Si la historia es nuestra y la hacen los pueblos, como dijo Salvador Allende en su último discurso antes de matarse, Brasil acaba de explicar qué sucede cuando los pueblos sintonizan con un líder tan propio como Lula: vuelven.

Una parte del pueblo (no toda, por cierto, porque Jair Bolsonaro consiguió una gigantesca base de apoyo electoral) regresó sobre sus propios pasos. Recuperó el pasado. Dejó de satanizar a quien, como Lula, lideró uno de los procesos más veloces y masivos de salida de la pobreza en la historia mundial. Fueron 36 millones las personas que desde 2003, cuando el Partido de los Trabajadores inició su primer gobierno, empezaron a comer tres veces por día, o tuvieron trabajo, o llegaron por primera vez a la electricidad y a los electrodomésticos, y hasta compraron su casita o se fueron de vacaciones

Y si una franja significativa endiosó al pendenciero que con gran eficacia les inventó chivos expiatorios para canalizar su odio por la crisis económica y social —chivos expiatorios como Lula, el Partido de los Trabajadores, los beneficiarios del plan Bolsa Familia—, fue mayor la proporción que consagró su derrota.

Después de un largo proceso de persecución judicial y política, con 500 días preso, Lula parece un Cristo resucitado. Bolsonaro sale de estas elecciones presidenciales con una base popular y parlamentaria muy importante, pero perdió. Y Lula tendrá la presidencia del Estado federal, que representa poder y proyección internacional. Pero además es Lula, con esa energía imbatible del que nunca se dejó caer.

¿De dónde sacó esa tremenda voluntad este hombre que cumplió 77 años el último 27 de octubre? ¿De doña Lindu, su madre, que hace 70 años los cargó a él y a sus hermanos en marcha a San Pablo para escapar del hambre que sería su único futuro en el sertao de Pernambuco? La infancia y la huida, en una oleada de miles y miles de migrantes internos de comienzos de los ’50, está retratada en un libro impagable, “Lula, el hijo de Brasil”, de Denise Paraná. Hay una peli, pero el libro es mejor.

¿O la voluntad se forjó en Sao Bernardo do Campo? Cuando se habla de Lula siempre conviene retener este nombre. Allí, en las afueras de San Pablo, vivió y vive. Allí está el Sindicato de los Metalúrgicos del que llegó a ser presidente. Allí, a fines de los ’70, mantenía reuniones cada vez más frecuentes con otros compañeros del gremio, con intelectuales de izquierda y con curas y laicos de la Teología de la Liberación, hasta que se dieron cuenta de que sin un partido nuevo ni derrotarían a la dictadura ni reformarían Brasil. Y allí nació la idea del PT, que se concretaría en 1980 en el centro de San Pablo. 

En esa disciplina colectiva salpicada de cachaza o cognac (ustedes eligen), Lula empezó su carrera por convertirse en lo que tal vez sea hoy: la persona que abrazó a más gente en la historia universal. Incomprobable, por cierto. Pero basta pasar dos minutos al lado suyo para imaginar que ese récord es perfectamente verosímil.

A Lula hay una palabra que le encanta: “companheirada”. La usa mucho en confianza. Puede asimilarse a amigos, compañeros de lucha, compañeros que pelean por un mismo ideal. Como en la Argentina, a la companheirada suele gustarle discutir la realidad en un churrasco, o sea un asado. La relación entre la companheirada y la sensibilidad social —transformada en acción, eso sí, porque no es lo mismo voluntad que deseo— siempre fue esencial para Lula. Ni siquiera parece necesitar pensarlo. Le sale automáticamente.

En una de las últimas biografías de Lula, escrita por Fernando Morais, hay una anécdota que lo pinta bien. Cuando Tarso Genro era uno de sus ministros, a un economista entonces desconocido llamado Fernando Haddad, se le ocurrió crear el Programa Universidad para Todos. Daría becas a estudiantes sin recursos y permitiría que dos millones de estudiantes nuevos accedieran a la enseñanza superior. 

Un día Lula le dijo a Genro: “Ese Haddad parece tucano, tiene cara de tucano, pero no es tucano. A ese tipo le gustan los pobres, le gustan los negros… Ese chico es nuestro”. Los tucanos son los del Partido de la Socialdemocracia Brasileña de Fernando Henrique Cardoso. La centroderecha que después de competir con el PT en 1994, 1998, 2002, 2006, 2010 y 2014 terminó apoyándolo en este 2022. Resulta que ese chico fue el siguiente ministro de Educación, intendente de San Pablo entre 2013 y 2017 y el candidato de Lula frente a Bolsonaro en 2018.

Lula es tornero, un oficio que los metalúrgicos siempre respetaron y siguen respetando. El tornero no solo moldea la pieza. A veces también diseña la máquina que le servirá para hacerlo. Es alguien que proyecta en su cabeza el proceso completo, hasta el final, y trabaja hasta lograrlo.

El PT candidateó tres veces a Lula a la presidencia hasta vencer en la cuarta, justo hace 20 años, en octubre de 2002. El cuidado por los pobres y los negros, por las pobres y las negras, se tradujo en el Plan Hambre Cero, en programas sociales, en un aumento constante del salario mínimo y, sobre todo, en el abandono de la naturalización de la pobreza. La pobreza masiva era vista como un fenómeno tan natural como un morro que sale del mar. La esclavitud se abolió en Brasil recién en 1888. Brasil fue el mayor destino de todo el ciclo negrero, superior en número incluso a los esclavos que fueron a las plantaciones norteamericanas.

Ese cambio de política sobre qué hacer con los pobres se basó en una clave: integrando a millones no solo esos millones ganarían dignidad (“ciudadanía”, en palabras de Lula) sino que ampliarían drásticamente el mercado interno.

Otra vez perdieron los esclavócratas en Brasil, y ahora los desafíos serán inmensos. No hay futuro sencillo, pero it is what it is, como dice el personaje de “El irlandés”. Las cosas son como son. La victoria fue ajustada, pero ¿acaso sería mejor el futuro con Bolsonaro reelecto como presidente? ¿Es mejor la melancolía de la derrota que los problemas del triunfo? 

Los retos son infinitos. Remontar la pobreza, recrear el empleo, tratar de que el bolsonarismo no se transforme en un elemento definitivo del paisaje político brasileño, volver a poner a Brasil en la mesa de las potencias industriales. Recrear la alianza con la Argentina, el Mercosur, Sudamérica y la región. Esquivar la idea de que es mejor una práctica política de Tercera Vía al estilo europeo, que además está fracasando en Europa. Y asumir de una vez por todas, para el lulismo, el carácter de movimiento plebeyo, esa palabra que tanto le gustaba a Marco Aurélio García, el consejero de Lula que no llegó a vivir para presenciar la increíble resurrección de su amigo, el tornero de América Latina.

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