Los bombardeos a la Plaza de Mayo, perpetrados por aviones de la Armada y una fracción de la Aeronáutica el 16 de junio de 1955, padecen una llamativa subrepresentación en la historiografía argentina y, también, como consecuencia, en el imaginario social. Sólo desde comienzos del siglo XXI, cuando las políticas de la memoria fueron cobrando tanto un impulso institucional como una paulatina legitimidad social, la verdadera dimensión de horror de ese atentado contra el pueblo –además de contra Perón y su gobierno– empezó a tener visibilidad en la historia nacional. Signo del nivel de ocultamiento y olvido de este ataque a la población civil es, sin dudas, el desconocimiento, durante décadas, del verdadero número de víctimas, establecido recién en 2015 por la segunda edición del informe del Archivo Nacional de la Memoria. Las víctimas fueron, en efecto, 309; entre ellas, decenas de niños y niñas que murieron calcinados.

En los últimos veinte años, ha surgido una serie de libros y de documentales cinematográficos que comenzaron a saldar esa enorme deuda y a contrarrestar los efectos nocivos de un golpe de estado que se autoproclamó “Revolución Libertadora”, y que tapó sus crímenes en la Plaza de Mayo con la proscripción y la demonización del peronismo. Entre esos títulos, se encuentran La masacre de la plaza de Mayo (2003) de Gonzalo Chavez y Bombas sobre Buenos Aires (2005) de Daniel Cicero; y los documentales El día en que bombardearon Buenos Aires (2004) de Marcelo Goyeneche, A cielo abierto (2005) de Pablo Torello, Maten a Perón (2005) de Pablo Musante, y Proyecto 55 (2019) de Miguel Colombo.

El libro La cotidianidad interrumpida. Testimonios de los bombardeos a la Plaza de Mayo, recientemente editado por integrantes de Extensión de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y del seminario UPAMI sobre “Memoria, Escritura y Testimonio”, viene a sumarse a ese necesario lote de intervenciones sobre el acontecimiento. En este caso, el libro saca a la luz breves testimonios de hoy adultos mayores que, en 1955, estaban en sus hogares, en la escuela o en la plaza misma al momento del ataque aéreo. Testimonio, memoria e historia encuentran una feliz articulación en este breve pero entrañable relato colectivo, en el que la brutalidad del bombardeo se recupera desde los recuerdos personales y en el marco de la vida cotidiana. En el prólogo, el documentalista Miguel Colombo señala que “los recuerdos compilados aquí son indicios de una elocuencia arrolladora sobre un hecho brutal y público cuya memoria, por diversas razones, se volvió esquiva.”

La cotidianidad interrumpida es una obra colectiva tanto en su enunciación como en su producción y su edición. En ella, hablan los integrantes de diversos espacios culturales vinculados con las políticas de la memoria y la revalorización del testimonio como género de la historia. Al programa “Memorias Recientes” de la Facultad de Filosofía y Letras, se sumaron integrantes del programa “Abuelas Relatoras para la Identidad, la Memoria y la Inclusión Social” (de PAMI y de Abuelas de Plaza de Mayo), como también integrantes de otros talleres celebrados en centros barriales de la ciudad de Buenos Aires y la provincia de Buenos Aires. Entre todos y todas, han realizado entrevistas grupales, donde se compartieron experiencias vividas u oídas en la infancia y la juventud, y posteriormente han editado los textos que resultaron de las desgrabaciones. En los prólogos, también se reflexiona y se comparte una metodología propia del trabajo comunitario en talleres de escritura.

En este conjunto de historias mínimas, agrupadas en tres espacios (“infancia”, “hogar” y “trabajo”) aflora con llamativa incandescencia todo lo no dicho, lo silenciado en tiempo real sobre estos bombardeos. A la falta de noticias periodísticas sobre las muertes (y aun, ante una imprecisa línea del gobierno al respecto), se sumó el silenciamiento colectivo que fue imprimiendo el miedo, el odio al peronismo o la mera incomprensión. Jorge, estudiante de un colegio privado en ese momento, recuerda: “No se habló en casa de muertes. Luego fue lo de las iglesias quemadas. Eso sí que fue dramático, aunque no murió nadie.” Antonia, alumna en un colegio católico, recuerda: “cuando volvimos al colegio, lo único de lo que nos hablaban las monjas era de la quema de las iglesias. Nadie nos nombró el bombardeo, y bastante después nos enteramos de que dos alumnas del colegio murieron en el colectivo línea 64 incendiado frente al Banco Hipotecario. En el colegio nunca se hizo referencia a este hecho”. Antonia agrega que años después supo que “en el sótano del colegio se hacían reuniones de los comandos civiles”. No es en vano recordar que en los aviones que atacaron a la población civil refulgía la inscripción “Cristo Vence”, lema sostenido por la manifestación opositora del 9 de junio de ese año, liderada por la Iglesia Católica y celebrada bajo la excusa del Corpus Christi.

En los testimonios, se recupera la perspectiva de los inmigrantes europeos, que ya habían vivido guerras en sus territorios y que podían reconocer los estruendos como bombas. También, se rememoran esas horas de angustia, a la espera del regreso del familiar que trabajaba en el microcentro y no volvía. En algunos testimonios, aparecen las imágenes de los cuerpos ensangrentados que llegaban al Hospital Durand y aun de los cadáveres quemados y mutilados. Pero en todos estos relatos se reitera una constante: un enorme hiato, un abismo silenciado, carente de sentido, entre esos episodios y el resto la vida. Olga dice: “Yo no supe que hubo muertos. En 2002, cuando me jubilé, algo quería hacer. En un voluntariado me enteré de que hubo más de trescientos muertos. Es lo que quería contar”. En esa misma línea, Elena, “de origen obrero”, cuya “aristocracia es la del trabajo”, señala: “agradezco este tiempo porque yo nunca pude hablar así y ahora tengo ochenta y tres años y lo puedo decir. Han cambiado las cosas.”

Este pequeño libro, fruto del necesario cruce entre el ámbito universitario y la sociedad de la que forma parte, es signo de que efectivamente, como dice Elena, las cosas están cambiando. Nuestra memoria histórica se fortalece como herramienta imprescindible para actuar en el presente.