Desde Mar del Plata

La cuarta jornada del 31 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata culminó ayer con nuevas exhibiciones de la Competencia Internacional y su par latinoamericana, completando en cada caso un tercio de la totalidad de las películas que las integran: doce, algunas menos que en años anteriores. Llegadas desde Rusia (en coproducción con Alemania) y Chile, con las firmas de un renombrado cineasta que supo conocer sus momentos más gloriosos en las décadas de los 70 y 80 y de un joven realizador con su tercera película, la primera de estas secciones presentó Paradise, el nuevo largometraje de Andrei Konchalovsky, que vuelve al tema de los campos de exterminio del nazismo, y El Cristo ciego, dirigida por Christopher Murray y rodada en la árida Pampa del Tamarugal, en el norte chileno. Por otro lado, la sección latina presentó la impronunciable Kékszakállú, que su realizador Gastón Solnicki viene de presentar en el Festival de Venecia y otros prestigiosos eventos europeos, una particularísima vivisección de los integrantes de una familia y, por extensión, de una clase social.
En Paradise, el hermano mayor del también cineasta Nikita Mijalkov logra darle una nueva perspectiva a un tema que ya ha sido abordado por el cine en muchas ocasiones, desde la seriedad reflexiva hasta el oportunismo más inconveniente, pasando por el suspenso naturalista y la experimentación menos concesiva. Hablado en varios idiomas y con una estructura que alterna escenas de ficción tradicionales con otras que enfrentan a los tres personajes centrales a una suerte de interrogatorio a cámara, el film recorre, a lo largo de poco más de dos horas, las vicisitudes de un jefe de policía parisino bajo la ocupación, una condesa rusa condenada al encierro en un campo de trabajo forzado y a un miembro de las SS que parece haber conocido a esta última en otros (y menos agitados) tiempos.
El director de Escape en tren se toma el tiempo necesario para hacer confluir las historias pero es en los resquicios de lo aparentemente más relevante donde pueden hallarse los momentos más potentes de Paradise: el encuentro del soldado nazi con un compañero de estudios y la charla sobre el destino de la ex prometida de Chejov, los detalles de la convivencia entre las detenidas en el atestado pabellón, las contradicciones de un buen hombre de familia y ejemplo acabado de colaboracionista. La pintura general es la de un mundo en descomposición, donde la simple idea de supervivencia pone en jaque ideologías y humanismos, sostenida por un elaborado trabajo de encuadre en blanco y negro y formato tradicional 1.37, que refuerza la relación ambigua que mantiene con la narración clásica, amoldada aquí a una estructura no del todo tradicional. En el reparto se destaca, sin demasiado esfuerzo, la actriz Julia Vysotskaya: es su relato el que parece ofrecerle al espectador un posible punto de vista general y, eventualmente, una mirada moral que logra navegar sobre las aguas de la amoralidad reinante.
En el film de Christopher Murray (quien, a pesar de su nombre gringo, nació en Santiago de Chile), la religiosidad adquiere un protagonismo absoluto: un joven cree poseer la capacidad de obrar milagros con sus manos y parte en un peregrinaje en busca de un amigo de la infancia que ha sufrido un accidente con la intención de sanarlo. En el camino encontrará sospechas y burlas pero también un grupo de seguidores, al tiempo que sus relatos alegóricos comienzan a ser escuchados con más atención. El Cristo materialista de Pasolini y las primeras películas de Glauber Rocha parecen haber sido algunas de las influencias esenciales del film y aquí poco importa si el muchacho posee realmente esas capacidades curativas o simplemente es un demente o un farsante. Es en el choque con las prácticas religiosas de la región donde el protagonista se revela como un alter ego del Cristo bíblico. Rodada con un reparto de actores no profesionales (hay alguna excepción) y un ojo atento al paisaje como trasfondo indispensable de la historia que se está narrando, El Cristo ciego no termina de encontrar la forma de transmitir sus ambiciones temáticas, de encarnar en una suerte de parábola político-religiosa, y se pierde en una descripción de tipos que, por momentos, roza el paternalismo.
El primer largometraje de ficción de Gastón Solnicki (Papirosen, Süden) se basa muy libremente en “El castillo de Barbazul” (Kékszakállú en húngaro), de Béla Bartók, y comienza con una serie de viñetas de un grupo de chicos en vacaciones de verano, tirándose desde un trampolín a la pileta. La película no abandona casi nunca esa estructura fragmentaria, desenfocada, aunque a mitad de camino encuentra algo parecido a una protagonista en el personaje interpretado con notable fiereza por Laila Maltz. Ya en Buenos Aires, escenas de un par de fábricas y sus labores cotidianas se alternan con otras donde la joven concurre a la universidad o cocina junto a un grupo de amigas, registradas por los directores de fotografía Diego Poleri y Fernando Lockett con un tono descriptivo que, por momentos, coquetea con la abstracción visual. Y esa parece ser en parte la intención de Solnicki: lograr una estructura desordenada, inconexa incluso, de donde va surgiendo un malestar indescriptible que, sin llegar al grado de la alienación, parece envolver a varios de los personajes.

  • El Cristo ciego se exhibe hoy a las 14.30 en Auditorium.
  • Paradise se exhibe hoy a las 16.40 en Auditorium.