Nacido en Sarasota, Florida, y criado en varias ciudades y pueblos de los Estados Unidos, sobre todo en el Sur, Donald Antrim (que nació en 1958) hizo un camino bastante peculiar en su carrera. Debutó en 1993 con una novela, Elect Mr. Robinson for a Better World, escribió dos más, y paró un tiempo su producción después de The Verificationist (2000). Seis años después volvió con un libro muy distinto, La vida después, que acaba de publicar en Argentina Chai Editora. Es un libro de memorias sobre su madre, Louanne, una mujer alcohólica y autodestructiva que le dejó una herencia peligrosa, un lazo anudado por la enfermedad y la ansiedad, un amor enojoso hacia esa mujer impredecible, talentosa, violenta. Con La vida después y con sus cuentos recopilados también por Chai en Otro Manhattan (el título original es The Emerald Light in the Air, 2014) los nombres del realismo norteamericano que se asocian a Antrim ya no son los de su generación (Foster Wallace, Franzen, Lethem) sino los sospechosos de siempre: John Cheever, Raymond Carver, Fitzgerald, Ozick. La literatura norteamericana tiene tantas autopistas como el propio país real, pero haciendo una generalización muy torpe, se puede decir que los Irving y Pynchon están por un lado, los nuevos constructores del cuento como Joy Williams o George Saunders por el otro, los implacables como Cormac McCarthy y Flannery O’Connor tienen su senda de crueldad, y los realistas parcos y tristes, ya mencionados, su avenida propia. Así como establecer genealogías es muy difícil, sí se puede arriesgar que entre los realistas lo importante no es tanto los quiebres sino los agregados: cada uno va aportando –sea por suma o resta-- una sensibilidad, un estilo, en muchos casos una desdicha diferente. En ese sentido Antrim, con el desesperado relato sobre su madre, se acerca a Cheever y Carver pero es más explícito que ellos. Y recuerda a algunos relatos trágicos de Fitzgerald (o Richard Yates), en los que sabemos de antemano que esa salvación que el narrador desea con desesperación le está vedada. Antrim no es tan bueno como Fitzgerald, claro. Pero en su aproximación a la salud mental, a los abismos de la adicción, a lo irreparable se parece bastante. De toda la vida con su madre –el libro empieza con la muerte, de cáncer, y con la búsqueda de Donald de la cama perfecta, como si él la necesitara para morir también- hay una escena particularmente espeluznante hacia el final. Donald, su hermana Terry y su padre, profesor de literatura, esperan pasar una Navidad de abundancia y regalos. Los Antrim no son ricos, pero llevan una vida sin sobresaltos económicos graves. La madre se emborracha con intensidad y rabia en la Navidad. “En un momento de esa Nochebuena me increpó. No recuerdo qué dijo, ni si yo me había metido en medio de una pelea con mi padre, después de salir corriendo de mi pieza y bajar los escaloncitos que daban al living, donde estaba el árbol de Navidad con las luces prendidas. Recuerdo que mi hermana les suplicaba que parasen. A eso de las tres o cuatro de la mañana se oyó un golpe. Nuestra madre se había caído sobre el árbol, que a su vez se cayó encima de ella. La recuerdo llorando, como si se pudiera llegar a morir. El piso estaba lleno de pedazos de vidrio y adornos rotos. El agua de la base del árbol había mojado todos los regalos. Mi madre decía haberse roto el brazo”. También, claro, es espeluznante la relación de Donald con la cama que compra poco después de la muerte de Louanne: “Cuando me movía, la cama se movía, respondiéndome a través del eco de los resortes, diciéndome que yo no tendría descanso. La cama estaba viva. Estaba viva con la vida de mi madre. Me hundía en la cama, estaba dentro de la cama también, y mi madre tiraba de mí hacia las profundidades para morir con ella. Era mi lecho de muerte. Era un ataúd. Era un sarcófago”. 

La historia del novio que la madre conoce en Alcohólicos Anónimos es un cuento en sí mismo: el hombre cree haber visto, en Nueva York, un cuadro deteriorado en una casa de alquiler que, según él, podría ser un Da Vinci. Lo descabellado del asunto enfurece a Donald pero sin embargo lo acompaña en su obsesión porque, entiende, quizá eso lo esté salvando de la enfermedad. Y además el hombre tiene su talento: Donald conserva, ya muerta su madre, un cuadro de ese novio, un paisaje de colores insólitos que le gusta tanto como lo inquieta. No es casual este cuento real dentro del memoir: la escritura de La vida después le abrió a Antrim la puerta de los cuentos: Otro Manhattan es una colección excelente que se suspende entre el absurdo, la ironía depresiva y las vidas hechas pedazos de los personajes.

En los últimos años hay muchos libros sobre la pérdida y el duelo en la literatura norteamericana, incluso cuando la muerte es lejana, como Entre ellos de Richard Ford, o los cercanos y elegantes Noches azules y El año del pensamiento mágico de Joan Didion. Y clásicos como A Grief Observed de C. S. Lewis o Una muerte muy dulce de Simone de Beauvoir sobre la agonía de su madre, también por cáncer. Pero en la búsqueda de Antrim no parece estar tanto el duelo y cómo contarlo, sino la autodestrucción y la herencia, los modos en que los padres nos marcan para siempre por más que se luche contra esa lápida temprana. “La historia del largo deterioro de mi madre es, en algunos aspectos, la historia de su vida. La historia de mi vida está ligada a esta historia, la historia de su deterioro”. Las corridas nocturnas, los aviones a última hora, la madre que rechaza la radioterapia y luego la acepta, la rabia y la ansiedad, cómo trasladarla, es mejor un geriátrico, es demasiado joven para un lugar así, la depresión propia.

El nuevo libro de Donald Antrim, aún sin traducción y editado el año pasado, se llama One Friday in April, y es la historia de su psicosis, su hospitalización y su tratamiento, temas que aparecían claramente en los cuentos de Otro Manhattan. “No sólo pretendo contribuir a quitarle el estigma a la enfermedad mental, sino desmitificar el suicidio, dejar de pensarlo como un enigma”. Su crisis psiquiátrica mayor ocurrió, no casualmente quizá, en 2006, el mismo año en que se publicó La vida después. Se sentaba, cuenta, con un anotador en el suelo de su departamento en Brooklyn y escribía notas, “Eran disculpas. A veces llamaba a amigos por teléfono. Les decía que estaba bien. Pero después me levantaba, asustado, temblando, despierto, sin necesidad de dormir, preocupado por mi corazón y después otra vez sentado, con pastillas, una lapicera, el anotador y un cuchillo”. Nunca usó el cuchillo para lastimarse pero una vez, después de una pelea con su pareja, se encontró en el techo del edificio, luchando con la certeza de que debía matarse. “No quería morir, pero sentía que debía. Una de las confusiones sobre el suicidio es que la gente piensa que el suicida quiere morir. Y no: pasamos meses en ese estado, tratando de vivir”.

Quizá la breve muerte y la larga vida agónica -suicida- de su madre, que también trataba de vivir y no sabía cómo, lo prepararon para escribir sobre su propia desesperanza, su salvaje oscuridad.