A Vanessa Wonderman no le gusta nada esa mujer que la mira al otro lado del espejo. “Llega una edad en la que una tiene la cara de la madre... ¡o del padre!”, piensa antes de pagar una cifra abultada por un lifting discreto y ponerse una bata verde para entrar al quirófano. La bata le recuerda vagamente otra que usó mucho tiempo atrás, cuando se practicó un aborto. A los sesenta años tiene una gran carrera como actriz, algunos divorcios, un nieto que su hija pudo concebir cuando por fin controló su adicción a la cocaína. También, un marido que la adora (los dos tienen una pequeña colección de matrimonios previos). Pero la historia rápidamente revela un lado B: él sufre un aneurisma que casi lo mata. Y lo cierto es que también los padres de ella se apagan aunque su decadencia ocurra puertas adentro de un coqueto departamento de Manhattan (que alguna vez perteneció a Gershwin). Incluso su caniche muere de improviso. Contra el paso del tiempo y la muerte, Vanessa busca el sexo como antídoto y deja un mensaje en zipless.com, una página para encuentros casuales. “Zipless es un fraude. Y lo es porque Internet funciona en la fantasía, no en la realidad”, advierte su amiga Isadora Wing cuando se juntan a tomar el té. 

En su juventud, Isadora fue parte de una mística que exploraba la libertad del deseo. Además, es la protagonista de Miedo a volar, una novela publicada en 1973 que causó revuelo por sus escenas de sexo explícito y por esa obsesión fetichista que la chica (por entonces cerca de los treinta) tenía con los psicoanalistas. El libro se convirtió en best seller, con más de 23 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo. Ahora acaba de ser reeditado en castellano junto con la publicación de No más miedo; es decir, la historia que tiene a Vanessa como protagonista. Entre ella e Isadora, se abre un hiato que pone en el centro a la artífice de ambas, sobre quien poco se ha sabido aquí en las últimas décadas. 

¿La recuerdan a Erica Jong? Varias fotos de los ‘70 muestran a esta mujer hermosa y magnética con su pelo rubio batido por el viento. Nacida en 1942 en Nueva York, parecía una estrella de rock más que una escritora apocada, con un aire a esa Carly Simon que por entonces les enrostraba a los hombres “you’re so vain”. Fue entonces cuando Miedo a volar se convirtió en leyenda. Jong asegura que no sabe cómo fue posible que Aaron Asher –el mismo que  había publicado a Saul Bellow, Philip Roth y Arthur Miller– se atreviera a editar el texto de una poeta judía casi desconocida, ya que sencillamente escribió lo que se le dio la gana pero también, lo que sentía que debía decir.  

Por entonces ya había terminado sus estudios de Literatura Inglesa en Columbia. De hecho, la esperaba un destino confortable sólo como profesora universitaria. Pero ella además quiso ser escritora. Es experta en Shakespeare y John Kyats pero cada capítulo de Miedo a volar se abre con citas de Colette, Sylvia Plath y Doris Lessing. Es fácil advertir que en ese caldero se cocina algo más que una historia porno soft. “Es que yo leía a toda estas mujeres y me preguntaba por qué nadie las seguía en algo muy claro: la exploración del sexo a través de la literatura”, contó. 

Esa novela comienza con un vuelo de Nueva York a Viena, donde Isadora acompaña a su marido psicoanalista a una convención en homenaje a Freud. Ahí, ella se enredará con otro psicoanalista hasta meterlos a los dos en su cama al mismo tiempo para ajustar cuentas. Más allá de cualquier desliz homoerótico, el libro relata de modo muy llano y directo cómo una mujer puede meterse en problemas por algo tan simple como querer ser dueña de su vida. Isadora desea escribir poemas, tener orgasmos múltiples y narrarlos en detalle, perderse en una ruta al modo beatnik. A la vez, adora mantener en su valija un lápiz de labios, una bombacha de encaje y la tarjeta de una cuenta bancaria abultada. En ese “quiero todo, lo quiero ya y lo quiero para todas” se resume su feminismo, un poco simplista pero interesante por su voracidad. De aquel fuego queda poco. “El sexo es para los veinte, treinta, cuarenta, incluso cincuenta. El sexo a los sesenta es una vergüenza para una mujer. Un hombre puede parecer centenario y tener una novia más joven. Una mujer tiene suerte si es capaz de ir al cine o al bingo con otra vieja”, se queja Vanessa Wonderman ahora. Y algo de razón tiene, con su apellido equívoco (“hombre maravilla”), un juego con Wonder Woman, el chiste algo obvio de una escritora que sin embargo, no teme decir obviedades.

