Los alimentos se desperdician a lo largo de toda la cadena, desde el momento de la producción agrícola que incluye la sobreproducción estacional y el manejo inadecuado de recorridos de venta de alimentos frescos, especialmente frutas, hortalizas y pescados, hasta el de desperdicio domiciliario que convierte alimentos en residuos. Esto, no solo constituye un problema económico, sino que se traduce en uno ecológico.

Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), alrededor del 14 por ciento de los alimentos producidos en el mundo para consumo humano se pierden, desde la granja hasta la comercialización. La agenda 2030, que comprende 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), en la meta 12.3 propone “reducir a la mitad el desperdicio de alimentos per cápita mundial en la venta al por menor y a nivel de los consumidores, y achicar pérdidas de alimentos en las cadenas de producción y suministro, incluidas las pérdidas posteriores a la cosecha”.

Argentina no es la excepción al diagnóstico mundial. Aun cuando los porcentajes de pérdidas son distintos de país a país, los resultados son preocupantes y requieren del abordaje e implementación de acciones coordinadas, para revertir la situación. El orden de prioridad que plantea la FAO, jerarquiza las acciones con un grado de coherencia: prevención, aprovechamiento, reciclaje, reposición, incineración de residuos con recuperación de energía y eliminación sin recuperación de energía.

En nuestro país, se están dando los primeros pasos en el Plan Nacional de Reducción de Pérdidas y Desperdicio de Alimentos. La notable diversidad de empresas, tamaños y modelos de negocios existentes constituyen un entramado complejo. Las grandes empresas alimentarias desarrollan estrategias que, en general, permiten diferencialmente la disminución de las pérdidas. Sin embargo, en el caso de las PyMEs aún deben impulsarse acciones que podrían tener un enorme potencial transformador hacia la economía circular y la gestión responsable de los alimentos. El enfoque de proyectos asociativos, también ofrece una oportunidad de articulación comunitaria para contribuir al desarrollo de sistemas agroalimentarios más sostenibles. En este sentido, sería clave, identificar cada tipo de residuo.

Si bien hay algunas acciones incipientes, aún pueden optimizarse aquellas enfocadas tanto a las pérdidas comestibles de alimentos como también al aprovechamiento. Por ejemplo, las frutas que por su tamaño no ingresan al circuito comercial, los subproductos y las partes orgánicas no comestibles de las materias primas (cáscaras, bagazos, etc.) para elaborar nuevos productos. También, podrían constituirse como fuente rica en nutrientes o sustancias bioactivas que se integren a alimentos funcionales y nutracéuticos (producto natural que presenta un efecto terapéutico beneficioso). Esto ofrece ventajas aditivas: aumentar la rentabilidad y a la vez contribuir a la oferta de productos nutricionalmente beneficiosos. Las universidades, sus investigadores y las propias empresas recorren ese camino.

Otra alternativa ventajosa sería la utilización de los desechos para obtener bioenergía. Estas acciones generarían ingresos y permitirían al sector generador del residuo, transformar en beneficio lo que representaba un problema, disminuyendo los costos de producción.

La pérdida de alimentos es un grave problema global que requiere ser abordado y que debe propiciar la generación de círculos virtuosos para transformar la pérdida, en aprovechamiento.


*Ingeniera en Industrias Agrícolas y Alimentarias y doctora en Ciencias Aplicadas. Profesora asociada de la Universidad de Luján (UNLu) y la Universidad Nacional del Noroeste de la Provincia de Buenos Aires (UNNOBA.) Miembro del Consejo Asesor de la Fundación Argentina de Nanotecnología (FAN)