En la segunda mitad del siglo XIX se inicia en el país un proceso de organización estatal en el que los profesionales, sobre todo los médicos, tendrán un papel fundamental. En ese momento, el discurso oficial comenzó a vincular el curanderismo con la muerte de la madre, en ocasión del parto, como de los bebés y los niños pequeños, confiados, como se atribuía entonces, a la falta de escrúpulos de comadres y curanderos. Esta noción no era solo una preocupación local; también en los países “modernos”, prestaron cada vez más atención a la asistencia desde la reproducción y la niñez, donde, decían, se asentaba el futuro de la nación.

A principios del siglo XX, Emilio Coni, reconocido higienista, expresaba que, sobre todo en el interior argentino, la alarmante mortalidad infantil causada por trastornos digestivos podría descender si se lograba informar a las madres sobre la alimentación correcta de bebés y niños, así como distribuir leche en condiciones higiénicas. Coni, preocupado sin dudas por las muertes infantiles, recomendaba la obra de divulgación de otro eminente médico, Gregorio Aráoz Alfaro, El libro de las madres, para instruir adecuadamente a las madres y a otros especialistas. En el optimismo decimonónico de entonces, la morbimortalidad infantil supuso un problema difícil pero posible de superar. Otra de las causas principales, vinculada de manera indirecta a la educación maternal, se verificaba en la persistencia del curanderismo. Como estos practicantes “ilegales” reclutaban la mayoría de su clientela durante el embarazo, el parto y los primeros años de vida del niño, los médicos, al dirigir la mirada médica hacia las dolencias infantiles, eliminaban un sector de su clientela.

En 1854, Manuel Montes de Oca, influyente médico y político, había intentado una primera clasificación de los curanderos y “charlatanes”. Distinguía flebotomistas, dentistas, parteras y farmacéuticos con ciertos conocimientos médicos de aquellas personas que, sin nociones sobre ninguno de los ramos de la “noble ciencia y arte de curar”, se atrevía a jugar con la vida humana. Entre ellas se dibujaban con nitidez las comadres, irónicamente definidas como las médicas de la campaña, quienes sabían captar la voluntad de los ignorantes y hacer suyo su espíritu débil.

Para la Revista Médica Quirúrgica, publicación de referencia de mediados del siglo XIX, el curanderismo era mucho más nefasto en la infancia. Los pequeños no podían manifestar sus sufrimientos y los empíricos les suministraban todo tipo de medicamentos peligrosos, escudándose en el dicho común de que “los médicos no conocen las afecciones de los niños”.

De acuerdo a la revista, ante una afección infantil, los padres llamaban en primer lugar a un curandero. Y sea cual fuere la enfermedad, tanto las familias como los empíricos la definían indistintamente como empacho, condenando al pequeño a una muerte segura. Al mismo tiempo que hacía estas valoraciones negativas, la Revista Médico Quirúrgica difundía para las diarreas infantiles el uso de la “marmelada musculina”, preparado a base de carne de buey y utilizada en un hospital francés, sobre la cual no se planteaba cuestionamiento alguno.

El empacho se definió como enfermedad popular, sin encuadre para el saber médico oficial. Fue el objeto de estudio de dos tesis de la Facultad de Medicina, la de Telémaco Susini en 1879 y la de Ramón Ibarra en 1888, y de un artículo escrito en 1884 por Silverio Domínguez en los Anales del Círculo Médico Argentino.

El empacho apareció como tal en las estadísticas de mortalidad hasta 1872, cuando se suprimió y, en consecuencia, se incorporó una multitud de otras definiciones que oscurecían el panorama médico. Eliminar el empacho pareció también borrar de un plumazo las maniobras de Teresita y otras curanderas, comadres y vecinas con sus “ridículos remedios”, confiando en que la medicina oficial lograría vencer, con una medicación racional, a estas prácticas ancestrales.

Las dos tesis de estos médicos estaban muy lejos de la experimentación científica y, al igual que muchas otras de finales del siglo XIX y principios del XX, comentaban bibliografía tradicional con “nuevos clásicos”, como algunos textos sobre patología y anatomía modernos. No disponían de estadísticas y salpicaban las hipótesis y las conclusiones con observaciones testeadas de manera aleatoria. Por ejemplo, Ibarra consideró solo las observaciones realizadas a nueve niños en el Hospital de Clínicas, el Hospital de Buenos Aires y la Casa de Expósitos. Y Susini expresó con escasa prueba empírica y observación de muy pocos casos aspectos del empacho y de otras afecciones. Ambos descontaban que sus estudios, si bien iniciales, podían enraizarse en una tradición decididamente científica.

El empacho se iniciaba, de acuerdo con estas interpretaciones, por dificultades digestivas. El problema de cómo alimentar a los bebés era una cuestión sumamente importante. Si bien existían fórmulas de leche en polvo, no todos los facultativos las prescribían porque los recipientes podían estar en mal estado. A pesar de acordar por regla general con el amamantamiento, se creía, como afirmación de fe, que la leche materna podía ser inadecuada. El sol, el frío, las fatigas, el abuso de bailes y diversiones podían alterar ese sano alimento, transformando a las madres en verdugos cariñosos de sus niños. O, como decía Ibarra con cierto humor negro, en “criminales de lesa maternidad”. Por lo tanto, el inicio del empacho era en parte responsabilidad de la ingesta. Como se trataba de tiernos niños, era culpa de las cuidadoras ofrecer productos o muy abundantes –no se menciona aquí escasez ni hambre- o inadecuados.

Si bien amamantar es una actividad valorada, se sospecha además de la composición de la leche, de cuántas veces se ofrecía el pecho y en qué cantidades los pequeños podían alimentarse. En fin, al tratarse de algo tan privado e individual, quizás existiese entre madre e hijo una conexión demasiado estrecha y por ende enfermiza.

En esa misma, en caso de empacho, los médicos sugerían vigilar lo que rodeaba al infante y, sobre todo, la relación entre esas dos vidas, en las que difícilmente podían influir, salvo que se probara una alteración patológica. No tenía en cuenta que podía tratarse de madres pobres, que no podían higienizar a sus hijos ni a sí mismas ni nutrirse adecuadamente. Por el contrario, se las señalaba como madres irresponsables, castigadas con niños que tenían una enfermedad que ni siquiera figuraba en los textos médicos. Las curadoras podrían haber tenido mayor sensibilidad que los médicos hacia estos problemas de nutrición que, si bien parecían rutinarios y propios de un ámbito familiar, constituían un escollo fundamental a la hora de decidir entre la vida y la muerte infantil.

Fragmentos del artículo “Teresita y Ana: el empacho, los médicos y las curadoras entre los siglos XIX y XXI”, de la historiadora María Silvia Di Liscia, recopilado en el libro Sanadores, parteras, curanderos y médicas (Diego Armus director), que acaba de distribuir el Fondo de Cultura Económica.