En el mundo --de algún modo u otro-- “hay que encajar”. Encajar en un sistema: social-económico-cultural, en una comunidad, en las normas, también encajar en el gusto de los otros y en ciertos lugares que los discursos hegemónicos proponen, sobre todo en relación al cuerpo, a los vínculos, a lo que hay que tener, ser, parecer, etcétera.

Encajar no sólo implica “ser parte de” o “estar en” determinados lugares, situaciones, escenas, sino que también conlleva a cierto lugar seguro: si encajo en un grupo “x”, pues hay aceptación y reconocimiento.

Encajar es creer que soy eso donde encajo, con la satisfacción por un lado de hacer lazo a algo/alguien y por otro, con el peso de ser muchas veces algo/alguien que ha arrasado con su propia subjetividad.

Estas dos caras del “encajar” parecen opuestas, sin embargo, podríamos decir que no lo son tanto. Pensar que hay una satisfacción en juego que arrasa la pregunta por lo subjetivo, o, mejor dicho, que arrasa con el sujeto, no es algo nuevo para el decir de una psicoanalista. Encajar, ¿a qué costo?¿qué parte nuestra se satisface haciendo el esfuerzo por encajar?

Nombré algunos ejemplos respecto de las posibilidades de “encajar” pero hay una que es --me parece-- fundamental y toma este carácter porque tiene que ver con la “casa” que habitamos: el cuerpo.

Nos topamos a diario con imágenes que se suceden repentinamente, constantemente y casi en instantáneo, de cuerpos que comportan cierta belleza hegemónica, tips para ocultar el paso del tiempo, planes para hacer dietas no con el objetivo de que el cuerpo se encuentre en un funcionamiento óptimo sino con un propósito claro: que el cuerpo se vea esbelto, que dé con “la talla” de lo que se oferta. Maquillajes, cremas, ácido hialurónico, lociones para la caída del cabello, gel para “domar” la barba, productos varios para el pelo, alisado o con rulos (¡Nunca despeinada/o!), etcétera.

Hablo de la belleza hegemónica y en ese punto me resulta interesante poder abrir la significación para pensarla junto a la Estética. La belleza, según su definición, es la característica de una cosa o una persona que, a través de una experiencia sensorial, otorga una sensación de placer o un sentimiento de satisfacción. Y a su vez, como ya sabrán, la Estética es una rama de la Filosofía que tiene el objetivo de estudiar la esencia y la percepción de la belleza. Podríamos decir que esta percepción de la belleza se encuentra íntimamente relacionada con el “gusto”. Claro está que la discusión sobre la naturaleza de la belleza, de lo bello en sí, es antiquísima, así como la Filosofía y el Arte.

A través del paso del tiempo, fue de la mano de la ciencia que se intentó cuantificar a la “belleza” y hacerla medible para poder definir qué es lo bello y qué no lo es. De esta manera, habrá una intención en su búsqueda: la belleza absoluta, un modo de hacerla medible y poder extraer de allí sus características, sus propiedades. Como correlato también aumentará la capacidad de ubicar lo feo, lo antiestético. La “antiestética”, como se sabrá, se rehúsa de la estética establecida según tiempo y espacio, contexto, cultura, enlazando el concepto de moda. De la idea de moda se ha dicho que es “democrática” y que está relacionada a la belleza dentro de cierto momento histórico.

Esto nos da dos pautas: por un lado, gracias a la moda podemos observar cómo la hegemonía de cierto tipo de belleza varía. Y, por otro lado, la moda enlazada a la belleza, al atravesar un momento histórico, toca los cuerpos de la época, así es como los adorna, los viste, los impregna, a su propio gusto y piacere.

¿Dónde encajan los cuerpos que están fuera de moda? ¿Dónde encajan los cuerpos que no se alinean a la belleza hegemónica? Claro está, no encajan. Ni siquiera haciendo una Ley de talles se puede comprar un pantalón grande en una tienda cualquiera de ropa.

Es interesante pensar que, al mirarnos al espejo, estamos viendo o no una “belleza” que es el imperativo de moda de la época, que de acuerdo al “gusto” dirá si estás o no apto/a para ser, parecer y pertenecer al cajón “belleza”. Y precisamente, lo que no se ve en el espejo es el gusto propio, por eso es tan difícil para el sujeto poder reinar sobre su propia mirada de un modo más amable y no tan sumiso al standard de belleza. El gusto de nuestra boca al saborear un helado de chocolate, por ejemplo, no tiene una imagen especular, no puede verse al espejo.

No encajar quizás no sea tan mala idea. A lo mejor encontrarnos con nuestro propio gusto, aquel que no se puede ver en el espejo, nos reúne con algún placer no conocido al momento, provocándonos un nuevo gusto: un cuerpo como hegemonía del inconsciente.

Florencia González es psicoanalista. Autora de “Lo incierto” (Ed. Paco, 2021).