2019 empieza a terminarse e Ignacio está solo en Buenos Aires. Mariana, su novia, se fue a estudiar a París hace 10 meses y él se quedó acá, pero llega el verano y es la época perfecta para ir a visitarla. Ya en Francia decide comprar una cámara digital usada para registrar lo que pase en su estadía y esa decisión, simple y hasta banal, cambiará el curso del viaje. Dentro de la cámara Ignacio encuentra una serie de videos filmados por el dueño anterior. Escenas domésticas de un hombre sacando a pasear a sus perros por un pueblito cercano a un arroyo, almorzando los fines de semana con su familia o pasando el tiempo en casa. Pero también otras, filmadas en Camerún, en las que se ve a un pastor evangélico blanco exorcizando a sus fieles, todos negros; a una socióloga dando talleres en aldeas precarias; y hasta escenas de una travesía en medio de la selva.

Aquel Ignacio es el cineasta Ignacio Ceroi, quien, obsesionado con saber más del hombre de los videos, lo rastrea, lo contacta por correo y decide realizar una película para contar toda la historia. La misma se llama Qué será del verano, ganadora del premio a Mejor Película de Competencia Internacional en la edición 2021 del Bafici y que ahora se estrena en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín, Av. Corrientes 1530, donde se la podrá ver desde este jueves y hasta el próximo 28 de julio.

Qué será del verano está compuesta de aquellas escenas ajenas que cayeron en manos de Ceroi, a las que este decidió poner a dialogar con otras, filmadas por él mismo durante los tres meses que pasó en Francia. Imágenes entre las que se cuelan las protestas de los chalecos amarillos en París y la guerra civil en Camerún. Todo eso ordenado sobre un relato en off que mezcla el diario de viaje con el intercambio epistolar en el que ese hombre, llamado Charles, le cuenta al cineasta la historia de esas escenas que olvidó borrar antes de venderle su cámara. Como las películas del género found footage, tan popular en el cine de terror, que utilizan ese supuesto realismo para potenciar el miedo ante lo que se ve, Ceroi lo usa para amplificar la empatía del espectador con los personajes.

“La verdad es que un poco fue una decisión y otro poco fueron las características del material que me llegó”, dice Ceroi. “Porque una vez que lo encontré, diría que la cuestión estética no pasó tanto por una decisión, sino por conseguir que el procedimiento narrativo de la película se apoyara en el intercambio con Charles”, continúa. “Cuando eso estuvo resuelto empecé a pensar que estaba bueno que hubiera no tanto una suerte de paralelismo, pero sí que su historia funcionara como espejo de la mía, de personajes que están lejos de sus casas. Además, decidí que los videos que empecé a filmar tuvieran cierta coherencia visual con los suyos, tratando de no hacer cosas demasiado sofisticadas y de que esa frescura que él tenía para filmar se filtrara en mis propios videos. Que mi mirada estuviera un poco empapada de la suya”, concluye el director.

-¿Qué tan complejo te resultó desarrollar esa estructura de observadores encadenados, de la que el espectador termina siendo un eslabón más?

-No sé si me resultó complejo, pero sí que me llevó mucho trabajo, mucho tiempo. Yo tuve un poco la fortuna (eso puedo decirlo ahora) de que esto me agarró en el momento más duro de la cuarentena. Yo empecé a editar la película ya con más conciencia en marzo de 2020, cuando volví de ese viaje, justo cuando se decretó el aislamiento. Eso me dejó mucho tiempo libre y me aboqué a esto. Diría que al principio fue difícil encontrar el tono del relato, pero una vez que apareció esa voz y la pude desarrollar, las ideas fueron apareciendo. Fue trabajoso y arduo más que complejo. Hubo mucho de prueba, de escritura y montaje en paralelo, porque no había una idea central de qué era lo que se iba a contar, sino que fue un proceso de ir montando, probando, grabando distintas de voces en off. Después sí, ya lo agarró un editor, Hernán Roselli, pero antes hubo una etapa de casi 8 meses que era yo solo con la computadora, probando los textos sobre las imágenes. Mucho de prueba y error.

-La película aborda las relaciones emocionales que van surgiendo entre los personajes a nivel individual, pero también expone enormes conflictos colectivos. ¿Cómo equilibraste esos extremos?

