Cuando seamos viejos o seamos polvo, el mundo podrá reconocerle su deuda al presidente Frank Underwood, el cuasiperfecto hijo de puta que protagoniza House of Cards. Con la cara y la voz arrastrada de Kevin Spacey, Underwood logró al fin demostrarle a los norteamericanos que sus presidentes son unos cínicos, unos egoístas, y no las figuras idealizadas que resistían hasta la vocación delincuencial de un Nixon o la evidente falta de jugadores de un Bush (hijo). Underwood preparó al país para entender a Donald J. Trump. Y eso es un fenómeno muy de Estados Unidos.

Cuando se trata de política, los ciudadanos de la primera potencia mundial oscilan entre la ingenuidad más asombrosa y, en minoría, una lucidez más normal y más distante. Los yanquis todavía respetan a los militares, por ejemplo, y creen que la CIA está ahí para defenderlos de enemigos ladinos. Si esto resulta inverosímil, baste recordar que los bancos simplemente estafaron al país en 2008 pero el gobierno les puso cientos de miles de millones de dólares para rescatarlos, con una mayoría que lo aceptó porque son “instituciones necesarias”. El presidente de una empresa de primera línea no es el sospechoso de egoísmo y explotación que es en otra latitudes, es un hombre exitoso y por tanto de alguna manera virtuoso, superior.

Uno de los límites a este tipo de tonteras es Hollywood, la gran fábrica de imágenes y percepciones. Series y películas mostraron y muestran empresarios venales, políticos venales, espías venales, militares venales y banqueros positivamente de espanto, sin mayores consecuencias. Es como que la gente se entretiene pero no se convence. Curiosamente, hay una excepción cegadora: con apenas dos películas, Hollywood convenció a los norteamericanos que era posible y hasta deseable que un negro fuera presidente.

En 1997, sin que nadie se diera mucha cuenta, aparece el primer presidente negro en una película. Es en el Quinto Elemento y Tom Lister es presidente del mundo entero, nada menos. El que sí se notó fue Morgan Freeman en Impacto Profundo, 1998, aunque le tocó anunciar el fin del mundo. El efecto final es que uno se sentía protegido por el Presidente Beck y, si viene el apocalipsis, difícil pensar en un mejor presidente para que te lo anuncie. El mismo año, Danny Glover también anunciaba un apocalipsis en 2012, y para más se sacrificaba noblemente para consolar a las víctimas. Glover es un progresista consecuente (uno de sus mejores días, cuenta, es cuando le presentaron a las Madres de Plaza de Mayo) y su Beck es realmente un anticipo de Barack Obama.

La idea se naturalizó tanto que Chris Rock y Terry Crews hicieron comedias en que un brother era presidente, sin tener que molestarse demasiado en explicar cómo era posible. Con lo que el triunfo de Obama en 2008 hasta dejó un sabor de “ya era hora”, de cosa que tendría que haber ocurrido hace tiempo. Ni los que odiaban la misma idea de que un negro fuera presidente podían decir que estaban sorprendidos.

Underwood es la versión malevolente de alguien que quiere ser presidente nada más que para ser presidente, para dar órdenes, para ser el número uno y para poder maniobrar y manipular desde arriba como viene haciéndolo desde abajo. El ego es enorme, la crueldad es total y la capacidad de matar, arruinar a otros y calumniar es espontánea, orgánica. El personaje es fascinante, seductor, perverso y se puede entender que medio país lo vote aunque nadie sabe qué hizo por ellos.

 Como Trump, que es un Underwood sin su inteligencia política, su inmenso conocimiento de los mecanismos del poder, pero con su ambición y con un ego todavía mayor. Un Underwood medio marmota, tal vez, pero una criatura anticipada en la serie hasta en el detalle tremendo que nadie entiende realmente por qué medio país lo votó y todavía lo apoya.