Se dice que conviene tener un lugar a donde ir: el hogar en el sentido más amplio de la palabra; que puede ser una casa, una ciudad, una persona, afectos. Para mí, hasta hace poco ese hogar seguía siendo Florencio Varela, la casa de mi infancia, la casa donde vivía mi madre.

A pesar de que hace más de veinte años vivo en la ciudad de Buenos Aires, siempre me referencio en mi ciudad de origen; hasta tal punto que hay gente que cree que sigo viviendo allá. Tal vez yo misma lo seguía creyendo, hasta no hace mucho.

Aunque formé mi propia familia, por mucho tiempo no me hallaba cómoda en mi casa. Durante años volví desesperadamente a esa ciudad. Sentía cierta emoción al subir a la autopista y ver que el horizonte se ampliaba. Aunque cuando llegaba, después de estar un rato en casa de mi madre, quería irme, huir. Después de todo Varela es también el lugar del que me fui, seguramente buscando algo que no podía darme.

Siempre volvemos a la infancia, aun si no fuimos felices. Compartimos tal vez con algunos las costumbres, las maneras, las vergüenzas que eran cosa de todos los días, pero cada uno tendrá su propia versión de ese pedazo de tierra, de infancia, de corazón. No es lo mismo incluso para quienes compartimos padres. Nunca es el mismo lugar porque el tiempo hace de las suyas con él y con nosotros. Nos aferramos con desespero para no perdernos y reconocer que esto es así. Nos agarramos a recuerdos agradables porque hay una felicidad que nace del recuerdo de la infancia que nos hace querer volver siempre. Pero también para opacar los otros recuerdos no tan felices. Porque ese pasado nos hizo lo que somos y tal vez queramos cuidarnos a nosotros mismos.

Hay algo fijo en el lugar de origen que podemos pensar más claramente en contraposición a lo que en antropología se llama no-lugar --un espacio de pasaje, de tránsito, intercambiable, donde somos anónimos--. Genera una atracción que nos devuelve fatalmente siempre hacia allí, donde parte de nuestra identidad reposa. Si fuera una foto, la foto de nuestra vida, sería el punctum. A decir de Roland Barthes: el punctum es aquello que llama la atención en una imagen, un detalle absolutamente particular y subjetivo que punza, que atrae y que también puede lastimar. Volvemos al espacio de la infancia una y otra vez, como si nos resistiéramos a reconocer que somos tiempo, que el cuerpo envejece, que ya no somos lo que fuimos ni lo volveremos a ser.

No se trata de romantizar el pasado. Ese lugar también es generador de grandes contradicciones. Cuando quienes nos vamos alcanzamos más formación que nuestros padres, o simplemente nos insertamos en otra cultura, eso puede significar un obstáculo en nuestro propio crecimiento. “Superar” a los padres o elegir otra vida a veces es causa de autoboicoteos. Algunos autores pensaron mucho en estos viajes que producen “distancia de clase”, como dice Annie Ernaux en El lugar, libro que escribe luego de la muerte de su padre. Muerte que la hace volver a ese pueblo que había dejado para estudiar, y que le permite pensar en los conflictos instalados por la distancia entre ella desde que “pertenecía” a la culta y educada burguesía urbana, y el ambiente campesino del que venía.

Didier Eribon cuenta en Regreso a Reims que se había ido de su casa a los veinte años empujado por la homofobia y xenofobia de su padre y no pudo volver hasta que éste fue internado en un asilo por su Alzheimer y luego murió. Aunque Eribon había tomado la decisión de irse, al volver se dio cuenta de todo lo que había sufrido con esa distancia.

El regreso fue el proceso de encontrar esa “comarca de mí mismo”, como dice, de la que había buscado evadirse: “Un espacio social del que me había distanciado, un espacio mental contra el cual me había construido, pero que no por eso constituía una parte menos esencial de mi ser”. El regreso fue ir a ver a su madre.

La comarca de mí misma también seguía siendo mi madre, seguía teniendo con ella un lazo fuerte a pesar de toda la vida transcurrida. “El regreso al medio del que uno viene --y del que uno salió, en todos los sentidos del término-- siempre es un regreso sobre sí mismo y un regreso a sí mismo, un reencuentro con uno mismo que se ha conservado tanto como se lo ha negado”, dice Eribon.

¿Qué pasa con quienes nunca hemos logrado irnos del todo? ¿con quienes permanecemos en el “placard social”, como dirá Eribon porque convivimos al mismo tiempo en dos lugares bien distintos social y culturalmente y no nos decidimos a asentarnos en la vida que hemos creado fuera de la familia de origen? Dice Ernaux que la sensación es de “amor dividido”. Salir de ese lugar da la impresión de lanzarse al vacío, de estar en esos sueños donde te paseas desnuda en la escuela o en la calle. Siempre con temor, con la sensación de la traición a ese sitio del que venimos.

No es casual que Didier y Ernaux hayan hecho este viaje una vez muertos sus padres. Ahora que mi madre murió, cuando vuelvo a ver su casa de vez en cuando, la siento incrustada dentro de mí, la espío desde el auto; veo todavía algo que creo conocer, hasta que noto algo en el jardín, es demasiado pulcro para ser el de ella: ahora hay otras vidas allí.

Hay un reconocimiento del pasado y también empieza a haber extrañeza en esa vuelta. Hace unas semanas fui a Florencio Varela y, por primera vez, me perdí. Rivadavia y 25 de Mayo, me dijeron, y yo no pude recordar dónde quedaba eso. Mientras deambulaba por esas calles de empedrado silencioso tuve que preguntar a un vecino, andar dudosa y desorientada, y me sentí extranjera. Extranjera en mi casa. Lo más extraño es que cuando por fin llegué, me di cuenta de que era a la vuelta de la casa donde viví hasta los veintitantos.

 

Tomé conciencia recién entonces --y por eso puedo escribirlo hoy--, que la ciudad que yo conocía ya no era, ya no es; que el lugar al que se vuelve nunca es el mismo; que el lugar al que quisiera volver ya no existe o, dicho de otra forma, desde que murió mi madre, ya no hay donde volver. O, por lo menos, no es más ahí.