Incorporarme a la redacción de Primera Plana fue un hito en mi vida. Esa revista que había fundado Jacobo Timerman instaló un formato similar al de L’Express en Francia y al de Time y Newsweek en los Estados Unidos, y fue mi lugar de pertenencia.

Los días eran muy movidos en la redacción de la calle Perú. Había infinidad de inauguraciones, cócteles y comidas. Yo terminaba exhausta porque, además de hacer acto de presencia en todos lados, tenía que ocuparme de la producción de las fotos. Solía llegar a la redacción poco antes del mediodía, me instalaba en mi escritorio compartido con Silvia Rudni y Vicky Walsh, que cubrían las secciones de Cultura y de Ciencia y Técnica, respectivamente, mientras yo hacía las páginas de “Extravagario”. Entonces todavía éramos casi el cupo de mujeres -poco después se sumó Aída Bortnik en el área de Cultura- en una redacción donde los varones eran mayoría. Las periodistas mujeres éramos un mundo aparte. Aunque sin discriminación alguna.

Además de estar unidas por una misma devoción por el oficio, eran memorables nuestras charlas chispeantes sobre amores posibles e imposibles, y el intercambio de secretos de alcoba y de flirts variados. A nuestra “isla” se sumaba la presencia sabia y pícara de Toni Hiller, alemana, madura, cultísima, que había sido profesora de alemán de Teresa y de Joaca Bortagaray. Toni era imprescindible en su labor de traductora. Era una sesentona audaz y sincera, capaz de atreverse a pedir a la cúpula de la revista (Ramiro de Casasbellas, Julián Delgado y Tomás Eloy Martínez) un franco fijo los lunes “porque tengo urgencias sexuales impostergables”, según decía. El pedido de Toni, por supuesto, se “viralizó” velozmente en la redacción de la revista.

En mis páginas de “Extravagario” reflejé la vida mundana que me habían propuesto, pero también publiqué notas especiales sobre moda y artes. El registro era amplio, abarcaba desde un perfil de Delia del Carril, “La Hormiga”, amiga de juventud de Victoria Ocampo, pintora refinada, y compañera de Neruda durante varias décadas, hasta una crónica sobre la estadía de Jacques Esterel en Buenos Aires, seguido de un análisis irónico de la moda masculina. Yo contaba con la complicidad de amigos como Marcial Berro y Kado Kostzer, que me traían información de los famosos y de los protagonistas del esnobismo reinante en la época.

Aunque no frecuentaba la noche de Buenos Aires, me encargaron que cubriera la reinauguración de Mau Mau luego de un incendio que la había destruido casi por completo a los pocos meses de su apertura. Mau Mau era el lugar ineludible de las celebridades frívolas, habituales de las páginas de la revista Gente. Estaba siempre sobrepoblado de mujeres rubias y bronceadas virtualmente desparramadas sobre los célebres sillones tapizados de cebra, entre mesas bajas saturadas de alcoholes varios. Las paredes ostentaban cabezas con trofeos de caza. No veía qué podía retratar en ese mundo de vanidades y personajes poco interesantes. De repente, descubrí a una rubia despampanante y provocativa, que bailaba en la pista y sacudía una melena suelta, sin rastros de peluquería. “Tomale una foto a ella, que es la más audaz”, le dije a Jaime González Cociña, el fotógrafo que me acompañaba. “¿No la conocés?”, me respondió Jaime, “hace el aviso de un jabón marca Cadum para televisión”. Era Susana Giménez.

