Está en mi familia desde que la construyó mi bisabuelo, cuando transcurrían los primeros años del siglo XX y se destacaba entre las casas linderas, era monumental y elegante. En ella llegó al mundo mi abuela Margarita, meses después de que sus padres sufrieran la pérdida del primer hijo, que nació muy débil y no pudo superar el primer invierno. Lloraron moderadamente al angelito y creyeron que era el designio de Dios, que así lo había querido.

En los años siguientes nacieron Rosa, Jazmín, Azucena y Violeta, sus hermanas menores. La familia educó a sus hijas siguiendo las estrictas normas de la época: guiadas por una institutriz, aprendieron a ejecutar el piano, a bordar y a rezar el rosario, junto con las reglas sociales imperantes. Las cinco hijas de la familia se casaron muy jóvenes, por civil y por iglesia, con herederos de familias respetadas de la ciudad.

La casa permaneció en la familia. Los capiteles que coronaban las columnatas de la fachada, que representaban imágenes de ninfas y faunos, fueron testigos del regreso de Margarita con su esposo y la barriga abultada, después de que los padres murieran. La madre, mi bisabuela, falleció primero y el padre, pocos meses después, presa de una profunda tristeza por la pérdida de su esposa.

Margarita atravesaba la gestación de su primogénito con dificultad: la muerte repentina de sus padres afectó su ánimo, perdió la voluntad de comer y tenía problemas para conciliar el sueño. El parto se precipitó prematuramente y el bebé no sobrevivió. Otra vez la casa se enlutó y un nuevo angelito se incorporó a su historia y a la lista de difuntos de la familia para los cuales encargaban misas todos los meses en la catedral.

Un año después nació Amapola y a los diez meses las gemelas Begonia y Lila. La casa volvió a llenarse de risas infantiles. Las costumbres habían cambiado desde la infancia de Margarita y sus hermanas. Amapola, Begonia y Lila se educaron en un colegio religioso y estudiaron magisterio, aunque no llegaron a trabajar en la docencia. Las tres hermanas se casaron con los hijos de amigos de la familia, igual que la generación anterior, por civil y por iglesia.

Cuando Amapola, mi madre, anunció la llegada de su primer vástago, las alarmas se avivaron en la familia. Mis padres se mudaron a la casona para poder cuidar mejor a la gestante primeriza. Llegada la fecha estimada para el parto, la tensión se multiplicó y la espera se revistió de ansiedad y excitación. Las circunstancias no eran las mismas que dos generaciones atrás, la ciencia médica había logrado avances relevantes en las últimas décadas y no parecían preverse complicaciones en el nacimiento.

El día previsto Amapola sintió que las contracciones tenían la frecuencia indicada; mi padre cargó el bolso que tenía preparado y acompañados por mis abuelos, salieron para la maternidad. El trabajo de parto, según me contaron, fue breve. Nací saludable. Me llamaron Melisa y crecí en la antigua casa familiar. Mis abuelos insistieron en que era mejor para todos: ellos podrían ayudar a mis padres a cuidarme y cuando llegaran más críos tendrían espacio suficiente para jugar en el jardín.

Pero no tuve hermanos. Recuerdo que tendría cuatro o cinco años cuando mamá sufrió un aborto espontáneo y después de eso no volvieron a hablar del tema. Una vez escuché que el bebé que no llegó a nacer era varón.

Desde que supe que esperaba un hijo no puedo dejar de pensar en la casa. No creo en maleficios, brujería o hechizos. Tampoco en divinidad alguna. Mi compañero y yo decidimos formar una familia y buscamos este embarazo que, según parece, es doble: una mujer y un varón.

Cuando nazcan, avisaremos a mis padres y a mis abuelos para que vengan a conocerlos, en nuestra casa, a varios cientos de kilómetros del lugar donde nací.