A veces el consultorio nos acerca historiales asombrosos, pero por lo general las consultas responden a problemas habituales para los cuales contamos con experiencias previas. Cuando un historial que nos resultó original comienza a repetirse, estamos frente a un modelo que pone patas para arriba lo que habíamos aprendido a reconocer como lo común y corriente.

Hace años la consultante era una señora de cincuenta años que llevaba veinte años de matrimonio.

Con doloroso ritmo comenzó a contarme cómo habían sido sus años de matrimonio y las rarezas que últimamente había encontrado en su compañero. En ese punto le resultaba difícil retomar la narración hasta que alcanzó a decirme: “¡Ahora Jorge me confiesa que es homosexual!”.

 El llanto la inundó y no pudo continuar la narración. Fue preciso hacer una larga pausa para que lográsemos incorporar los detalles que ella suponía que yo precisaba; su ansiedad alcanzó la desesperación cuando confirmó: “¡¡Ahora me dice que va a irse a vivir con su pareja y me pide el divorcio!!”.

El psicoanálisis tiene sus limitaciones y ésta es una de ellas. Interpretar su desesperación frente a un cambio de identidad del compañero y la modificación del estilo de vida, todo junto, justifica la desesperación de un ser humano. Allí estaba yo, desconcertada y con estrechos recursos interpretativos. Era una mujer que esperaba, quizás, una palabra milagrosa para explicar lo que consideraba inexplicable. 

Finalizó su entrevista preguntándome si yo “podría verlo, atenderlo, porque seguramente estaba enfermo”. Esta persona continuó con sus descripciones hasta rebalsar su historial que selló con su decisión de no concederle el divorcio a su marido, priorizando el matrimonio. 

Meses más tarde otra mujer, de alrededor de sesenta años, al enterarse de la homosexualidad de su compañero, dadas sus indiscreciones, eligió la solución que implicaba mantener el matrimonio, pero cada cual en su habitación. No se hablaban, pero ambos mantuvieron la pareja matrimonial. La diferencia con la mujer anterior era que aquella no podía hacer otra cosa como no fuera aceptar el divorcio. Y no deseaba hacerlo. Era otro modelo.

En otra ocasión, cercana en el tiempo, se repitió la consulta pero se trataba de una mujer joven, quien afirmaba que era una vergüenza para ella y su familia. Asumió un divorcio muy ruidoso.

Cuando una mujer que contaba alrededor de sesenta años planteaba que su marido tenía otra pareja, pero era un varón, yo ya no me sorprendía.

Cuando el varón asume el mundo desiderativo del hombre con energía suficiente como para reconocerse como una persona con una identidad diferente de la habitual, el matrimonio no es fatalmente un obstáculo. Lo que se convierte en un obstáculo es el criterio de normalidad que se impone en las comunidades, que nos espanta e impone la huida ante las rarezas de aquellos que se alejan de la norma. Pero es verdad que la Biblia nos explicó que los hombres y las mujeres funcionan de manera diferente y juntos “para toda la vida”. 

¿Qué será lo mejor para recomendar a quienes ya invirtieron sus vidas?