Quizás aquella incursión en la frivolidad fue el disparador para que Juan Carlos Toer, a cargo de la publicidad de Primera Plana, me pidiera una larga nota cuyo propósito era captar anuncios de la grey cosmetológica para un nuevo suplemento, “Primera Dama”, enfocado en las lectoras. La nota se publicó en varias páginas a todo color, en papel ilustración, toda una novedad gráfica. El título: “Las ciencias ocultas de la belleza”. La hicimos con Silvia Rudni. Elegimos a Marucha Bo, quien todavía no era la actriz y musa descubierta por Alfredo Arias, creador del grupo tse en el Instituto Di Tella, y luego consagrada definitivamente en París. El texto, convinimos con Silvia, quería ironizar sobre el consumismo destinado a los cánones exigentes para el cuerpo femenino, mandatos ineludibles en los años sesenta. El leitmotiv era la necesidad imperiosa de lograr una “apariencia húmeda” mediante un arsenal de cremas que desde la publicidad recomendaban con eslóganes tentadores: “un toque lluvioso”, “un no sé qué de rocío”, “algo destellante”. Fue fácil ironizar sobre la materia y hacer referencias que, acaso previsiblemente, no convencieron a ninguna de las marcas convocadas. Tampoco a los fabricantes de pelucas de kanekalon, “que tienen la virtud de no enredarse”. Al final de la extensa nota develamos que Libertad Leblanc había necesitado una transfiguración urgente antes de empezar a filmar Psexoanálisis y que le habían recomendado para el personaje utilizar lentes de contacto color azul intenso, bautizados “Happening”, que le cubrieron algunos micrones más allá del iris. Toer creía que iba a haber avisadores, cosa que jamás sucedió, y el proyecto de “Primera Dama” terminó luego de dos o tres números.

COSTUMBRES ARGENTINAS

Yo me había convertido en lo que hoy llamarían influencer. Los y las lectores seguían fielmente mis indicaciones, hallazgos y cos- tumbres: ropa, personas, nombres, definición de tonos y colores de los géneros, azul eléctrico, verde agua, gris humo, gris antracita, gris perla y el llamado “tango”, que mezclaba el rosa con el naranja claro y era el color preferido que tratábamos de lograr, divertidas, con Silvina Ocampo, porque para ella debía tener una nota adicional de naranja. Descubría lugares y personas, pero también mi consigna era salir a la calle en busca de talentos desconocidos o en ciernes. Lo excelso sin jerarquías, lo raro, lo inédito. Un día publiqué un hallazgo insólito: una boutique en la calle Florida donde vendían rezagos del Ejército Argentino para acatar el look militar de la moda en ese momento en Europa y en los Estados Unidos. Hasta escribí que aquel lugar era muy pop, sin imaginar que causaría tanto alboroto entre un público no necesariamente frívolo. Rodolfo Walsh, lector de Primera Plana y de “Extravagario”, que le divertía, averiguó que el dueño de esa boutique era un mayor del ejército y por lo tanto estaba incurriendo en un delito importante: apoderarse de los símbolos indumentarios de la patria para su beneficio personal. Rodolfo hizo que me llamaran como testigo ante un juez en calidad de autora de la nota y conté la purísima verdad: si tenía que estar atenta a la moda que se usaba, no podía ignorar que en la calle Florida se conseguían rezagos militares -con estampados camuflaje, ropa de fajina, borceguíes- y uniformes baratísimos. Cuando salimos del juzgado, Rodolfo me llevó, muy entusiasmado y expectante, a tomar un café en la Jockey Club, que estaba cerca. Tiempo después me contó que había logrado que degradaran al dueño, responsable del fraude, y que el local había cerrado sus puertas.

Yo acompañaba los movimientos sociales sin pertenecer a ningún partido político. Era como un picaflor de la izquierda, aunque nunca estuve afiliada a ningún partido ni tuve militancia explícita. Hacía mi modesta pero firme contribución a las buenas causas a través de mis textos referidos a cualquier tema. Muchas veces hice contrabando ideológico, fuese de personajes, de lugares e incluso de modas, si las circunstancias eran adversas, es decir, si soplaba un viento reaccionario en la redacción de algún diario o revista.

