Tal como testimonia el documental "The Celluloid Closet" (Epstein-Friedman, 1995), una de las maneras más recurrentes que tuvo el cine de Hollywood de retratar a los gays fue como psicópatas asesinos. A menudo, también fue estrategia política para negativizar y estigmatizar a un colectivo asociándolo al crimen y a la delincuencia. Uno se los pioneros en ese sentido fue el director Alfred Hitchcock quien, en “La soga” (1948) recreó el asesinato cometido en 1924 por la joven pareja de amantes, Nathan Leopold y Richard Loeb, contra un estudiante de catorce años. Un crimen tan brutal y gratuito que sirvió para robustecer el imaginario social de larga data y retroalimentar los discursos pseudocientíficos que consideraban a los gays como seres enfermos y peligrosos innatos. El mensaje implícito o más bien explicito era una alerta moralizante a la “buena sociedad”: si se quería supervivir o mantenerse sano lo mejor era mantenerse alejado de estas criaturas patológicas.

Por eso, cada vez que en la pantalla aparecen personajes que tienen la doble identidad de gays y asesinos -más aún si tienen como referentes a personas existentes- se enciende una mecha de alarma para las comunidades LGTBIQ. El pasado 21 de septiembre, Netflix lanzó Monstruo: la historia de Jeffrey Dahmer, una biopic de diez episodios basada en un asesino serial que pasó tristemente a la historia como “el carnicero de Milwaukee”. 

Entre 1978 y 1991 -casi coincidiendo con los años más trágicos de la epidemia del sida-, un hombre rubio de rostro a la vez angelical y demoníaco asesinó a diecisiete adolescentes y jóvenes a los que solía seducir en la calle o clubes nocturnos. El modus operandi habitual de Jeffrey consistía en ofrecer sus encantos o dinero a muchachos bellos y luego, ya en la intimidad, someterlos tras echarle drogas en sus bebidas. Una de las fantasías más recurrentes de Dahmers era convertir a sus objetos de deseo en zombis sin voluntad y con ese fin les perforaba el cráneo con sustancias opiáceas o agua. 

Cuando se percató de que esa metodología no funcionaba y solo producía la muerte de sus víctimas, simplemente los estrangulaba y acto seguido los mutilaba para deshacerse de los restos o para compartir con los cadáveres un tétrico lecho nupcial. Como en una versión espeluznante de “Una rosa para Emily” -aquel relato corto de Faulkner en el que una mujer conserva por décadas el cadáver del novio que la abandonó la noche de bodas y al cual asesinó con arsénico-, Jeffrey solía besar las cabezas mutiladas o comer los restos de sus sacrificados con la misma intensa pasión que les hubiera reservado en vida. Otra manera de conservarlos era a través de fotografías sacadas por su Polaroid antes o después del mutilamiento. Fueron éstos últimos testimonios los que terminaron condenándolo cuando los encontró la policía. 

Representada de manera cruda y realista, la nueva versión fílmica del caso Dahmer -existen varias ficciones y documentales anteriores- es un boom y le está dando grandes réditos a Netflix. Algunas cuestiones que resalta la miniserie es el pasado de niño burlado de Dahmer, su difícil y violento contexto familiar y la impunidad con que cometió sus crímenes quizás porque sus víctimas eran lo que Judith Butler llamaría vidas precarias: afroamericanos, laosianos y otros migrantes. Quizás, por eso, el mejor y más conmovedor episodio es el sexto, “Silenciado”, que se ubica desde el punto de vista de las víctimas y no del victimario.

Más allá de las cualidades artísticas del producto centradas en la sólida interpretación de Evan Peters como el protagonista y un logrado clima de permanente tensión, el problema es político y radica en que inicialmente la biopic fue lanzada con la etiqueta LGTBQ. Ésta debió ser eliminada tras la enérgica queja de los colectivos de todo el mundo al grito de "Ésta no es la representación que queremos". En abril de este año, el mismo canal de streaming lanzó “Conversaciones con asesinos: las cintas de John Wayne Gacy”, la docuficción sobre el Payaso Asesino o Pogo el Payaso, criminal de más de tres docenas de jóvenes a quienes solía torturar y violar antes o después del asesinato. ¿Mera casualidad? En un clima global de avances de neofascismos y donde resurgen por doquier discursos evangelizantes de odio a todo lo que no suene a familia tradicional y cristiana, sin dudas, hay que estar sumamente atento a las representaciones o imágenes que se pretenden cristalizar del colectivo.