido jamás será vencido, que poco después sonaría en las plazas de Colombia.

Los percibí entonces como dos despertares hermanos, una desnaturalización vertiginosa del orden dominante, y una revelación de los hechos tan intensa que había hecho cesar las diferencias. Sin eso, nunca nada hubiese cambiado. Lo que el poder había dividido para reinar, se amalgamaba en el cansancio que ya no fue resignación sino rabia.

Por un momento se superpusieron, pero había empezado en Chile y serpenteado a Colombia. Tan diferente a Chile. Tan descontrolada, tan abusada, tan colonial y carnal. Colombia era una continuación más pobre y más violenta. Siempre que pude hice coberturas diarias de conflictos internacionales, y buscaba nuevos ángulos del Paro Nacional en sitios colombianos.

Una de las razones por las que los había asociado y revisaba similitudes y matices, era por el protagonismo de “las primeras líneas”, los jóvenes que enfrentaban la represión bestial, donde ocurrían las bajas. Murieron muchos de ellos y ellas. Les apuntaban a los ojos para dejarlos ciegos, de una manera increíblemente literal: al pueblo que abría los ojos, había que sacárselos.

Las primeras líneas de ambos países fueron de un heroísmo pasmoso, épico.

Fue buscando más información y perspectiva que me encontré con un texto del periodista y escritor palestino-colombiano Víctor Correa Lugo, y con una nota que me dejó acercarme a unos pasos nomás de un chico de la primera línea bogotana, a uno de los suburbios pobres, a un pibe sin esperanza, que no por inclinación ideológica sino por un hartazgo transgeneracional, prefería morir a vivir como vivía.

En Soy un vándalo y de primera línea (Reflexiones alrededor de una conversación con un muchacho de primera línea), de Currea Lugo comienza: “Me llamó Martín, pero eso ya no importa. Al final de esta página, ni siquiera recordarás si era Martín mi nombre. Mi edad tampoco importa, soy demasiado viejo para seguir a la espera, y demasiado joven para resignarme.”

“Es posible que muera en esta noche por un plomo asesino de algún tombo, es posible que muera de Covid mañana esperando una cita, que muera a puñal por un vecino ebrio, eso no cambiará que mi nombre es Martín ni tu olvido al final de estas palabras”.

Es desde ese cansancio infinito de la miseria que conduce a la muerte que hablaba ese muchacho de primera línea. No era militancia política, era un fenómeno social de enormes proporciones, porque nació con mártires. Muchos siguieron las revueltas en sus nombres. Chicos marginales, la gran mayoría de los jóvenes colombianos, despertando de la pulsión de muerte, zafándose. Por eso Petro y Francia hablan de la política del amor, porque esto nació de un eros político repentino y de época. Petro llegó a la presidencia gracias a ese mar de deseo que embargó a una generación de jóvenes colombianos, y muchos quedaron en el camino igual que los líderes y lideresas, ambientalistas, feministas, ex guerrilleros, falsos positivos, pacificistas, trans o negros, que fueron asesinados.

Los que el año pasado se jugaban la vida sin una causa clara, sin organización, habiéndose conocido allí mismo, delante de todo, eran jóvenes como el falso Martín: chicos subestimados, humillados y desechos de las instituciones, los partidos políticos, el narco, los paramilitares, la policía, los estudiantes, los medios. Chicos aferrados a su barrio, su comuna, su cuadra, a los que son como ellos. Sólo en esa proximidad social y física encontraban amor. Pero aun así, estaban solos.

“Estamos solos, dijo ella, bajando un poco su capucha y sonriendo, estamos solos gritó el más pequeño de los otros del combo de al lado. Y fue un alivio, no había viento ni mentiras en el viento, no había promesas ni falsedades en la lluvia”.

De Currea Lugo capta ese viraje desde el sinsentido de vivir hacia una causa. Este texto me volvió a la cabeza al ver al pueblo colombiano explotar de alegría el domingo. Esa felicidad les es debida en buena parte a aquellos chicos que expusieron sus vidas porque eran los que tenían los ojos más abiertos:

“Mañana, tal vez pasado mañana se acabe esto, tal vez mueran otros Martín en la calzada. No se equivoquen, no hacemos esto por dinero ni fama, ya tenemos fama de bandidos y de primera línea. Lo hacemos porque descubrimos que la protesta es también una razón para vivir.”

Después creció la organización política y todo pasó a otro plano en el que Petro y Francia combinan los dos universos necesarios: la racionalidad y la formación de Petro, y el abanico diverso y radical de Francia, el poder territorial de esas demandas y esas identidades.

 

Pero aquellas calles humeantes del 2021, esa confusión que fue elegida a cambio del orden que siempre los había mandado al matadero, fueron la madre de estos procesos históricos que le están dando el giro a la región. En esto, que es muy grande, participa también aquel Martín y todos los que como él un día comprendieron con gases en la nariz y golpes en sus cuerpos que esa lucha era quizá lo primero que les era completamente propio desde que habían nacido.