La tecnología, como producto cultural, ha transformado, transforma y transformará a la humanidad. Desde hace décadas –aunque en el presente cada vez adquiere más fuerza existe un movimiento intelectual y filosófico que postula el transhumanismo. ¿Qué implica? El reemplazo del homo sapiens por una versión mejorada: más inteligente, más fuerte, mejor adaptada y capaz de desarrollar habilidades renovadas. Gracias a la convergencia tecnológica, postulan sus voceros, será posible mejorar a la especie tanto física como emocionalmente y conducir al tan anhelado progreso global.

Bajo esta premisa, los transhumanistas son personas que aceptarían, eventualmente, integrar sus cuerpos de manera definitiva con las máquinas. En los hechos, ya está sucediendo: buena parte de la población occidental destina una parte considerable de su tiempo pegada a sus teléfonos celulares y a múltiples pantallas. Pero este colectivo va más allá: apuntan a crear cuerpos mecánicos, a traspasar el contenido de los cerebros a computadoras muy sofisticadas para conseguir la inmortalidad.

En este sentido, los conceptos tan arraigados de especie y evolución podrían dejar de tener sentido por completo. ¿Se podría seguir hablando de seres vivos? ¿De qué manera podría redefinirse el concepto de ser humano? ¿Qué sucedería si la gente comenzara a morir cuando lo dispusiera? ¿Cómo se reformularía la identidad? ¿Dónde quedaría la subjetividad? Lo que aún significa más: ¿dónde quedarían las creencias, las religiones y todos los remedios simbólicos que se emplean para afrontar el miedo a perecer?

La idea que sostienen es sencilla: el humano, a pesar de contar con todas las chances de construir un mundo mejor, profundiza la desigualdad, promueve la violencia y, con ella, el aniquilamiento de sus pares y el ambiente. Los transhumanistas proponen un cambio como necesario y  urgente. La biología y la tecnología confluyen para brindar respuestas, solo que las promesas pueden sonar un tanto utópicas. O distópicas, según como se lo mire. 

¿Y si la inmortalidad, finalmente, fuera posible?

El problema de las proyecciones de los transhumanistas es que envuelven problemas éticos de difícil solución. De hecho, ya bastante revuelo provoca reflexionar en torno a los trabajos del futuro y responder al interrogante de si las máquinas podrían reemplazar a los seres humanos en sus trabajos.

El transhumanismo plantea que, a partir de las tecnologías, sería posible detener el envejecimiento, el dolor y, en último término, la mortalidad. ¿Cómo? Desde su perspectiva, en un futuro cercano, gracias a las bondades de la ciencia y la tecnología (y de aportes sustantivos provenientes de la ingeniería genética, la nanotecnología y la biología sintética), sería factible conservar la esencia de cada individuo en una computadora y vivir para siempre en entornos virtuales.

A partir de aquí, el anhelo de la inmortalidad que la ciencia, la religión y el arte han intentado comprender, imaginar y representar, respectivamente, podría convertirse en una realidad. Desde las leyendas en torno al Santo Grial, el congelamiento moderno de Walt Disney (bajo la técnica de criogenización, que implica la preservación de los cuerpos a bajas temperaturas), pasando por la piedra filosofal de Harry Potter y Las intermitencias de la muerte de José Saramago, hasta aterrizar, sin escalas, en algunos capítulos emblemáticos de la serie Black Mirror.

En Las intermitencias de la muerte, el nobel portugués José Saramago se pregunta qué pasaría si un día cualquiera de cualquier año la gente dejase de morir. Si se interrumpiera, en efecto, el ciclo de la vida. Si la vida fuera eterna pero no solo para unos pocos sino para todos y todas. Para empezar, narra que la suspensión de la muerte por tiempo indeterminado causaría problemas económicos, políticos, religiosos y morales. Con una “huelga de muerte”, el autor describe –del mismo modo que ocurrió con la pandemia– el descalabro que se inicia con las autoridades sanitarias que, pronto, advierten cómo la infraestructura se ve desbordada. Si la muerte abandona su letalidad y se toma un descanso, los viejos –explica el autor– se convierten en un estorbo y la vejez eterna se ubica como el único destino de la humanidad. Pronto, es tal la incertidumbre que los personajes de Saramago claman a coro: “Si no volvemos a morir no tendremos futuro”. La moraleja es explícita: la muerte es necesaria, la muerte funciona.

En “Sociedad pantalla. Black Mirror y la tecnodependencia”, el filósofo Esteban Ierardo analiza cómo en un capítulo de Black Mirror (San Junípero) se aborda la inmortalidad digital, lograda a partir de la construcción tecnológica. “El hombre diseñado para nacer y morir, supera en la inmortalidad virtual la angustia ancestral por la muerte, pero dentro de un cielo que, por ser artificial, quizá solo ofrezca una pálida inmortalidad irreal”, señala el analista cultural.

Desde su punto de vista, el conflicto en torno a la muerte y la inmortalidad (el deseo de superar la muerte física) recorre la historia de la humanidad, desde los hombres de las cavernas hasta los cascos de realidad virtual. En el siglo XXI, el transhumanismo cree en un planeta en que las civilizaciones se liberen de las enfermedades y de la degeneración que provocan. La información mental alojada en el cerebro podría, piensan, migrar a un soporte informático para desarrollar nuevas subjetividades.

Desde aquí, el transhumanismo es un “movimiento que aspira a la reinvención del hombre, a la superación del cuerpo orgánico a través de un posthumano u hombre postorgánico”. Y continúa: “La idea directriz del movimiento es que el irrefrenable avance tecnológico provoca el rediseño de lo humano mediante el mejoramiento artificial de sus capacidades físicas e intelectuales. El hombre mejorado que en su primera fase multiplicará su tiempo de vida posible, aumentará su longevidad para, luego, beber el elixir de la vida inmortal”.

Bioética: más preguntas que respuestas

Con computadoras que cada vez se vuelven más inteligentes --con la capacidad de experimentar aprendizajes cada vez más complejos y no solo útiles para la automatización de tareas repetidas--, llegará un momento en que la humanidad podría pasar a ser artificial de manera definitiva. Así es como las ficciones futuristas, lejos de constituir meras imágenes ilusorias, constituyen una posibilidad. E, incluso, para muchos humanos, una chance deseable. La vieja discusión en torno a los Apocalípticos e Integrados de Umberto Eco parece reeditarse una vez más.

En 2045, según Ray Kurzweil, referente de Sillicon Valley y del transhumanismo, sucederá un proceso denominado “Singularidad tecnológica”: un punto de inflexión para la inteligencia artificial, en donde podría producirse de manera definitiva este salto tecnológico y las computadoras superarán en complejidad a las personas. A partir de aquí, si los humanos se integrasen de manera definitiva a las máquinas, sobrevendrían algunos interrogantes más. 

Por caso: ¿quiénes podrían y quiénes no acceder a esa condición posthumana? ¿La brecha tecnológica podría incrementar aún más la brecha económica? Los humanos que no se integren a las máquinas: ¿deberían obedecerlas? Si bien la intención es ir hacia un futuro mejor, ¿hay alguna certeza al respecto? En definitiva: ¿qué asegura que las máquinas que los humanos crean no se volverán contra los propios humanos? Las mismas preguntas de hace décadas que se realizan en un mundo cada vez más aterrador. 

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