-En principio, la idea de incluir algo de lo político surgió porque el primer día que llegué a Francia había una manifestación de los chalecos amarillos y me fui ahí a filmar. Era algo que estaba sucediendo en tiempo presente mientras hacía la película y me pareció que estaba bueno que cuando apareciera algo de ese conflicto civil en Camerún, que eso se replicara en Francia. De hecho había un texto, que finalmente no usé en la versión final, que decía: "pareciera que esta cámara está destinada a filmar las desigualdades de todo el mundo", como si estuviera condenada a registrar problemas sociales y conflictos políticos. Y me interesaba que eso se pudiera colar en la película, mostrar cierto estado del mundo en distintos continentes. Que por un lado fuese un relato más intimista, personal y emocional, pero que hubiera un contrapeso y el personaje realmente se pudiera vincular de una forma más real y más profunda con la situación de ese país en dónde él era un extraño. Pero siempre desde su propio lugar. Porque para mí lo importante era que se trataba de una persona blanca en un país negro y había algo de esa tensión, de estar metiéndose en un lugar en el que claramente es una persona ajena, que me interesaba. Que el personaje llegara a esos límites, a esas fronteras.

-En Qué será del verano todo el tiempo flota aquella idea de que el aleteo de una mariposa en Japón puede producir un tsunami al otro lado del océano. Como si el mundo fuera una especie de red neuronal donde todo está interconectado por lazos menos obvios que los de la geopolítica, pero también más fuertes y profundos.

-Una vez que empecé a probar pasó algo muy curioso. Cuando comencé a editar la película y tomé la decisión de que iba a estar estructurada sobre la voz en off, descubrí que había algo de ese mecanismo, de cómo funciona la narración en la voz en off en el cine, que es muy poderoso. Tiene esa capacidad medio mágica de poder unir cosas que a priori estarían muy distanciadas una de otra. Hay algo de esa capacidad que tiene la voz en off sobre una imagen que te permite decir casi cualquier cosa de ella.

-Un poder que sin dudas hereda de la tradición del relato oral.

-Esa era la idea: narrar la experiencia de un hombre en un lugar que le es muy ajeno a partir del procedimiento del off, aprovechando esa posibilidad que te da ese recurso de unir imágenes y darles sentidos que por ahí ellas mismas no tienen. Eso es casi un superpoder en términos narrativos.

-Hay una línea en la película que puede sorprender al escucharla, aquella en la que Charles dice que después de siete meses en Camerún comenzó a crecer en él un deseo de “consagrarse a algo más elevado”, como “una guerra o una religión”. ¿Qué es lo que esos dos elementos tienen en común para aparecer juntos y dentro de una misma categoría?

-Al principio lo pensé medio como El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad, donde al protagonista de repente el viaje se le vuelve casi místico y empieza a perder la cabeza. Pero después no lo terminé de desarrollar en ese sentido. Por un lado contaba con esas imágenes tan poderosas del tipo que hace esa suerte de exorcismos y todo el asunto de la guerra civil en Camerún, y sentí que si tenía todos esos elementos tan potentes por algún lado el personaje tenía que perder la cabeza. Algo de la idea de ese extremismo también la saqué de otra novela, de Limonov, de Emmanuel Carrère, que releí mucho mientras hacía la película, donde el protagonista tiene una especie de revelación parecida, muy radical. Como si algo tuviera que necesariamente empezar a crecer después de estar un tiempo ahí y me pareció que esas dos opciones podían ser viables para alguien que puede terminar perdiendo la razón.

-Cuando Charles deja de responder a sus mensajes, Mariana viaja hasta la ciudad donde él vive con la esperanza de cruzarlo. Pero en lugar de eso solo obtiene algunos planos de una ciudad que está casi vacía. ¿Creés que mostrar los sitios que una persona habita es una forma de retratarla?

-Un poco sí. La realidad es que era muy difícil poder dar con él, pero lo más cercano a conseguirlo era estar en su propia ciudad, recorrer los mismos lugares y quizás, con un poco de suerte, cruzártelo. Había algo de esa posibilidad que me gustaba. Y también pensaba que las ciudades de alguna forma pueden hablar de las personas que las habitan. Por otro lado, me pareció que estaba bueno que la película tuviera esa voluntad, un poco "bolañezca", de ir en busca de su personaje. Pero además me gustaba la idea de terminar con planos vacíos y con el sonido ambiente comiéndose de a poco a la voz en off. Que la película se callara, que dejara de contar y que solo nos quedáramos con esas imágenes de espacios vacíos, como diciendo: "listo, se terminó el cuento”.

-En relación a eso, Qué será del verano puede ser pensada como una indagación acerca de cómo retratar lo ausente, un dilema con el que las artes de la puesta en escena lidian desde su origen.

-Y que es algo que genera cierto suspenso y que en este caso hace que el espectador termine esperando que Charles finalmente aparezca ahí. Nunca busqué que eso ocurriera de esa forma, pero pasó. Son sorpresas que a veces te podés llevar cuando hacés una película y aparece algo que no planificaste.