El 21 de octubre se cumplen cuatro años de la partida del artista plástico Jesús Marcos (1938-2018). Aunque había nacido en Salamanca, era tan argentino como el mate cocido. Durante el pasado septiembre el Centro Salamanca de Buenos Aires lo homenajeó con la muestra “La cultura es un río interminable”. A los 15 años llega a la Argentina junto a su familia y se radica en Bahía Blanca. Allí estudia en la Escuela de Bellas Artes y gana su Primer Premio de Dibujo en el Salón Regional de esa ciudad. El presidente del jurado era Juan Carlos Castagnino, quien lo estimula a viajar a la Capital Federal. Jesús se anima y en los ‘60 está viviendo en los talleres de un conventillo del barrio de la Boca. Trabaja en el taller de Castagnino y éste lo recomienda a Berni, con quien colabora en los murales. Castagnino decide dejar de conducir su taller y lo llama a Marcos para que lo dirija. Marcos se hace cargo, y luego de unos años decide volar a México. Con una carta de recomendación del mismo Castagnino visita a Siqueiros. Ante la posibilidad de continuar volando o aceptar la invitación del mexicano para quedarse a trabajar en una serie de murales, Marcos decide mal y prefiere lo incierto, algo de lo que siempre se arrepintió. De todas maneras, trabajó con entusiasmo y por méritos propios expuso con buena repercusión en el Distrito Federal y en Guatemala. El poeta León Felipe adquiere uno de sus cuadros y hace amistad con él. El pintor se dedica a estudiar las culturas primitivas. Cuando sus alas se inquietan vuela a Nueva York. Es su período de creatividad desmesurada, mucho jipismo, mucho jazz, muchas manifestaciones por Vietnam. Todo ello conforma el rico material de sus collages de esa época. Nuevamente las alas se ponen exigentes y decide saltar a París para visitar a su primo-hermano Alejandro, también pintor con iguales sueños. Misma historia: mucho barullo en cuevas de jazz donde hace amistad con el clarinetista Claude Luter (que años después actuaría en el teatro Ópera de Buenos Aires). Y, por si el barullo fuera poco, surgen las revueltas del mayo del 68. Allí desarrolla magistralmente el grabado. Trabaja bien en Francia, pero al sentir que sus alas nuevamente le exigen partir, se detiene a pensar seriamente en un sitio propicio para desarrollar, de una buena vez, su potencial artístico, y concluye que Buenos Aires es su destino definitivo. Esta vez la elección es correcta, regresa en 1973.  

Jesús Marcos trabaja con intensidad y expone con éxito. Su pintura, prolija y diáfana, es concluyente para público y crítica. De él escribió Rafael Squirru: “Marcos es ya un artista instalado en su propio estilo, dueño de una solvencia no cuestionable respecto del empleo de los medios. Pinta al oleo, dibuja y graba con igual soltura. Su arte es generoso como su persona, no escatima esfuerzos para brindarnos todo lo que sabe, todo aquello de lo que es capaz. Su presencia en nuestro ambiente es una influencia benefactora… Raúl Santana expresó: “Marcos tiene un fuerte impulso hacia lo real; al extremo de que, en su pintura, las representaciones si bien parecen fragmentadas, esos fragmentos están elaborados pictóricamente —y dentro de las leyes del plano— con un grado de fidelidad a lo denotado, verdaderamente objetivo…”. Albino Diéguez Videla afirmó: “Jesús Marcos es un pintor admirable, más de una vez lo hemos manifestado así y hay que reiterarlo ahora con motivo de su nueva muestra. Esta es una de las más cumplidamente felices para caracterizar el siglo que termina, porque a través de figuras circenses este artista logra metáforas de enorme impacto, que más allá de él permiten un múltiple desarrollo metafórico. Como artista absoluto, a Jesús le interesaba el mundo de las ideas y dejó, además de su obra pictórica, numerosos textos con sus opiniones artísticas, y el libro “Itinerancias en torno al arte” (se publicó meses antes de fallecer) donde reunió sus memorias y reflexionó sobre el concepto que lo guió durante toda su vida: “el arte no es pintar cuadros sino pensar el mundo”. Fue director de muchas galerías de arte de primera línea y, entre otras cosas, gran amigo. En 1976 hizo la tapa de la primera edición de mi novela “El Duke”; su nombre no figuraba en portadillas porque no era un tiempo que permitiera ventilar nombres al descuido. Pero en la última edición de la novela sí está la tapa aquella con su nombre junto al prólogo que escribieron sus sobrinos Carlos y José María Marcos, directores de la editorial Muerde Muertos que publicó el libro. Y ya, breve y al punto, gracias por tu inequívoca amistad, querido Jesús Marcos.