Un texto, creo que de Eduardo Galeano, circula de vez en cuando por las redes --en formato de volante histórico político-- cuando se aproximan fechas efemérides o suceden acontecimientos que pellizcan el alma de la condición humana. Dice más o menos --el volante-- que, cuando ellos llegaron, nosotros teníamos la tierra y ellos traían la biblia. Dice que ellos dijeron cierren los ojos y recen, y que cuando los abrimos --los ojos-- nosotros cargábamos la biblia y ellos se habían quedado con la tierra. Es una manera de compendiar en una expresión simbólica lo que fue la invasión de este lado occidental del Atlántico, allá por el siglo XVI, por parte de las tribus de la península europea --españoles, portugueses, ingleses, franceses, holandeses-- que ya habían transitado la edad del bronce y la edad del hierro, escribían con letras y conocían la pólvora. Eran tribus de piel más bien pálida, guerreras, violentas y ambiciosas; portadoras de un dios que, o no era tan bueno y comprensivo como ellos nos explicaban o ellos eran unos reverendos hipócritas.

Ellos, hoy, son nosotros.

Varios años después de que se estructuraran nuestras repúblicas criollas, herederas inconfesas de la colonia, hacia los últimos decenios del siglo XIX y principios del XX, se dio una amplia expansión planetaria del capitalismo. Las tribus europeas se lanzaron nuevamente al mar, esta vez a colonizar la Cochinchina, a penetrar el corazón de las tinieblas de África para arrancarle diamantes y marfiles --como lo describió en clave de horror poético Joseph Conrad-- y a instalar industrias en los imperios del zar de Rusia. Los Estados Unidos de América, con el pretexto de un barco que ellos mismos hicieron volar por los aires en las costas de Cuba, se abalanzaron sobre el Caribe y alguna que otra isla en el Pacífico. Más hacia abajo del mapa, cuando Goodyear formalizó la llanta para la incipiente industria de los automóviles, los sudamericanos más audaces y crueles se internaron en la Amazonia para esclavizar ejércitos de indios que le succionaran el caucho a la hebea brasiliensis, al tiempo que la voracidad de las familias patricias argentinas se iluminaba, angurrienta, ante la anchura a veces soleada, a veces ventosa, de las pampas.

En mi discurrir del duermevela o en mis cavilaciones bajo la ducha imagino que si yo, que no entiendo nada de política ni de economía ni de estrategias militares hubiera estado en el lugar de Roca, habría viajado a las pampas del sur para ofrecer a sus pobladores preexistentes la organización de cooperativas, cuanto menos, agropecuarias. Ellos invertirían las tierras que moraban hacía siglos, quizá milenios, tierras que nunca habían escriturado porque no sabían escribir --o viceversa-- y porque no conocían el concepto de propiedad de la tierra, al menos no de la propiedad privada. Una sociedad estatal o mixta aportaría el noujau y el capital inicial y habría trabajo y ganancias para compartir de tantas maneras. Claro que, ahora que lo pienso, no habría sabido cómo explicarles que, sin ellos saberlo, toda la Patagonia, Tierra del Fuego e Islas del Atlántico Sur habían sido prohijadas por un Estado que indefectiblemente las consideraba propias y, más aún, se sentía obligado a poblarlas con gente de su propia tribu de tintes pálidos, para defenderlas de otras angurrias que no fueran las propias, ambiciones de países vecinos y hasta de imperios ya asentados en islas aledañas. Herederos noveles de la conquista y el despojo, en cambio, la generación emprendedora de Julio Argentino Roca y el Estado que le dio marco escribieron un nuevo contrato social con la espada, con la pluma y la ciencia positivista. Caracterizaron como barbarie, desde su ser soberbio y oligárquico, el estar filosófico del mundo indígena, su modo de vivir, la cadencia de su hablar, su comida, sus dioses y sus danzas, los cánticos de su vida espiritual y la desmesura de sus pies. Se burlaron de los tratados existentes para violentar su ámbito. Se apropiaron de sus cuerpos y los manipularon con negligencia autárquica; los convirtieron en objetos humanos, los desparramaron por territorios desconocidos y por las cocinas de la aristocracia para que recogieran la uva, cosecharan la caña de azúcar, guisaran, limpiaran, lavaran y plancharan y regalaran sus hijos propios para enjugar las babas de los hijos ajenos. O los expusieron en ferias y museos como última manera de destartalar lo que quedara de su identidad perimida.

Así fue, y es, el relato y pretexto para desalojarlos de la tierra por donde circularon y vivieron, amaron y creyeron, también guerrearon y murieron, seguramente. Sus ojos desmesuradamente abiertos lloran el suelo perdido, o lo reclaman, o lo recuperan, o vuelven a asentarse ahí, de donde los echamos a lugares infértiles, a reducciones indecorosas, a los cordones de pobreza que rodean las ciudades de la tribu pálida. Unos tratan de negociar derechos, otros deciden invadir predios que reconocen como propios y los habrá que, hartos de la desposesión, de la pobreza y de la carencia de justicia, un día quieran reaccionar con violencia, tanto a un lado como al otro de la Cordillera, con lo que colmarían las aspiraciones de alguna exfuncionaria con apellido de cosignatario de hacienda. Cada acto de reclamo y de represión consecuente que nos intima desde las primeras planas no es más que una pústula, apenas la exudación coyuntural de una enfermedad crónica, profunda y larga, de una deuda, no invisible, pero sí intencionalmente ignorada por la sociedad y la razón del Estado, sin solución de continuidad, a lo largo de nuestra historia escrita.

Es una deuda que aún atraviesa toda nuestra América, desde Groenlandia hasta los mares del sur, que cunde tanto por las regalías del extractivismo que les corresponderían como por sus basuras; que explotó como una baya madura durante los movimientos de protesta del 2019 y que no deja de tener cierta similitud con las incongruencias éticas que se dan en algún lugar del Asia Menor.

 

Tanto daño se les ha infringido y, aun así, no hay evangelios, ni laicos ni confesionales, dispuestos a rezarles su arrepentimiento, ni siquiera a cumplir con la magra propuesta de reparación de la ley 26.160, constantemente pospuesta. Claro que sus dioses sonríen cachazudos ante nuestras leyes. Ellos tienen otras... que nos preexisten.