Removió la bombilla antes de cebar.

- Pensalo, Tano, por ahí puede que nos sirva más adelante.

- No, compadre, hace rato que tiene reservado el turno en la peluquería el ruchi ese.

Un Fiat Duna blanco se acercaba quemando aceite a la barranca.

- Guardá el mate. Vienen dos.

El auto frenó a unos metros de la Nissan amarilla en la que esperaban los hombres. Del lado del acompañante descendió un agente de policía que cargaba con dificultad un bolso negro; el bulto parecía pesado.

- Campaneale la cara de pancho. Toda la vida fue un peluche y de golpe asoma re Drupi hasta en la sopa. Le salió lo pillo de golpe al pendejo este. El otro quién será.

El uniformado se acercó sonriendo y los dos hombres de civil salieron de la camioneta.

- Qué hacés, Tano.

- Quién es aquel.

El agente volteó para mirar, como si estuviera enterándose ahora de que había alguien más que ellos tres.

- ¿Eh? Ah, el Angelito.

- Decile que baje. Me pone nervioso ahí, en la oscuridad.

- Ángel, bajá, vení.

El otro salió del auto; era morocho y morrudo, con los ojos achinados; arañaba con trampa el metro cincuenta. Avanzó con el pulgar derecho enganchado al presillo del cinturón, la mano cerca del arma reglamentaria. Sacaba pecho y caminaba erguido, con la cabeza levemente echada hacia atrás; pero la pose, tantas veces ensayada frente al espejo, más que respeto, provocaba gracia.

- ¡El avión, el avión! - lo codeó el compadre al Tano.

Ángel lo escuchó, pero se mantuvo impávido. No tenía ni idea qué quería decir con eso del avión.

- ¿Vinieron descalzos, Tano?

- Los handies, nomás.

Los dos hombres se levantaron las camisas para mostrar que no llevaban armas encima.

- No, está bien, yo preguntaba nomás.

El agente apoyó el bolso en el suelo y lo abrió. Los hombres silbaron admirados.

- Todavía no me explico cómo carajo te dejan a cargo de todo esto, a vos, que ni emplumaste los huevos todavía.

- Elevá queja a la Jefatura.

El Tano sonrió. Abrió la camioneta, sacó un ladrillo compacto de billetes y lo puso sobre el capot.

Ángel se abalanzó sobre la plata; rompió la bolsa y empezó a contar.

- ¿Nos desconfía el gallito este? - saltó el compadre. - ¿Desde cuándo los transas se ponen a contar? Miran el toco y listo. ¿No ves tele, vos? Eh, Tattoo, a vos te hablo.

El agente lo ignoró. Se mojó el índice con saliva y siguió pasando los billetes; contaba con la velocidad de un cajero de banco. Por un largo rato sólo se oyó el flap flap flap de los billetes. El compadre sacó un tubito dorado del bolsillo, se lo llevó a la nariz y aspiró profundo.

- ¡Ah! ¿Querés un poco?

- No, te agradezco.

Flap flap flap flap.

- En mis tiempos pedían una altura para entrar - dijo, señalando con la cabeza al que contaba.

- Lo habilitó un pariente.

Flap flap flap flap.

- ¿Cómo anda tu vieja? - preguntó el Tano.

- Hincha bolas, como siempre. ¿Tenés un pucho?

- No fumo más.

Flap flap flap flap.

- Y decime, pibe, ¿de éstas también tiene el Pollo?

- ¿Eh? ¿Qué Pollo?

- Faltan veinte - interrumpió Ángel.

El Tano lo miró fiero.

- ¿Cómo decís?

- Faltan veinte lucas.

- ¿Vos me estás diciendo que te quiero cagar?

- Le estoy diciendo que faltan veinte lucas, nomás – le repitió Ángel, poniéndose rojo de furia porque no se atrevió a tutearlo.

El Tano aflojó el ceño y sonrió.

- Ni vale la pena enojarse con vos, petiso.

- Cuento de nuevo, Tano.

- No, dejá, pibe, dejá; no nos vamos más si no. Si acá tu amigo dice que faltan veinte, no hay problema, se las damos. Yo no me llamo veinte lucas. ¿Sabés cómo me llamo yo?

Los uniformados se miraron.

- ¿Sabés quién soy yo, pibe? - repitió, un decibel más alto.

- El Tano.

- Exacto. Yo soy el Tano y no me llamo veinte lucas.

