La feria que nació en 1991, cuando un grupo de inmigrantes bolivianos se instaló en Ingeniero Budge, es un espacio que vive de noche. Se convierte en una suerte de zona de frontera que funciona tres veces por semana, martes, jueves y domingos desde las 00:00 horas, y alcanza su ritmo más febril alrededor de las 4 de la mañana. En sus 20 hectáreas a la vera del Riachuelo, el complejo habilitado alberga unos treinta mil puestos, divididos en tres sectores donde funcionan las ferias Urkupiña, Ocean y Punta Mogote. En los extramuros del predio, una feria paralela en constante crecimiento fue ganando los terrenos aledaños. En 2015, esos 8000 puestos fueron barridos por la Policía Bonaerense y la Infantería con el tiempo volvieron a reinstalarse, y ayer volvieron a ser barridos. 

El lugar que desde sus comienzos aúna economía formal e informal, trabajo legal e ilegal, recibe entre 50.000 y 70.000 consumidores particulares y comerciantes por jornada desde todos los rincones del país, con movilidad propia, en transporte público, en servicios de combis o en tours de compras organizados de antemano.

El aire de ilegalidad que rodea a la feria es parte de su historia constitutiva. En sus comienzos, un ex policía boliviano, Gonzalo Rojas Paz, dirigía el emprendimiento, que vendía mercadería llegada de contrabando, en sociedad con Quique Antequera, un vendedor ambulante argentino. Los socios administraron la feria Urkupiña, hasta que Rojas Paz fue detenido, el 8 de noviembre de 2001, por “asociación ilícita para el contrabando y la falsificación de marcas”. Once días después apareció ahorcado en una celda de la cárcel de Ezeiza. 

En paralelo, a fines de la década del 90, el zapatero Jorge Castillo montó en un galpón cercano su propia feria, Punta Mogotes, que una década después se convirtió en la más grande y conocida.

Con un movimiento superior a los 200 millones de pesos por día, el galpón principal tiene nueve pasillos de 150 metros cada uno y una visibilidad cercana a cero por las prendas de vestir que cuelgan del piso al techo.

El autor del libro La Salada, Nacho Girón, explicaba tiempo atrás a este diario que “hay que diferenciar negocios detrás de La Salada”. “Uno es el inmobiliario, que a muchos peces gordos los ha hecho millonarios. Jorge Castillo o Enrique Antequera, que son los administradores de este espacio físico y lo subdividen en puestos que alquilan a los feriantes, están entre ellos. Pero si hubiera 100 trabajadores, los que realmente hicieron dinero son sólo tres. Los otros 97 no tienen la vida salvada. La segunda gran pata del negocio está en lo que cada uno de los feriantes provee al consumidor final, como nosotros, cuando nos vende unas zapatillas, un buzo. Sin duda, los que tienen mucho más rédito son los primeros”, advirtió.