UN LÍMITE

La única vez que tuve una discusión fuerte en Primera Plana fue cuando Tomás Eloy Martínez me pidió que me mofara de Arturo Illia y de su esposa, Silvia Martorell, una amable y discreta primera dama de la Nación, que no se vestía a la moda y era ajena a la vida intelectual- mundana. Yo había votado convencidísima a Illia en la embajada argentina en París, cuando era corresponsal de Atlántida. Tomás quería hacer una entrevista irónica con la mujer de Illia, y yo decidí que no la haría. No estaba de acuerdo con la nota ni con el tono. Tuve una reacción acorde con un feminismo en ciernes. Tomás insistió hasta que se dio cuenta de que yo hablaba en serio. “Hacé lo que quieras”, me dijo, y nunca más se habló del tema. Finalmente, la nota se publicó en un número de Primera Plana de 1965, con la foto de la primera dama en la tapa, sin que yo interviniera, de ningunísima manera. Fue una tapa con el consabido toque kitsch, que la mostraba cubriéndose el cuello con una bufanda, en alusión a un supuesto faux pas de la primera dama frente a la deslumbrante Farah Diba, que había llegado a Buenos Aires en visita oficial junto a su marido, el sha de Persia. “¿No tiene frío, doña Farah?”, le habría preguntado la primera dama a la escotada visitante iraní mientras compartían el palco presidencial durante una función de gala en el Teatro Colón, en pleno invierno. Esa caricatura bastó para sentar las bases de un golpismo de salón.

Los sesenta eran años de contracultura, de protesta, de transgresión, de compromiso social, y la moda era para mí creatividad, imaginación y fantasía. Siempre prefería hablar de los creadores, y lo menos posible de los plagios y las copias. Para mí solo existía lo auténtico, ya fueran etiquetas consagradas o un vestido de papel creado por un artesano ignoto aspirante a pertenecer al Di Tella. Destacaba puntos de vista independientes de la moda oficial. Todo lo que no se sometiera a los vaivenes estéticos ni a los dictámenes del gusto convencional era sin duda apreciado en “Extravagario”.

LA CRONISTA DE MODA

Creo que con aquellas notas y con “Extravagario” descubrí o reinventé la crónica de modas. Hasta ese momento, en las redacciones de los diarios solo había algunas pocas cronistas a quienes se les pedía que fueran a los desfiles y contaran qué se usaba, sin entrar en detalles, aunque eran muy eficaces en la información hasta la última puntada. Por mi formación cultural, seguramente agregué datos y referencias de otras artes, y aprendí que escribir el epígrafe de una imagen podía transformarse en un subgénero literario.

Básicamente joven, con maneras irreverentes, en los años sesenta la moda perdió, por primera vez en el siglo xx, su carácter elitista y se convirtió en un fenómeno de masas que llegó inmediatamente a la Argentina. En lugar de inspirarse en la gran couture de las casas francesas, el mundo empezó a mirar las vidrieras de Carnaby Street en Londres. Allí nació el Swinging London, que mezclaba ropa vieja con nuevas propuestas en atuendos estrafalarios, casi teatrales.

Vestidos de colores desafiantes, como el fucsia y el amarillo chillón, combinados en faldas mini, con estampados futuristas, algunos florales, pero también la geometría y la estridencia plebeya del pop art. Los abrigos de falsa piel, los audaces anteojos oscuros, los tops de crochet, los zapatos puntiagudos y los jeans bell-bottom, siempre con botas a media pierna. El secreto de la expansión descomunal de ese novísimo estilo era que se vendía a precios accesibles a todas las clases sociales, porque era ropa confeccionada con materiales baratos, que inducían a la experimentación. Fue el momento propicio para que estallara el boom de las boutiques: tiendas chicas con poco personal joven e informadísimo del último grito de la moda en Londres. “¡La moda está loca, loca, loca!” era el grito unánime en Buenos Aires, que coreaban los titulares de todos los medios de comunicación. El icono indiscutido de aquella tendencia fue Mary Quant, la primera en tomar en cuenta el nuevo mercado joven y con espíritu vanguardista. En 1963 había lanzado el Ginger Group, una colección de ropa barata y llamativa, y luego produjo a gran escala sus minifaldas, que fueron cuestionadas por pocos. Solo llegaban opiniones categóricas de Coco Chanel: “Detesto la minifalda. Se pueden mostrar las nalgas, pero las rodillas jamás”.

