La lengua de las mariposas no es mi película favorita. O, en todo caso, es una entre tantas.

La particularidad de mi elección radica en el valor que tiene este relato en la historia de mi familia. En este film, queda perfectamente retratada la sociedad española de 1936. Se nos presentan personajes que representan a diferentes colectivos existentes en aquel entonces, como el cura fascista del pueblo, el comerciante medio burgués, y el protagonista: un maestro republicano que rebosa amor por el conocimiento, por la naturaleza, y por enseñar.

Es cierto que al leer el argumento uno podría pensar: “Oh, no, una película española de la guerra civil con un niño, qué golpe bajo…” Pero no. La lupa está puesta en las relaciones entre las personas, en la potencia de los lazos. En este caso, en este “temible” maestro de pueblo que entabla una sincera amistad con uno de sus alumnos más jóvenes, Moncho.

El director, José Luis Cuerda, acentúa el sufrimiento que supone toda guerra civil desde el punto de vista de este niño. La historia sucede en un pueblo rural de Galicia. Allí, este maestro Don Gregorio, transmite sus conocimientos a sus estudiantes a través de la observación, la experiencia y el respeto.

Yo tendría unos 11 años cuando mi madre, Silvia, me llevó a ver la película. Recuerdo que a ella le entusiasmaba que la viera. Se trataba de nuestra historia familiar, de la historia de España, y también del interés de mi madre en inculcarme el amor por el buen cine. También fue mi profesora de historia de la secundaria, Beatriz Castillejo, quien me enseñó a buscar la belleza en el arte. Y casualmente, con Beatriz, nos convertimos en grandes amigos, como lo hicieron Don Gregorio y Moncho en La lengua de las mariposas. Pero con mejor suerte, ya que Beatriz y yo nos seguimos viendo hasta el día de hoy.

Mi abuela Nieves era asturiana. A sus 6 años se desató la Guerra Civil Española. Pienso en Nieves niña, huyendo de su casa y de las bombas, corriendo hacia la montaña para esconderse y refugiarse. Pienso en Nieves niña pasando hambre, frío, con la incertidumbre de no saber si su casa seguiría en pie o no al regresar. Ese era el juego de su infancia. Y también era el juego, que cuando los oficiales falangistas tocaban la puerta de la casa, mi abuela no debía mirar jamás hacia el techo. Porque allí, mi bisabuela Oliva, la madre de Nieves, escondía a los republicanos que eran perseguidos por el franquismo.

Voy a spoilear el final de la película, lo siento.

Al maestro y a otros republicanos más, los suben a un camión y se los llevan.

Ya habíamos visto cómo, la noche previa, los padres de Moncho habían quemado todos los documentos que los identificaban como republicanos y todos los libros afines al marxismo, con el objetivo de sobrevivir. Y lo logran.

Vuelvo a la imagen final, con el maestro subiendo al camión, y Moncho y su familia mirando esta escena. El maestro los mira con ternura. Ellos lo miran con angustia, con impotencia. Y previo a que el camión se marche, todo el pueblo allí presente empieza a gritarles y a tirarles cosas a los prisioneros republicanos. Los padres de Moncho se suman a esos insultos para disimular su verdadera identidad. Moncho imita a sus padres y se suma al griterío.

Y una vez que el camión arranca, lo corre, desesperado, sin dejar jamás de insultar a su maestro, a su amigo, entre gritos y lágrimas de impotencia, de tristeza, de dolor.

El niño sabe que nunca más verá a su querido amigo, a su mentor. Sabe que ese lazo está llegando a su fin, que esa potencia se empieza a diluir entre un montón de decisiones absurdas que los exceden a ambos, y a tantos.

