Hubo un momento tras el que Guillermo Vilas se convirtió, sin espacio para objeciones, en el mejor tenista del mundo. Aquel límite quedó enterrado la tarde del 11 de septiembre de 1977, exactos 45 años atrás, mientras el público invadía el estadio central del mítico West Side Tennis Club de Forest Hills, el viejo santuario del tenis de Estados Unidos, para levantarlo en andas.

El hombre que le había acercado el tenis a la gente en la Argentina, un país que lo mantenía como una actividad sólo reservada para la elite, acababa de transformarse en el número uno del mundo: el triunfo ante Jimmy Connors en la final del US Open, en la última de las 68 ediciones que se jugaron en Forest Hills, sobre green clay -una superficie apenas más rápida que el polvo de ladrillo convencional-, así lo acreditaba.

El Abierto de los Estados Unidos sería el corolario de una temporada que había iniciado en el mayor de los secretos, en pleno aislamiento. No fue en Virginia Beach, donde Vilas y su legendario entrenador rumano Ion Tiriac tenían su refugio táctico. Tampoco fue en Norfolk, en el Reino Unido, el sitio en el que todo el mundo creyó que ambos permanecieron durante aquellas semanas de marzo.

Tiriac, quien decidía cada acción del argentino, había arreglado, en negociaciones de perfil subterráneo, la innovadora planificación de una médica rumana llamada Ana Aslan, una gerontóloga famosa por haber descubierto la "pócima de la juventud" y por haber asesorado a personalidades como John Kennedy, Lyndon Johnson o el propio Juan Domingo Perón.

El coach rumano pensaba que Vilas debía rejuvenecer el físico, una herramienta esencial para apuntalar su estilo de juego. El misterioso vuelo partió de París y y aterrizó en Transilvania, el lugar en el que el tenista argentino encaró un visionario tratamiento con Gerovital -una infrecuente sustancia para demorar el envejecimiento- que complementaba a la perfección con los exigentes entrenamientos en la montaña y la oxigenación con glóbulos rojos, para después finalizar, ahora sí, en el búnker de Virginia Beach con vistas a una durísima temporada. Ya estaba preparado para la guerra.

Aquella puesta a punto lo empujó a ganar su primer título de Grand Slam, nada menos que en Roland Garros, el torneo más importante sobre polvo de ladrillo, la superficie en la que se había formado tras infinitas horas de aprendizaje y entrenamiento en las canchas del Club Náutico Mar del Plata. Y lo empujó, también, a convertirse en el mejor tenista del planeta después de ganar Forest Hills.

El Poeta, como lo llamaba el rumano Ilie Nastase por su afición a la lectura, la poesía y la escritura, había arrasado camino a la final. No había perdido un solo set. En ese momento ya era un fenómeno popular y la gente lo amaba, al punto de arrojar objetos de todo tipo desde las tribunas del estadio principal cuando el umpire intentó modificar el horario de las semifinales ante el local Harold Solomon. "Queremos a Vilas", gritaban las impacientes doce mil personas. Y él no las defraudó: también sacó a Solomon sin ceder un parcial.

El domingo 11 de septiembre amaneció temprano. Era el día de la gran final ante Connors. Despertó en su habitación del Westchester Hotel, en Harrington, a unos cuarenta y cinco minutos de Forest Hills, alejado de la fiebre neoyorquina. Corrió un rato al aire libre y luego almorzó carne, legumbres, jugo de naranja y ensalada. Por la tarde, según la crónica de El Gráfico, se subió al Chevrolet Nova de color gris, alquilado y manejado por el propio Tiriac -impensado por estos tiempos-, antes de que el masajista oficial Bill Norris comenzara a reactivar sus músculos. Después, al lado del gran estadio, entrenó la táctica con su coach: el slice bajo para impedir los golpes planos de Connors.

Después del primer set, en el que no usó el golpe clave, Vilas encontró la incomodidad de su rival y lo sacó de quicio en su propia casa. El estadounidense incluso llegó a esbozar que el partido era una "guerra" y hasta desafió al público, cuya inclinación estaba del lado del argentino. El epílogo quedó cubierto con el tinte necesario para transformar aquel partido en un suceso antológico: Connors impactó un approach paralelo que se fue apenas ancho y que el juez de línea demoró en cantar. Vilas pegó el salto, dudó y, segundos después, recibió el fallo: ¡out! Triunfo 2-6, 6-3, 7-6 (7-4) y 6-0. Para el mundo de las raquetas Vilas ya era el mejor.

Una gran porción de los 12.644 espectadores invadió la cancha para pasear a Vilas por los aires, en una imagen inédita en la historia, mientras Connors discutía de manera fervorosa con un fotógrafo. El estadounidense todavía sostiene, pasadas más de cuatro décadas, que aquella pelota del match point fue buena. El argentino, según relata Luis Vinker en su nuevo libro, rememoró: “Nadie sabe que el director del torneo Bill Talbert le preguntó al juez por qué había tardado tanto y él reconoció haberse emocionado frente a semejante estadio". Pero Jimbo aún pelea con aquel recuerdo: “Para mí ese partido no terminó; se sigue jugando”.

Más allá del título y del cheque, cuyo valor del momento fue de 33 mil dólares, la certeza tras la conquista resultó unánime: Vilas era el número uno del mundo. "Ya llegué donde quería. Soy el número uno del mundo aunque, como no soy ni sueco ni europeo ni americano, va a haber muchos que digan que no y que van a molestar. Pero cuando gane el Grand Prix (NdR: el circuito anual que ya había ganado en 1974 y 1975 y que, en efecto, ganaría a finales de 1977) ya no van a tener qué argumentar. Por más que no quieran un sudamericano será el mejor. Termina la etapa más importante de mi vida. El triunfo de Forest Hills se lo doy a mi país, a esa Argentina que no puedo disfrutar por tratar de conseguir esto", reflexionó, emocionado.

Los medios reflejaron, sin titubear, que el número uno ya tenía un nuevo dueño, por más que el ranking de la ATP no lo reflejara. El Gráfico tituló: "Guillermo Vilas, desde hoy el número uno". El diario La Capital de Mar del Plata, la ciudad que lo vio forjar la leyenda, disparó: "Se impuso Vilas y es el número uno". El propio Vilas, por supuesto, lo tenía más claro que nadie: "Estoy en el lugar que siempre soñé. Aunque no lo logré yo solo. Soy el deseo de mucha gente que puso su grano de arena para que fuera lo que soy. A ellos se los debo. Sin amigos, sin gente que sufra y goce conmigo, yo no soy nada. A fin de año reuniré a todos mis amigos para decirles: 'Gracias por llevarme a ser el mejor jugador de tenis del mundo'".

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