Metió la mano en el bolsillo, sacó un fajo, separó un montoncito a ojo y lo tiró sobre el capot.

Ángel lo contó.

- Dieciocho.

- Pero, la gran puta - sacó dos billetes más y los arrojó sobre los otros.

***

La Nissan amarilla se alejó por el camino de tierra que conectaba con la ruta a unos dos kilómetros de ahí. Los policías miraban como hipnotizados la estela de polvo que iba quedando atrás, contenida por los yuyales.

Al rato, Ángel empezó dividir la plata.

-Dejá eso, ahora. Y tranquilizate, boludo, te tiemblan las manos.

-Vamos, manejá vos.

Salieron lento. El sol brillaba pleno ya y rebotaba en el espejo retrovisor.

-Qué te pasa, boludo. Estás más blanco que un fantasma.

-Saben lo del Pollo.

-Qué van a saber, la tiró de farol.

-¿Qué farol? Le mancó 15 kilos, el Pollo. Van a aplicar mafia. Va a haber guerra.

-¿Y? Me chupa un huevo, que se maten entre ellos.

-Despertate, boludo. Ni discutió veinte lucas. Nosotros también somos ellos.

De pronto el auto se hundió como si hubiera agarrado un badén; perdió estabilidad y se fue de trompa al zanjón que bordeaba el camino. Ángel alcanzó a meter la mano en el tablero para frenar el impacto inercial, pero el otro dio de lleno con la frente en el volante.

-¡Concha de su madre!

Bajaron para ver qué había pasado. Las dos ruedas delanteras estaban en llanta. Ángel desprendió una punta metálica de una de las cubiertas.

-Miguelitos – alcanzó a decir antes de que se desatara la lluvia de balas.

La ráfaga cruzada duró menos de cinco segundos, pero sobró para reventar el Duna y a los uniformados. Los jóvenes quedaron tendidos sobre la huella de tierra reseca que ahora se embarraba rápidamente con sangre.

El Tano asomó de los yuyales con un FAL al hombro; enseguida apareció el otro, con una AK todavía ardiente entre las manos. Sopló norte y el viento empujó los billetes que abultaban la campera de Angelito; se escapaban por el camino, rodaban, se enganchaban en la maleza.

-Tira lindo la rusita, ¿eh? Mirá éste, quedó más agujereado que Sonny Corleone.

-De dónde lo conozco yo al enano éste - se preguntó el Tano, acercándose al otro cuerpo.

Le sacó la billetera del bolsillo, buscó el DNI y leyó: Ángel Luis Batilana, 17 de abril de 2001, Rosario, Santa Fe.

-¡Batilana! - con un pie hizo girar el cuerpo para acomodarlo boca arriba; volaron más billetes -. Tu viejo me conocía bien. Él sabía quién era el Tano ahí en la canchita.

-Dejalo a Ricky Maravilla y corré la guita que se vuela. Yo lo voy acomodando a Buraquito, mientras.

El Tano tiró el documento adentro del auto y se metió en el pastizal persiguiendo los billetes. Reapareció al rato con varios de mil en las manos y los brazos arañados por la maleza.

-Cómo pinchan estas vergas, la puta madre.

Se quedó mirando el cadáver de Ángel. Era igual al viejo.

-No había nada con vos, petiso. Te tocó de rebote, nomás.

-Qué le hablás al fiambre, boludo, - le soltó el compadre, que ya había acomodado al otro en el interior del Duna.

Se acercó donde estaba el Tano, se bajó el cierre de la bragueta y empezó a mearle la cara al muerto.

-Qué hacés, animal.

- ¡Qué! ¡Nos bajamos un termo y medio esperando a estos dos boludos! -Sacudió y guardó. - Dale, ayudame.

-Ni en pedo, está todo meado. Voy avisando, yo.

El compadre bufó, recuperó el resto de la plata y arrastró solo al petiso hasta el auto.

-¡No te vayás a herniar, la puta que te parió!

-Central.

-Te copio.

Tiró el cuerpo en el asiento trasero.

-Tenemos un auto incendiándose con dos Natalia Natalia en el interior, aparentemente dos masculinos...

Destapó un bidón y empezó a rociar todo con nafta.

-Hay casquillos de grueso calibre en cercanías del vehículo, aparentemente un enfrentamiento.

El compadre se alejó un par de metros, se palpó los bolsillos del pantalón, de la camisa, de la campera. Giró brusco buscando al Tano:

-¿Trajiste fósforos, vos?