Arrojó el fósforo en el cenicero de latón. Pitó mirando hacia el puerto: el escaso movimiento nocturno le resultó amargo, como el humo nuevo, como el whisky malo, como la promesa de mundo ajeno que le hacía Cinzano desde la TV. La imagen en blanco y negro regresó a Roma, a la chica que brillaba semidesnuda paseando el cartel de tercer round. ¡Ringo viejo y peludo! - gritaron desde el fondo. Galíndez aplastó el cigarrillo y apuró el alcohol para darse valor.

Poca gente en las recovas, a esas horas, la pelea con Renaud. Se había jugado el resto y más; pagaba 20 a 1 el paquete, concha que lo parió. En la esquina de Alem y Corrientes, apenas dos putas porfiadas rompían con sus carmesíes el silencio obligado por el frío y el gris. Cuando lo vio, Raúl extendió los brazos y gritó:

-¡Por fin!

Las chicas se codearon y rieron; de esos dos tampoco iban a sacar nada. Galíndez las oyó al paso y se sonrojó.

-Hace tanto que quería verte.

-Sí, ya sé, ya sé.

-Lo sentí mucho por vos.

-Ya sé, ya sé.

Miró avergonzado hacia donde estaban las putas; las vio hundirse, resignadas, muertas de frío, por las escaleras del subterráneo. En un par de minutos se iba el último tren.

-¿Qué te pasa, Hermes?

Lo miró fijo a los ojos. Sintió que las piernas se le vencían, lo deseó.

-Estoy desesperado -balbuceó; dos lagrimones le surcaron las mejillas.

-Chinito, ¿estás bien? –preguntó Raúl y le posó una mano tierna en la cara. Ni alcanzó a preguntar por qué cuando sintió el filo que le atravesó el pulmón.

Galíndez lo sentó con cuidado en el piso. Lo besó. Le abrochó en la solapa una nota; decía “nsala malekum”.

***

Hermes esperó hasta la medianoche y recién entonces se apersonó en el garito de Luna. Estaba cerrado, la noticia acababa de llegar. El Gordo sirvió ginebra para todos; había una silla vacía en el paño octogonal, la de Raúl. La banda brindó por él.

-Esto lo craneó Erinio, negro de mierda, a Furio no le da el piné. La van a pagar, hermanito; te juro que la van a pagar.

Galíndez agachó la cabeza, no fue un acto voluntario. Solamente la sintió caer.

-Traeme al puto -le ordenó Luna.– Y andá pensando de dónde vas a sacar la que me debés.

***

La luz del foco callejero era tan débil que no terminaba nunca de bajar hasta el empedrado. Galíndez se apoyó a una pared, se asfixiaba. Luna había movido el alfil que necesitaba, por qué entonces sentía que lo devoraba el mundo. Recuperó el aliento. Encendió un cigarrillo que partió en dos la oscuridad de San Telmo.

Sus pasos, un ladrido, un portazo como respuesta al viento: los únicos sonidos externos. Por dentro, el aullido ensordecedor de los ojos de Raúl.

-¡Basta, carajo! - gritó.

Apuró el paso hasta la casa de Furio.

***

La puerta se atoró, al abrirla, en el piso irregular. Furio apareció desde las sombras acomodándose la camisa; el cabello afro apelmazado, el delineador corrido; había estado llorando. Reconoció al intruso visitante.

-Qué querés -le soltó.

-Mataron a Raúl -le informó Hermes, casi violento, casi cruel.

Furio lo miró incrédulo, un escalofrío le recorrió el espinazo. Dudó un instante, finalmente le franqueó el paso. Galíndez entró con los ojos clavados en el piso. Escuchó los pasos del otro acercándose lento; esperó una eternidad hasta que se ubicó frente a él.

-¿Todavía me confiás la espalda, milico?

Galíndez no respondió. Furio le alcanzó un vaso y se lo llenó de vino; el suyo ya estaba servido desde antes.

-Lo pincharon en el Bajo.

-¿Por qué me lo venís a contar? No tengo más nada que ver con él.

-Luna lo quiere vengar.

-¿Y?

-Cree que Erinio lo mandó matar.

-¿Erinio? ¡Mi hermano está bien muerto!

Galíndez hizo un largo silencio. Por fin dijo:

-Te quiere ver.

-¿Para qué? Si yo no sé nada. Si pudiera, si tuviera el valor, los mataría a todos. Pero no lo tengo y no quiero saber más nada con ese hampón de mierda; nos cagó, se hizo el boludo con la plata y la milonga, mató a mi hermano cuando descubrió dónde la escondió, me molió a palos, me desterró. Basta, quiero borrarlos de mi vida; a Luna vivo y a Raúl muerto; que se metan la plata en el culo. Y vos andate a la mierda; meteme presa o dejame en paz.