Por su parte, André Courrèges se atribuyó en París la paternidad de la prenda más revolucionaria e ínfima de la década: “Yo fui el inventor de la minifalda, Mary Quant solamente la comercializó”. Courrèges triunfó no solo con sus minifaldas, sino con otras piezas de inspiración galáctica. Las minifaldas se combinaban con sus recordadas botas cortas de cuero blanco, inspiradas en los trajes de astronauta. Pantalones elastizados también blancos y minitapados con dibujos futuristas y geométricos que evocaban la carrera por la conquista del cosmos, en la que por entonces competían frenéticamente los Estados Unidos y la Unión Soviética. La prensa internacional opinaba sobre el auge de las minifaldas y analizaba el fenómeno de las piernas descubiertas: “Las minifaldas nos muestran solamente piernas de niñitas, sin muslos ni pantorrillas. La moda de hoy es para lolitas con brazos y piernas de niña”. Un éxito derivado de esa estética fueron los vestidos baby doll y su contrapartida, el estilo andrógino, en que el candor no excluía una fuerte dosis de sensualidad. Si bien no adherí al baby doll, instalé mi sensualidad de otro modo: sugerir sin mostrar.

DE GUSTOS Y PRINCIPIOS

En 1968 hice mi viaje inaugural a Nueva York, invitada por Magda Moyano. Desde ahí envié algunas crónicas para Primera Plana. La profusión de propuestas, de estilos, de variantes excéntricas era abrumadora. En medio de la convulsión política y social que vivía el país, surgían polémicas en el mundo de la moda, como la protesta de las mujeres que marcharon por la Séptima Avenida para repudiar un posible regreso a las polleras largas y acampanadas de la década anterior. Aborrecían la sola idea de regresar a la tiranía de corpiños, de fajas, de portaligas apretados. No era injustificada tanta alarma: desde que la sucesora de Twiggy, la escuálida modelo Penelope Tree, había adoptado la midifalda -bautizándola calfka, por calf: pantorrilla- para seguir el estilo de Londres y París, Nueva York se vio amenazada por un alargarmiento de polleras que pretendía, según las defensoras de la brevedad, “cubrir la parte más suave y sexy de la pierna, exponer tan solo el duro borde de los huesos de la tibia y del tobillo”. Decían que dejaba el pie prácticamente aislado, sin el suficiente largo de piernas para equilibrar las proporciones. Por las calles de Nueva York, sin embargo, las tres longitudes (mini, midi, maxi) paseaban sin tropezarse nunca. La conjunción minimidi -falda a medio muslo, tapado a lo Zhivago, con piel en las mangas y en el ruedo- había sido impuesta por Cher. Ya habían pasado los tiempos en que regía Jackie Kennedy, cuando los modistos se limitaban a reproducir su vestuario. Eclipsado el Givenchy look, tendencias menos confortables aprovechaban las dimensiones de Nueva York para sembrar el caos.

