Desde su título, Hay que llegar a las casas anticipa una experiencia de tránsito, un andar trabajoso por la geografía de un espacio olvidado, sin atajos hacia lo fantástico, que cultiva su atmósfera húmeda y caliente, agobiante, a la vera del Paraná. En esta, su primera novela, Ezequiel Pérez construye pacientemente una trama que va creciendo a la par del movimiento pantanoso de sus personajes, diálogos, borracheras y maneras de habitar un tiempo único, desfasado: el de los pueblos.

La obra recibió en 2020 el Premio Especial del Concurso de Letras del Fondo Nacional de las Artes y recientemente fue elegida entre las diez finalistas del Premio Fundación Medifé Filba 2022, la única publicada por un sello universitario –Libros de UNAHUR–, de la Universidad Nacional de Hurlingham.

“Es interesante salir a disputar el terreno de la ficción desde una editorial universitaria”, destacó Pérez, escritor y docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires (UBA).

El calor, la humedad y el río son tan protagonistas de la novela como Abel, Barrientos, el Tordo y el narrador, un joven que vuelve al pago luego de recibir la noticia de que su hermano se suicidó. Los hombres se encuentran, hablan –unos más, otros menos–, se emborrachan y lloran poco. Se mueven dentro del estrecho margen que la vida en los caseríos arrumbados les habilita: van y vuelven de la casa al almacén, comen, recuerdan y piensan qué hacer con unos muertos que insisten en regresar, que son devueltos a las orillas por el río, escupidos por la noche en las habitaciones oscuras.

“La novela señala cuestiones que tienen que ver con el plano de la comunicación, con la forma en que se relacionan los hombres en los pueblos, con lo que pueden hacer y lo que no. Expone esos límites que se marcan en su interior”, detalló Pérez en diálogo con el Suplemento Universidad.

Nacido en Villa Ramallo, en el norte de la provincia de Buenos Aires, hace 35 años, el autor conoció en su juventud y adolescencia la secuencia de “suicidios que traen otros y que el pueblo intenta silenciar”. En la historia que atraviesa Hay que llegar a las casas, los jóvenes se matan, los suicidios se replican y repiten, hay muertos nuevos y muertos reincidentes, que parecen volver para que se hable de ellos, para que se deje de ocultarlos.

Pérez conoció el paisaje que dibuja en su novela, sus reglas y las formas en que sus elementos constitutivos pueden trasladarse a la escritura. La temporalidad, en particular, es una dimensión que se teje con gran cuidado y que discurre con espesura. Por momentos se detiene y habilita a una microscopía de lo local, como los pasajes de caza, en los que Andrés y su hermano montan guardia tras la mira de una escopeta que parece enfocar únicamente al tiempo; un tratamiento minucioso en el que resuena el estilo de Juan José Saer, cuya obra también gravitó en torno del Paraná.

Saer es uno de los autores que le interesan a Pérez “por el modo en que trabaja el lenguaje y que cuando lo leo pienso que me gustaría escribir así”. En esa lista también aparecen “clásicos, que son muy diferentes entre sí”, como Juan Rulfo, Witold Gombrowicz, Copi y Libertad Demitrópulos. Entre los contemporáneos figuran Selva Almada, Julián López, Humberto Bas y Diamela Eltit.

La lentitud de los hechos

El ritmo de Hay que llegar a las casas le fue sugerido a Pérez por la propia experiencia de escritura. “Es el tiempo que me fue dictando la novela”, remarcó.

Sobre ese fluir viscoso se desarrollan los acontecimientos, marcados por un pulso de fondo que el novelista sostiene a ultranza porque, en definitiva, es la sustancia elemental con la que se construye la novela. Es un material barroso que, en sus palabras, impone “cierta lentitud, cierto detenimiento que hace que uno vea de manera muy cercana algunos movimientos que podrían relacionarse con lo fantástico”.

Con esa materia prima se moldean varios de los elementos del universo narrativo de Hay que llegar a las casas: los cuerpos blandos de los suicidas, las calles desiertas, el fondo de un río en el que se encallan los buques. “Es una novela que, en algún punto, se desarma de tan lenta que va; uno ve que los propios personajes se convierten en algo blando que se escapa de las manos, que no tiene huesos, con una piel que se vuelve traslúcida”, ahondó el escritor.

En ese barro se germina lo fantástico, que crece de forma tangencial, sin explosiones, con una cadencia propia que rehúye al corsé genérico. La de no encasillarse en el género es una de las pocas premisas que se propuso el autor durante los cinco años en los que trabajó en la novela.

“Esa sensación de desarme que se vivencia en el relato quería llevarla al plano del género; que empezara a desarmarse y que no funcionara como un límite”, precisó.

Un camino sin salida

La novela es parte de la colección “Transurbana” de Libros de UNAHUR, dedicada a la narrativa argentina contemporánea, de autores y autoras tanto nóveles como consagrados, dirigida por el escritor Julián López. Si bien la serie compila historias que tienen al conurbano bonaerense como escenario geográfico y simbólico, a Pérez la inclusión de su novela en la colección le pareció “interesante”, porque pone a dialogar distintos espacios y territorios de la periferia.

“Me interesa ahondar en algunas problemáticas que claramente tienen mucho de político –en el sentido en que se refieren a las relaciones de las personas en una comunidad–, pero sin subrayarlas, sin dejar que mi opinión se meta de manera muy contundente en el texto, porque son temas que yo no tengo resueltos”, reflexionó.

En línea con esa intención, algunas encrucijadas brotan de forma orgánica en el relato, como la situación de los jóvenes en los pueblos del interior, “un camino sin salida, en algún punto”, según describió Pérez, y que produce una expulsión hacia la ciudad como forma de escape o de realización.

El autor acaba de ponerle punto final a otra novela, también situada en la misma geografía –un pueblo de provincia, cerca del río–, un lugar sobre el que se siente cómodo escribiendo. En esta oportunidad, las decisiones estilísticas fueron más arriesgadas y se tomó más libertad para jugar con el lenguaje, aunque, advirtió, “todo se desarma, de nuevo, como en Hay que llegar a las casas”.