Uno suele pensar que lo impenetrable es imposible, y tal vez en esa hipótesis, se licuan otras variables para la conquista de una experiencia profunda.

Se me ocurre pensar en dos piezas de cine que transcurren en un tren, ambas están unidas por el sonido de vías y lo que podríamos llamar "orbita ferroviaria con sorpresa”.

“Tren Bala”, por ejemplo, es una obra veloz, estrenada recientemente, con estética de edición cinematográfica moderna. El guion muestra al emblemático ferrocarril japonés de alta velocidad en su recorrido desde Tokio a Morioka. Allí se cuenta la historia de cinco criminales que se encuentran misteriosamente en una misión con objetivos similares pero opuestos a la vez, desde un enfoque cítrico respecto a la violencia extrema. De allí rescato a Limón y Mandarina, lo más romántico de la época sin espíritu que nos contiene.

El análisis de la violencia contemporánea, ya instalada en el corazón humano, puede llevarnos al absurdo de conmovernos tiernamente con los personajes que interpretan ser los máximos criminales.

Dirigida por el estadounidense David Leitch, que cuenta en su haber con “Deadpool 2” y “Rapido y furioso” entre otras, pone en Ladybug, personaje protagonizado por Brad Pitt, una misión que incluye histrionismo, suspenso, adrenalina y abundante estimulación visual.

Desde el rubro de la comedia de acción, el objetivo es robar un maletín, tarea que también convoca a otros ladrones que se encontraban allí, situación que convierte a cada uno de ellos en rivales y enemigos entre sí. Un humor ácido sobre la violencia puede hacer que la duración, de poco más de dos horas, sea parecido a un viaje de Tokio a una provincia japonesa.

En los años ochenta, cuando la Coupe Taunus hacia furor en la Avenida Provincias Unidas de San Justo, se instalaba un escenario lejano para la Argentina, en la clásica y eterna “Expreso de medianoche”, película estadounidense del año 1978.

Allí a diferencia de “Tren bala”, la sensación es viajar en la oscuridad de una violencia etérea durante toda la trama. Es un drama dirigido por Alan Parker, el mismo que logró tomar el balcón de la casa rosada en los años 90, para que Madonna cante “No llores por mí, Argentina”. Y así, los argentinos que odian a Evita, llevaron el glamour de almacén en la valija e hicieron la cola en Brodway para ver la pieza teatral homónima y luego regodearse en el Central Park. Finalmente ir de shopping a Miami con el clásico tono del público, que siente orgullo en el desprecio por el territorio argentino y la simbología nacional y popular. Es infaltable, a la vuelta del viaje, tomarse el tiempo para el sacrificado trabajo de puentear el medidor de luz para pagar la mínima del consumo.

Volviendo al film con guion de Oliver Stone, donde una de sus principales locaciones también es el tren, que cada noche recorre las ciudades Turcas para unir Estambul con Edirne. El detalle de la escena es que en ese trayecto cruza una zona de Grecia, situación aprovechada por delincuentes que utilizan este medio de transporte para huir de manera clandestina y no ser detenidos.

El film cuenta las vivencias de Billy Hayes, un joven americano que fue privado de su libertad cuando lo descubrieron en el aeropuerto de Estambul traficando drogas. Fue condenado a 30 años de prisión, en una cárcel de Turquía. En sus intentos por recuperar la libertad vivió situaciones difíciles llegando a experimentar padecimientos mentales. Finalmente logra escapar refugiándose en Grecia para luego ser deportado a su país natal.

En las escenas de ambas películas, el sonido y los asientos del tren toman protagonismo como si fuera el alma de todo lo que tiene forma. Algo así como un guion que habla a través de la estética ferroviaria.