Ya ni en los pisos que las grandes tiendas reservaban a la haute couture francesa se oía resonar el último grito de la moda. Ni Car- din ni Courrèges lograban enfervorizar a la juventus, tentada, al igual que en Buenos Aires, por la moda hippie del East Village o la ultrasofisticación de quienes reflotaban olas de los años treinta. Era evidente que París ya no seducía a la Gran Manzana. En el Village, corazón de la contracultura neoyorquina, dominaba una nostálgica recuperación de viejos vestidos, propuesta a los hippies por el frío y los pocos dólares. Había galpones repletos con los rezagos de remotos films hechos en Hollywood que competían abiertamente con ropavejeros de nuevo cuño. El más famoso, Ridge, anunciaba a precios irrisorios tapados de piel que habían abrigado, por ejemplo, a Marlene Dietrich, Kay Francis, Joan Crawford, ya que no había nacido todavía el fetiche de las celebridades. Me fascinaba ver a recios hippies paseándose con jean acampanado, camisa hindú y tapado de piel de señorona norteamericana (el ruedo hasta la pantorrilla), que aún conservaban sus botones originales de baquelita y piedras. Era el acceso al delirio: a partir de esas hombreras cuadradas de 1940, se sucedían capitas de piel de mono, cuellos de zorro apolillados, anillos hindúes, carteras marroquíes y colgantes africanos.

Entonces descubrí que para entender si Nueva York tenía una moda, la incoherencia y la espontaneidad eran los únicos criterios que permitían medirla.

Desde luego, algo de ese fenómeno se reproducía, en pequeña escala, en la Galería del Este. Pero no resultaba tan abrumador ni tan caótico. No había esa desmesura que saturaba rápidamente la mirada. Por más desaforados que fuesen los diseños, existía cierto rigor compositivo, cierta veneración por las proporciones, por la artesanía noble y la terminación esmerada. En la galería había creadores talentosos, que cultivaban el concepto de “antimoda”, pero que asimilaban creativamente movimientos retro, kitsch y camp impulsados por Yves Saint Laurent desde París. Uno de ellos era Juan Gatti, con sus gargantillas y chokers de cuero, magistralmente pintados con colores psicodélicos. Conocí a Juan cuando trabajó con Tiky García Estévez en la revista Claudia. Flaquísimo, con el pelo largo, vivía en Mar del Plata y empezaba a ser artista pop.

Por aquellos años, Juan vivió un episodio inesperado, de tono pesadillesco. La llamada Revolución Argentina había derrocado a Arturo Illia en junio de 1966 y en el horizonte asomaban nubarro- nes represivos y depresivos. El gobierno del general Onganía había empezado a ordenar redadas policiales diversas. Juan vivía entonces en San Telmo, en un departamento con vista al Convento de Santo Domingo. Un 9 de julio se puso a pintar en su dormitorio en shorts y torso desnudo mientras se desarrollaba un homenaje militar frente al mausoleo de Juan Manuel Belgrano, en el atrio de la iglesia. La ventana abierta estaba a la misma altura del mausoleo, y por aquella desnudez parcial lo acusaron de “deshonrar los símbolos patrios nacionales” y pasó tres meses preso en el pabellón 46 de la cárcel de Villa Devoto. Entre rejas me mandó una carta escrita con lápiz en un papel fortuito, llena de humor ácido y festivo, junto a una letra de cumbia que ilustró con el maravilloso dibujo de una pin-up debajo de un cartel de Seven-Up. Juan se sumó a la grey de artistas del Di Tella cuando el instituto ya estaba por cerrar sus puertas a finales de los años sesenta. Nos hicimos amigos inseparables para siempre y compartimos una vida gozosa en todo momento y ante cualquier estímulo. Para él, yo era “Misia Sert del subdesarrollo”, y a mí me divertía, y sigue divirtiéndome, nuestra complicidad perpetua.

 

La nueva actitud de los y las habitantes de “la Manzana Loca” era una forma muy sofisticada de resistencia. Por primera vez la militancia política, el buen vivir y el buen vestir no eran incompatibles. Solo allí fue posible esa coexistencia pacífica de gustos y de principios contradictorios. En otros puntos de la ciudad, como el bar La Paz, en la avenida Corrientes, era común la disidencia resuelta en términos menos amables. En la Galería del Este, en cambio, era usual vestir y oler bien, aun antes de concurrir a una marcha para luego volver a discutir ideas en el bar de la galería o asistir a una presentación en la librería La Ciudad.