El de 1946 fue un año esplendoroso para el pueblo y la Nación. Obreros y obreras disfrutaban de su dignidad. Trabajaban, consumían, descansaban, se divertían y se formaban. Las salas de cine repleto eran un muestra. El cartel en blanco y negro de “Argentina Sono Films” daba paso a un título contundente: Adiós pampa mía. Tras cartón, el nombre del actor protagónico ocupaba casi toda la pantalla: Alberto Castillo. Tenía 32 años entonces y debutaba como actor. Hasta ese momento, se podía ver en su pasado su diploma de médico ginecólogo otorgado por la Universidad Nacional de La Plata a nombre de Alberto Salvador De Luca -tal era su verdadero nombre-  y el ejercicio de la profesión durante los últimos años de la década del '30. Casi a la par, se observaban incursiones como joven cantor en las orquestas de Julio De Caro y Mariano Rodas, y la llegada a la orquesta típica Los Indios, que piloteaba un dentista con manos de pianista: Ricardo Tanturi.

Durante el debut actoral citado, lo que se ve y escucha es un Castillo en trance de personaje con ganas de cantar, que se embola viendo un espectáculo de revista al ritmo de “boogie-woogie”, y dice a uno de los que corta el bacalao: “El público está cansado de esto, quiere cosas nuestras… No hay nada que hacer. ¿Por qué no me da una oportunidad? ¿En qué país estamos? Un espectáculo argentino quiere un tango, quiere una milonga, quiere un candombe (…) Gardel hubo uno solo, pero cantando cosas criollas, viejo, les paso el plumerito…”.

Hermoso escuchar y ver a Castillo desde ese fílmico. Un bohemio. Un porteño de ley, de aquellos buenos que hoy le vendieron el alma a una cacerola. Un cantor carismático. Nacional y popular: botamangas anchas, corbata floja y camisa descamisada, como el hombre que estaba solo y esperaba de Scalabrini Ortiz. Y que luego Evita amó, claro. Escenas como la descripta, con sus más y sus manos, se repitieron a través de doce películas que marcaron el rumbo actoral-musical de este personaje, a quien una neumonía mató hace hoy veinte años, cuando recién se bajaba del avión, tras una gira por Estados Unidos.

Películas que, junto a sus canciones, bien puede simbolizar el devenir de la patria a la luz de un peronismo que la honró. Cada vez que se estrenaba una con Castillo en cartel, no había forma de detener el fervor popular en la puerta de las salas. Así fue con La barra de la esquina, donde lo de agiotista era entendido como lo que es: un insulto. Y donde su interpretación de Charol parece una postal sonora de los tiempos de Rosas. También con El tango vuelve a París, donde aparece junto a “Pichuco” Troilo, uno de sus admiradores; y con Buenos Aires, mi tierra querida, estrenada durante el '51, en la que, en una escena inolvidable, rechaza ponerse un traje de gaucho francés.

La parábola actoral de Castillo, ligada a su trayecto como cantor y compositor, es una forma también de contar la de un país que, de una fuerte tendencia a la independencia, pasó al desencanto. Al derrumbe. ¿A qué hace acordar sino, la debacle del Club Juventud Unida de Llavallol que relata Luna de Avellaneda, la última película en que apareció Castillo, y en la que, lejos del protagónico, volvió a ser el ginecólogo que había sido de joven, y atender un parto de urgencia en una kermese del club caído en desgracia. Así es también el destino del cantor que, como al de la patria en 1993, se le niega el protagonismo, dado que quien canta la popularísima “Siga el corso” no es él sino Jaime Roos.

Suma mucho como continente de esta parábola una arista no siempre resaltada en Castillo: su faz poética. Bajo el apodo de “Ruibal”, ha compuesto piezas pensando una identidad común para esos grupos sociales que confluían en la “Nueva Argentina” de Perón, con el tango como nexo. De eso habla “Castañuelas”: “Estoy que exploto de bronca / No hay derecho mis amigos / que a nuestro tango querido / lo quieran desfigurar / está bien que vengan boogies, dixiland, foxtrots y mambos / pero que nos manden tangos / ya no se puede aguantar”, escribió en sintonía con su postura en Adiós pampa mía.

Entre la pálida obrerita que alegre va a trabajar (“Así canta Buenos Aires”) y los cuatro disfrazados “con barbilla intelectual” que quieren llevarse al malevo sentimental de “Dónde me quieren llevar”. Entre la exégesis de su amado Carlos Gardel expuesta en “Cada día canta más”, hasta “Candonga”, que reivindica el candombe de los Congos “de Cancún y Carancá”, la pluma de Castillo da cuenta de su amor inclusivo por un techo común. “Yo soy parte de mi pueblo y le debo lo que soy… Hablo con su mismo verbo y canto con su misma voz”, solía decir el cantor (y poeta y actor) de los cien barrios porteños cada vez que arrancaba un recital en un club, en un teatro o en las calles de carnaval.

Arrabalero y jodón, por si faltara algo, creó y legó toda una postura de cantar tango. El micrófono parecía un péndulo cada vez que caía en sus manos. Las vocales replicaban largo en su voz y su fraseo les marcaba el pulso a los bailarines. Un poco por eso, y otro poco por su estética “bárbara”, fue algo denostado por los intelectuales. Borgeanos, piazzollianos y cortazareanos no se bancaban una postura que consideraban “chabacana”, y menos aún esa sinonimia visceral con lo plebeyo del peronismo clásico. Pero lejos de amistar, Castillo doblaba la apuesta. Por caso, cuando daba duro en “Así se baila el tango”: "Qué saben los pitucos, lamidos y sushetas, qué saben lo que es tango, qué saben de compás…".

Y entonces Aníbal Troilo, Edmundo Rivero y Julián Centeya lo defendieron. El de “Sur” y “Romance de barrio”, al decir que fue el único cantor que jamás oyó desafinar. El feo más lindo del tango, como un tremendo halago, se resistía a cantar temas que hubiera pasado por la voz del ginecólogo. Y el recitador ítalo-argentino lo definió como una voz “que no se parece a ninguna otra voz”.

A la militancia de Castillo por asociar tango, candombe y milonga les deben las nuevas generaciones la puesta en valor de una nueva forma de vivir la música rioplatense. Como ejemplo, en el mismo año de Luna de Avellaneda , los Auténticos Decadentes le hicieron grabar otra versión de “Siga el baile”, para el disco Fiesta monstruo. Un título que la deja picando al lado del arco, porque lo que tipos como Borges o Cortázar consideraban “monstruoso”, el pueblo lo transformaba en fiesta durante cuatro días locos. Esos que, diría Castillo, un coronel les facilitó vivir.