Lo que sobrevive sin sobresaltos es una suerte de slogan que fue suficiente para convertir a Miedo a volar en pieza de marketing: “zipless fuck”. Esto consiste en desacralizar el sexo, echar por tierra cualquier rito que lo vincule al amor romántico y, de modo más soterrado, desafiar cualquier ola de temor y culpa, la misma que aprovechó el puritanismo cuando el sida comenzó su redada. El asunto, propone Jong, se sintetiza en bajarse la cremallera con un perfecto desconocido. La traducción actual de Miedo a volar no le hace ni mínima justicia ya que Marta Pesarrodona decidió que “zipless fuck” sea… “jodienda descremallerada”. En No más miedo, el traductor Mariano Peyrou se permite disentir un poco con Pesarrodona y propone un pedestre “polvo sin cremallera”. 

Ambos libros comparten un registro mestizo entre la autobiografía, el ensayo y aún, la autoayuda. Y se atisban escenas de sexo que valen la pena. O que son hilarantes. O fallidas. Pero cualquier matiz se pierde, aplanado por traducciones pobres. Ni siquiera el título original de No más miedo –que es Fear of dying; o sea “miedo a morir”– quedó en pie. Con el tiempo, Miedo a volar fue olvidada. A lo sumo se la recordó como un envoltorio sexy para el concepto de “zipless fuck”, con algunos guiños intelectuales que abordaban con innegable sentido del humor la tensión entre psicoanálisis y pulsiones primarias. 

Cuando en 2013 se cumplieron cuarenta años de su publicación, el New York Times consultó a un grupo de escritoras sobre la vigencia de esta novela. Lucinda Rosenfeld afirmó que reducir la narrativa de esta autora al sexo casual es seguir perdiendo el hueso del asunto: aquí hay una mujer dispuesta a hacerse cargo de su propio deseo. Y ese deseo es, en este caso, escribir. Los polvos en hoteles, en autos, en ascensores son la parte más pirotécnica de una verdad silenciosa: quien escribe está solo. O sola. Y la soledad para hacer lo que se desea no da lo mismo cuando quien la defiende es una mujer. Sin tantas vueltas, Jong lo volvió a decir en No más miedo: “¿Por qué las mujeres siempre necesitamos que nos den permiso para ser nosotras mismas? Nosotras mismas nos damos permiso. ¡Y con eso debería ser suficiente!”.

Miedo a volar vuelve a ser reivindicada bajo esa luz. Sin embargo, las reseñas críticas actuales no repararon lo suficiente en una escena que sigue ahí, un poco escondida: cuando Isadora sueña que Colette –la gran precursora en la exploración del goce femenino, con libros como Esos placeres, publicado en 1932– se abre la blusa para ella. Juntas tienen un rato de pasión lésbica, la única del libro. Si Jong llegó hasta acá no es entonces por haber sabido explicar los beneficios del sexo oral sino por confiar en su escritura. Y por las mujeres que la alentaron en ese viaje, sin tanto aspaviento moral.

