“Se acercaba la época de las noches blancas”, escribe Andrei Tarkovski al abrir su relato Sacrificio. “Reinaba una calma total. El sol se ocultaba detrás de los peñascos, el cielo apenas se iluminaba detrás de las cimas boscosas reflejándose en las aguas bajas que ondeaban entre las piedras de la bahía y hacía surgir un sentimiento dichoso, como si el tiempo se hubiera detenido”.

Tarkovski fue, además de uno los genios del cine, un gran escritor ruso. Como Bergman, antes de que sus relatos fueran guión, eran narraciones. Alexander, el protagonista de Sacrificio, es un ex actor, veterano desencantado, devenido crítico y ensayista, que quiere plantar unas ramas secas en la orilla del agua quieta como un espejo asistido por su chico de cuatro años. El chico fue operado hace poco de las cuerdas vocales. No puede hablar. Y el vendaje del cuello lo fastidia. Mientras ambos intentan afirmar las ramas, Alexander le cuenta que esas ramas forman un ikebana. “El chico se acerca y, en cuclillas, con piedras y puñados de tierra empieza a enderezar el tallo. Recortado en el fondo de ese mar nebuloso iluminado por un resplandor, se lo veía muy bello”, escribe Tarkovski.

Alexander, muy serio, le cuenta a su hijo una parábola: “Una vez, hace mucho tiempo, un anciano de un monasterio al que llamaban Pamve también plantó en una colina una rama seca y le pidió a su discípulo, el monje Ioann Kolov – era un monasterio ortodoxo” que regara todos los días esa rama hasta que reviviera. Durante años, Ioann llenaba un balde de agua todas las mañanas y emprendía el camino. Para cargar el balde por la colina necesitaba un día entero, desde el alba hasta el crepúsculo. Todos los días Ioann hacía su recorrido cargando el balde, regaba la rama y al atardecer, cuando ya había oscurecido, regresaba al monasterio. Así lo hizo a lo largo de tres años. Y un hermoso día, al subir la colina vio que su árbol estaba completamente cubierto de flores”.

“No me importa lo que digan”, dice Alexander, “el método es algo grande. A veces me parece que si todos los días repitiéramos la misma acción, como un ritual de manera sistemática e inmutable, exactamente a la misma hora, el mundo cambiaría. Algo cambiaría. No podría dejar de cambiar”. En su ensayo “Esculpir en el tiempo Tarkovski declaraba: “Del hombre me interesa sobre todo su disponibilidad para servir a algo superior, su rechazo a conformarse con la “moral” normal del aburguesado”. Mientras el padre monologa, el chico se extravía en el bosque cercano. El padre corre tras él. El chico, jugando, lo asalta por la espalda. Alexander lo abraza. Caen. El chico sangra. Alexander se desmaya. Y tiene una visión: Una inminente guerra atómica, un desastre nuclear. Al reaccionar, su angustia derivará en un pacto con una bruja, entregarlo todo como condición de la sobrevivencia de su familia que, en verdad está sumida en su propio egoísmo. Alexander, con tal de salvar a los suyos, poseído, incendia la casa. Fantasía y realidad se entreveran. Una ambulancia lo cargará hacia un encierro psiquiátrico. Hará un voto de silencio: “Y yo seré mudo, nunca más volveré a hablar con hombre alguno, me separo de todo lo que me une a esta vida. Ayudame, Señor, y haré todo lo que he prometido hacer”.

Como Pasolini, Tarkovski es cristiano, hombre de fe. La persecución del amor lo enfrenta al materialismo. “Soy consciente de que la idea de sacrificio no es muy popular hoy en día. Casi nadie tiene el deseo de sacrificarse por otra persona o por alguna cosa (…). O se vive la vida de un consumidor dependiente de los desarrollos tecnológicos o materiales en general, entregado ciegamente al supuesto progreso, o se encuentra la propia responsabilidad interior, que se dirige no sólo hacia uno mismo, sino también hacia los demás. Es aquí, en ese paso consciente de la responsabilidad, lo que sucede en ella y con ella, donde es posible lo que solemos llamar “sacrificio”, la realización de la idea cristiana del entregarse hasta las últimas consecuencias”. Tarkovski no filmó Sacrificio en las mejores condiciones: exilado, censurado en su país, enfermo terminal de cáncer. Creía que el arte es profético. Poco después de filmar Sacrificio, tras su muerte, ocurrió Chernobyl.

En plena pandemia, volví a verla. Y la llamé a Adriana Lestido. Compartimos la devoción por Tarkovski. Después de haber viajado a la Antártida, territorio donde sus imágenes viraron del realismo a una abstracción metafísica, después haber viajado por Noruega, ahora, cuando yo la llamaba, no me asombró que me atendiera desde una camioneta en una tormenta de nieve en un camino desolado de Islandia. Me visualizó la situación por whatsapp. Juro que era intimidante. Adriana permaneció en Islandia meses enteros en una cabaña en la nada. Y así como de la Antártida había vuelto con Antártida Negra, del Islandia volvió con un film rodado por su cuenta y riesgo tras vender su casa y arriesgar todos sus recursos con tal de filmar “Errante, la búsqueda del hogar”, una obra única, una depuración absoluta de la subjetividad narcisista de la creación. “Errante” es también, qué duda cabe, una prueba de que el sacrificio tarkovskiano no es sólo una ideación espiritualista. Y la prueba está en su efecto. Diré de qué viene: una sucesión de secuencias de paisajes solitarios en la proximidad del cículo polar ártico. Mar, olas, juncos, praderas, nevadas, algunos caballos, un establo, viento, ráfagas de luz. Paisajes deshabitados, ninguna criatura humana. Estas escenas podrían ser fantasmales por su soledad, sin embargo abrigan precisamente por nuestra ausencia, la especie suicida dispuesta a la destrucción total del planeta. La descripción de Tarkovski acerca del tiempo detenido que cité antes representa el espíritu de “Errante”, esta experiencia lacónica: tiene apenas unas contadísimas citas poéticas y canciones, no necesita más, el sonido ambiente es primordial. “Errante” es una obra ámala o déjala.

Una tarde, en el invierno de este año en que Adriana me la proyectó en su casa, tardé en reaccionar. Lo hice horas más tarde y le escribí: “Me quedé pensando en tu película, un ejercicio de meditación extremo, un refinamiento agreste y delicado, que nos induce a pensar la relación entre nosotros y los otros, el lugar donde vivimos. Cero reduccionismo new age en un momento donde el planeta arde, se extinguen sus recursos y la humanidad parece no haber aprendido nada de su propia historia de destrucción. Que no veamos ningún ser humano en tu film es lo que más pone en alerta, estructura en abismo que obliga a comprometernos con la naturaleza que somos. Entonces, en su ejercicio de meditación extremo, tu obra no admite términos medios: amala o dejala. Quiero volver a verla, a pensarla. Quedé afectado. Y es una consecuencia lógica de la evolución de tu obra desde el documentalismo más crudo hasta la introspección sutil, profunda. Uno debe agradecer tu propuesta errante, de búsqueda de hogar en el frío. Gratitud, digo, lo menos que uno puede experimentar”.

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Nota al pié: En noviembre, “Errante, la Conquista del Hogar, un viaje en soledad alrededor del Cículo Polar”, se estrena en el Festival de Mar del Plata.