-Pasá a verlo, Furio, se lo debés.

-Yo no le debo nada a nadie en este mundo, corazón.

Bebió el resto del vino y caminó hasta la puerta. Con la mano en el picaporte, insistió:

-A Erinio se lo debés. Dale, pasá a las tres.

Cerró con suavidad al salir, como si temiera despertar a alguien. Furio jugó un rato con el vaso vacío; lo hizo girar sobre la mesa como una perinola; de pronto lo arrojó contra la puerta por donde todos -Luna, Raúl, Galíndez, Erinio, todos- se iban. Siempre se iban. Y sólo él perdía. Siempre perdía.

***

Tres en punto. Vestido de seda y tules blancos, coronada y sucia como las novias de los cementerios, Furio entró al garito y caminó hacia Luna. Galíndez, García, Brescia y Brandana dejaron de jugar; apoyaron los tacos sobre el paño y la siguieron; la bola ocho quedó girando en el borde de una tronera.

-Estás hermosa.

-Qué querés de mí.

-Traelo. Quiero saber a quién le pagó, quiero saber quién fue.

-Y por qué pensás que te lo va a decir.

-Porque si no te mando con él.

-Mandame. No es tan terrible allá.

-Fierita arisca, te doy el gusto si querés; lento, con mucho dolor.

Furio lo miró a los ojos.

-Siempre te burlaste de nosotras, no sirve de nada si no creés.

-Vos traelo, que yo cuando veo, creo.

***

Galíndez insistió en quedarse vigilando la entrada. Furio dispuso a Luna y a los otros en torno de la mesa de naipes. Rodeado de velas negras, se hizo un tajo en la palma de la mano y se embardunó la cara con sangre. Les pidió que cerraran los ojos, obedecieron; se levantó el vestido y sacó el arma que ocultaba en la muslera. Recitó, cabalgando el transe, la letanía malongo de la invocación.

***

Iba por el segundo cigarrillo cuando oyó la decena de disparos; entró a la casa corriendo. La novia gatillaba en falso un revólver ya sin balas. Todos muertos, salvo Luna, malherido, que chillaba como un cerdo. Galíndez le cortó el cuello y lo silenció. Furio cayó desvanecido; dos heridas de bala, en el pecho y en el hombro, le teñían rápidamente de rojo el vestido de seda y tules.

-¡La puta madre, aguantá!

-Agua -pidió con un hilo de voz.

Corrió a buscar un vaso; la novia herida, débil, sacó del bolsillo un puñado de balas y las dejó caer junto a ella; alcanzó a meter dos en el tambor. Esperó a Hermes con el caño en alto, tembloroso.

Al ver que lo apuntaban, Galíndez se sintió vencido, antes que asustado. El vaso de agua se le escapó de las manos.

-Lo mataste a Raúl.

-Para traerte hasta acá, para que se pudieran vengar…

-Para que pusiéramos el cuerpo por vos, milico cagón. - Bajó el arma; le pesaba, se agitaba.

-Aguantá, Erinio. Aguantá.

-Soy una pelotuda.

-Dónde está la milonga. Necesito que me digas dónde esconde la milonga.

-Me cansé de perder yo sola.

-Decime que sabés dónde la escondió ese gordo hijo de puta. Salvame, Erinio, Furio, el que seas. Salvame.

-¿Salvarte? ¿Por qué? Sos tan hijo de puta como ellos. Antes de venir hablé con los tuyos, vos también merecés perder.

Levantó el arma…

-¡No, Furio!

... Cerró los ojos y se disparó.

***

Ajuste de cuentas y macumba narco, Bodas de sangre en el clandestino, decían los diarios de la tarde desparramados en el piso del aguantadero; recuadros sensacionalistas opacados por las fotos de Ringo Bonavena ganador.

Los fulleros de Flores también se la tenían jurada. Y lo buscaba la policía; en las crónicas aparecían su nombre y rango muy cerca de las palabras vicio, corruptela, travestismo, bajo fondo, lúmpenes, invertidos, traición.

Besó largo la botella de whisky, amargo como los labios de Raúl. Tenía el arma de Furio con la última bala en el tambor; lo hizo girar. Se llevó el caño a la boca. Cerró los ojos, apostó.

Click.

Entraba por la ventana rota el hedor del Riachuelo. Se miró a un espejo sucio, enviruelado con la mierda de mil moscas:

-Te toca a vos -se dijo.

Hizo girar de nuevo la ruleta del tambor.