¿Nunca se encontraron opinando igual que el enemigo? Me refiero a ese momento (a manera de burdo ejemplo) en que ves a un tipo en la puerta de un banco, rodeado de perros, pidiendo dinero para mantenerlos a ellos a manera de extorsión emotiva. Está ahí desde hace años. Es joven y sano, capaz de ponerse de pie y buscarse un trabajo. Pero no lo hace. Entonces a uno, bien progre, con mucha conciencia social pero algo agotada de tantas batallas diarias, se le sale la cadena y piensa: “flaco, dejá de dar lástima y buscate un trabajo”.

Pero uno no lo dice. Entonces, a tu lado, una pareja de gente mayor, a los que se les lee en la cara que son conservadores, bastante intolerantes, piensan lo mismo y lo dicen con palabras bien claras: “¿por qué ese vago no se busca un trabajo?”. En lugar de decir vago podría ser negro o caradura o planero, es lo mismo.

El choque de planetas (ideológicos) al que me refiero es ese momento en que la opinión de uno coincide con la del enemigo. Y no me refiero a cosas cotidianas como un resultado deportivo o el precio del dólar; me refiero a temas sensibles: pobreza, raza, ecología, feminismo, futuro, Cuba, planes sociales.

La primera pregunta es: ¿Acaso me volví de derecha? Qué susto, compañeros. Igual es una posibilidad que hay que contemplar. El paso del tiempo y las frustraciones hacen que mucha gente vaya virando a la derecha hasta volverse lo que odiaban. Y un día putean al negro de enfrente porque se come un asado en la vereda, o en la mesa familiar repiten los conceptos del tío horrible que todos tenemos.

A mí, el choque de planetas me ha sucedido varias veces. Entonces me digo que es momento de parar la pelota y pensar. Tratar de entender cómo es posible que esa horrible persona, a la que desprecio por sus ideas, defienda o ataque las mismas cosas que yo y a veces con las mismas palabras.

Lo más evidente es que llegamos a esa conclusión por caminos diferentes. Ellos por odio o ignorancia. O por responder a un marco ideológico de clase o educación. En cambio, nosotros llegamos ahí luego de dar una larga vuelta por todas las justificaciones y excusas existentes. Quizá es puro agotamiento, una forma de derrota. ¿O antes estábamos equivocados? Así es como de defender a los que salen a cortar calles para pedir planes o trabajo, un día, en nuestras cabezas, los mandamos a laburar.

El ejemplo del pibe que pide en la puerta del banco es apenas una ilustración, y no muy ingeniosa. Pero ejemplifica ese momento en que uno anda con ganas de tirar la toalla, de dejar de defender a todos los menesterosos porque sí. De dejar de pensar en los pobres de la tierra para pensar más en uno mismo. Sin odiar, eso seguro, pero sí un poco asqueados de repetir consignas que (muchas veces) terminan por manifestarse falsas o puro palabrerío. Consignas perfectas en la teoría y no tanto en la práctica.

Tampoco se trata de darle la razón a la pareja de viejitos conservadores. Eso nunca. Uno simplemente se aleja sin emitir opinión. Pero, ¿cómo es posible que en este tema sensible yo opine lo mismo que (ponele) un Milei o un Trump?

Lo más curioso es que cuando lo dice en voz alta, suele saltar otro progre como uno aprobando esas palabras. Harto como uno, asqueado de tantos eslóganes que nos llevan a defender a veces lo indefendible. O sea que es probable que este tipo de agotamiento sea colectivo.

Quizá es también culpa de esta modernidad líquida, patinosa y ruidosa, que nos ha mostrado la interioridad obscena de cosas que antes estaban veladas. Antes veíamos una movilización por semana. Hoy vemos cien por día. Y en cincuenta países. Y con tres mil opiniones, doscientos videos y más y más eslóganes. Y uno se harta. Se harta de los reclamos que son razonables y de los que son solo oportunismo porque se hace difícil diferenciarlos. ¿Puede realmente ese pibe que pide frente al banco encontrar un trabajo decente o yo estaba en un mal día o en un mal lugar? Qué sé yo.

Esa es otra forma de verlo. Dentro de nuestra infinita “tolerancia” hay grises. O a veces nos encontramos del otro lado del mostrador. Defendemos que se corten las calles en reclamo de derechos, hasta que nos toca sufrirlo. Una cosa es defender el derecho de los africanos a cruzar el Mediterráneo en busca de una vida mejor, y otra es ser habitante de pueblo que recibe cada día cientos de personas en busca de casa y trabajo. Acá que cada uno piense lo que quiera. De todas maneras, siempre será una teorización del problema real. En la teoría siempre es sencillo, en la práctica, no tanto.

Ahí hay una trampa en la que los progres caemos a menudo. No solemos decir lo que realmente opinamos porque no queremos salirnos de nuestro marco ideológico. O lo decimos en confianza, con amigos que no nos van a delatar. Es que pertenecer es la tarea, por muchos sapos que debamos tragar. En cambio, el enemigo opina sin filtro.

Resumiendo: decir lo contrario a lo que tenemos ganas de decir no nos hace más revolucionarios o combativos. A veces, hartarse de las luchas que se volvieron puros eslóganes es también honestidad. Y decir “la verdad” se vuelve una especie de deber moral. Eso sí, lo mejor es encontrar el momento adecuado, ante la gente adecuada. No sea que a uno lo tomen por alguien de derecha siendo que no lo somos, ¿verdad? ¿Y ustedes qué opinan? Que tenés que buscarte un laburo, Chiabrando.

 

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