Mientras miraba esta película a mis 11 años, y lloraba a mares, lloraba porque podía dimensionar una de las maravillas más grandes de la vida, sino la más, que es la de generar lazos, la de alimentar la curiosidad por el intercambio con la otredad. Vivimos en un mundo que suele ver como enemigo al otro, como amenaza, y entonces somete a ese otro, lo esclaviza, lo coloniza, lo evangeliza, lo avasalla, lo subyuga, lo invade, lo tortura, lo asesina. Y tanto mi madre Silvia, mi abuela Nieves, mi bisabuela Oliva (a quien no llegué a conocer), mi abuela Teresa, mi tía Cachi, mi maestra y amiga Beatriz, mi terapeuta Tomasa, todas ellas mis grandes referentes, me han enseñado que lo único realmente relevante es tender puentes, crear redes, ser curioso, admirar al otro, buscar la amistad, la belleza, el amor como cosa colectiva y ya.

Mi bisabuela Oliva era costurera, cuando no era empleada doméstica, y trocaba ropa por comida. Era cabeza de familia. Su marido la había abandonado a ella y a la pequeña Nieves, y se había ido para Argentina.

Un día, unos familiares de mi bisabuela, decidieron subir a Nieves a un barco que zarparía hacia Rusia, con la intención de salvarla de la Guerra Civil Española. Cuando Oliva se enteró de esto, corrió desesperada hacia el puerto, y segundos antes de que el barco zarpara, logró divisar a mi abuela Nieves, la bajó del barco, y yo puedo contar esta historia.

Mi bisabuelo, de quién no recuerdo su nombre ni me importa, se casó con una cordobesa bastante más joven que él, tuvo tres hijas, pero su esposa murió repentinamente.

Y en paralelo, Oliva decidió venirse para la Argentina en busca del viudo, pero sin saber nada de su situación. Vino hacia él vaya uno a saber por qué.

Nieves ya era una adolescente, la guerra ya había terminado, ella ya tenía a sus amigas, su escuela, su novio, y fue desterrada de su Asturias natal, por su propia madre.

El viaje en barco duró un mes y medio. Cuando llegaron a Buenos Aires, se tomaron un tren hasta Córdoba. Y allí se encontraron con este escenario: un señor viudo, alcohólico, desempleado, a cargo de tres niñas muy chiquitas y desprotegidas. Oliva se puso los guantes y el overol, y se hizo cargo de toda la nueva familia. Nunca más volvieron a España.

Nieves vivió 87 años. Fue una ama de casa, administradora del dinero que mi abuelo Norberto ganaba en el almacén. Le encantaba ir al club todos los domingos, era sencilla, austera, muy generosa, terca, dura, dulce. Le encantaba mirar bonanza, escuchar a Nino Bravo, hablaba en voz baja consigo misma, no hablaba mucho en las reuniones, sus ojos color miel lo decían todo. No era del todo franquista, pero seguro que no era republicana. Creo que le dolió más el destierro que la guerra. Pero qué importa. Fue una luchadora, una sobreviviente. Como mi bisabuela Oliva, como mi abuela Teresa, como mi madre Silvia, como mi tía Cachi, como mi maestra y amiga Beatriz, como mi terapeuta Tomasa, como mi amiga Barbi, como mi compañera Victoria, y como tantas mujeres más.

Todas mis referentes, todas esas guerreras, nunca perdieron la esperanza. Ni la risa. Como Don Gregorio, que no fue en otro lugar sino en la Naturaleza, donde le enseñó a Moncho los misterios de la vida, la belleza de este mundo, la lengua de las mariposas.

Guido Losantos es actor y se formó como director teatral en la Universidad Nacional de las Artes. Actuó en el circuito independiente, oficial y comercial, en obras dirigidas por Rafael Spregelburd, Matías Feldman y Bernardo Cappa entre otrxs. Actualmente actúa en Inferno, la nueva obra de Rafael Spregelburd que se estrena en el teatro Astros. Y dirige Gansos, su ópera prima como dramaturgo y director, que se puede ver los viernes a las 22, en Espacio Callejón, Humahuaca 3759.