A los desgarros y cicatrices en el tejido social, la comunidad ha respondido –desde la modernidad hasta hace algunas décadas– con diagnósticos y respuestas enmarcadas en las ciencias humanas, el campo del saber protagonista del estudio de las comunidades. La focalización en las relaciones sociales hizo que se perdiera de vista que a esos lazos los habitan cuerpos, cuyo análisis relegado a la medicina y a la fisiología no fue considerado relevante para entender a la sociedad en su conjunto.

Mientras estudiaba Psicología en la Universidad de Buenos Aires (UBA), Julia Hermida comenzó a interesarse cada vez más sobre las huellas que lo social deja en los cuerpos, específicamente en el cerebro; su “mente científica” la distanció de las corrientes psicoanalíticas y clínicas de su carrera y la fue inclinando cada vez más a las neurociencias. Desde allí estudió la forma en que fenómenos coyunturales –como la pobreza– impactan a nivel biológico y cómo se puede actuar desde el ámbito público para revertir sus consecuencias.

Doctora en Psicología por la Universidad Nacional de San Luis (UNSL), docente en la de Hurlingham (UNAHUR) e investigadora asistente del CONICET, Hermida se convirtió en agosto en la primera argentina en recibir la distinción Science of Learning Fellowship que otorgan IBRO e IBE-UNESCO por sus estudios sobre educación.

¿Cómo comenzaste a interesarte por las neurociencias?

–Cuando estudiaba la Licenciatura en Psicología en la UBA, no me sentía atraída por la clínica ni por el psicoanálisis. Siempre tuve una mente bastante científica, así que durante la carrera intenté hacer todas las materias optativas que me ubicasen en esa área. Cuando egresé, envíe emails a muchos investigadores que trabajaban en ciencias psicológicas ofreciéndome a trabajar ad honorem; así comencé a colaborar hasta que surgió la posibilidad de ser becaria en un espacio, en donde particularmente me tocó un tema que siempre había sido de mi interés personal: la pobreza. La beca me permitió dedicarme a eso, que era algo de sumo interés para mí, porque crecí en una familia donde se hablaba mucho de desigualdades y de política.

¿Qué aportes se pueden hacer desde esta disciplina a los problemas sociales?

–Lo primero que hay que tener claro, es que cualquier problema de la realidad, en nuestros días, requiere de un abordaje interdisciplinario. Muchas veces la falta de recursos o de tiempo impide la articulación de miradas. Pero idealmente todo requeriría un abordaje interdisciplinario. En particular, en el campo de la pobreza, los aportes concretos que ofrece la neurociencia apuntan a entender mejor qué significa la falta de oportunidades. Se dice que “limita”, se habla de “economía” y de “desarrollo”; eso se lo plantea desde cualquier ámbito. Pero desde la neurociencia se profundiza en los impactos biológicos que las faltas de oportunidades generan en el sujeto. A la vez, hace una contribución en el cómo se puede intervenir para aumentar esas oportunidades. Puntualmente, mi estudio se orienta al aprendizaje. No es la neurociencia la única que tiene que opinar acá, pero sí es una de las disciplinas que realiza un aporte significativo, tanto en el entendimiento del problema, como en el pensar soluciones.

¿Cuáles son esos “impactos biológicos” en el área del aprendizaje?

–Lo que ocurre a nivel social tiene un fuerte efecto en el plano biológico. Las personas que viven en situaciones de pobreza están expuestas a un estrés permanente, mucho más que el de las personas que transitan por una situación menos marginalizada. Tienen que pensar qué van a comer ese día, viven en barrios con altos niveles de violencia y cada cosa que hacen implica un esfuerzo más grande. Eso produce daños –no de manera permanente– en los sistemas nervioso e inmune, manteniendo todo el tiempo activado los mecanismos que se encargan de la respuesta de estrés. Nuestro organismo está preparado para tener estrés cada tanto. El problema es cuando uno está 24/7 con ese mecanismo en funcionamiento, porque se consumen recursos cognitivos que deberían estar disponibles para el aprendizaje, por ejemplo. La neurociencia describe esos procesos con mucho detalle y los lleva a otro nivel de análisis, explicando las marcas que produce en el cuerpo.

Las personas que viven en situaciones de pobreza están expuestas a un estrés permanente, mucho más que el de las personas que transitan por una situación menos marginalizada. Tienen que pensar qué van a comer ese día, viven en barrios con altos niveles de violencia y cada cosa que hacen implica un esfuerzo más grande. Eso produce daños en los sistemas nervioso e inmune.

¿Hay manera de revertir estas consecuencias?

–Una de las cosas que esta disciplina demostró de forma muy sólida es que nuestro cerebro es plástico y que los efectos que se producen en él no son permanentes; saliendo de los casos extremos en que el cerebro sufre un accidente grande, su plasticidad, incluso en la adultez, permite modificaciones en las conexiones y en los modos de comunicación entre neuronas. Esto quiere decir que los cambios que son producto de la pobreza no son necesariamente permanentes. Si se transforman las oportunidades en el medioambiente donde viven las personas, esos efectos desaparecen. En un estudio reciente, se dio dinero a familias pobres sin pedir nada a cambio y se demostró que el hecho de no tener presión económica evita el impacto de la pobreza. Esto es de interés para la política pública que se discute en la coyuntura actual, por ejemplo, la implementación del salario básico universal

¿De qué se trata la distinción que recibiste recientemente?

–El premio lo dan la Organización Internacional de Investigadores del Cerebro (IBRO) –dedicada a promover estudios del cerebro en todo el mundo– y la Oficina Internacional de Educación (IBE) de la UNESCO. Se premia a tres científicos de todo el mundo por año. El reconocimiento, tradicionalmente y antes de la pandemia, ofrecía un viaje a Suiza por tres meses para estar en la sede central de la UNESCO en Ginebra y mantener conversaciones con los otros seleccionados, dar charlas y, principalmente, recibir capacitación para establecer diálogos fluidos con profesionales del ámbito de la educación. A partir de 2020, se redujo el tiempo de estadía en Suiza y muchas de las actividades se realizan de forma virtual.

¿En qué investigaciones trabajás en la actualidad?

–Actualmente estoy analizando cómo y qué implica introducir las ciencias de la computación en el nivel educativo inicial. Estuvimos haciendo estudios y pruebas y registramos qué produce eso en los chicos. Cuando uno aprende nociones de programación, ¿aprende a pensar diferente?, ¿existe el pensamiento computacional? Esas son algunas de las preguntas que surgieron. Otra de las líneas de investigación tiene que ver con la educación en salud. Puntualmente, estudio cuál es la forma más efectiva para lograr que los más chicos aprendan a protegerse del dengue. Recientemente descubrimos que una de las formas más interesantes es capacitar a los chicos en la escuela y enviarlos a que les enseñen a sus padres: en el mismo acto de enseñar, el chico aprende más y refuerza su conocimiento. Y, además, sus padres también aprenden de ellos.