Al estallar en los setenta el affair “zipless fuck”, Miedo a volar fue defendida por varias lectoras feministas de la segunda ola, pero no por todas: algunas objetaron que una chica que salta de cama en cama sin saber lo que quiere no le hace bien al movimiento. A la vez, fue comparada con otros libros, todos escritos por varones y muchos compañeros de la editorial de Asher. John Updike dijo que esta novela, por iniciática y revulsiva, dialogaba con El guardián en el centeno y con su contemporánea El lamento de Portnoy, donde Philip Roth exploraba los devaneos sexuales de un hombre de igual edad que Isadora/Jong; o sea, los treinta. Henry Miller aseguró que la Jong haría historia por “su sabiduría al abordar el eterno problema varones-mujeres” aunque ella intentó explicar muchas veces que los varones no eran la medida de su escritura. Contra todo pronóstico, se hizo amiga de Miller, famoso por su misoginia, e incluso escribió un ensayo donde incluía varias cartas que se enviaron: Henry Miller por Erica Jong. 

Sus libros suman más de quince y en su mayoría, también son abiertamente autobiográficos, como Seducing the demon. Pero ninguno tuvo un éxito tan rotundo y ella se convirtió en una señora que vive en un departamento lujoso del Upper East Side con vistas al Central Park, casada cuatro veces (su último marido es abogado y llevan juntos más de dos décadas), un tanto ninguneada por la crítica y reducida al lugar de escritora que inspiró otros best sellers como Cincuenta sombras de Grey (“Por Dios, espero que E.L. James no haya aprendido a escribir esos orgasmos tan horrendos conmigo”, se burló Jong durante una conferencia en el PEN American Center). 

En el 2000 se sumó al elenco de Monólogos de la vagina y actuó unos meses en Broadway. Por entonces, ya venía anunciando que Isadora volvería a escena. “El problema es que a Isadora le pasaron los años. Por eso observa con decepción cómo las chicas de ahora se enredan en historias ficticias antes de conformarse con mariditos y vidas hogareñas, renunciando a cualquier zona salvaje. Hice como diez borradores intentando traerla al presente pero tanto los lectores como yo ya sabemos demasiado de ella, que también apareció mencionada en otros libros que escribí. Así que preferí ponerla al lado de Vanessa. Podría decirte que es una sibila de la mitología griega pero me conformo con pensarla como un Pepe Grillo que ayuda a su Pinocho”, le confesó a la periodista Sheryl McCarthy en una entrevista televisiva. 

A pesar de la humildad de la comparación, no se puede pasar por alto el hecho de que Jong nunca le prestó mucha atención a quienes no fueran como ella, hija de dos artistas acomodados en una ciudad cosmopolita como Nueva York. O sea, los matices de raza y clase social nunca entraron en la mirada feminista de Jong: tiene dinero suficiente como para gastar en viajes místicos por India cuando se deprime aunque odia sus calles atestadas de pobres, asegura que hacerse cirugías es tan imprescindible como la depilación y en No más miedo, una de las grandes preocupaciones de Vanessa es averiguar si cierto mayordomo se robó las perlas carísimas de su madre muerta. Eso se lo hizo notar Roxane Gay –escritora de ascendencia haitiana que vive en Estados Unidos, autora del libro Mala feminista– durante un debate público en Georgia. Jong se defendió diciendo que a fin de cuentas, ella también en su momento había sido considerada una mala feminista por no querer renunciar a placeres mundanos y que no veía nada de malo en ellos. 

David Foster Wallace citó a Miedo a volar entre sus diez libros favoritos. Y en su disco Time Out of Mind, de 1997, Bob Dylan incluye la canción “Highlands”, donde describe la discusión con una camarera en Boston. Ella le reprocha su falta de sensibilidad con las mujeres: “¿A cuáles leíste?” pregunta con desconfianza. “A Erica Jong”, responde él. En esa respuesta irónica y autosuficiente, se sintetiza un nombre que tuvo resonancias de sofisticación intelectual pero que a la vez, pertenece a una zona tan poco nobiliaria como la cultura popular. Sucede que Jong es, al modo americano, una escritora nac and pop. Y a pesar de sus idas y venidas con el feminismo, ha sido efectiva en algo importante: golpear las puertas del cielo para que el deseo de las mujeres sea nombrado con palabras propias. También por eso merece ser leída una vez más.

No más miedo Erica Jong Alfaguara 289 páginas
Miedo a volar Erica Jong Alfaguara 432 páginas