No podrá dar explicaciones, decir por caso quiénes son esos viejos criados, si existen o no, cómo fueron sus vidas, qué atroces relaciones esconden los niños y aterrorizan a la gobernanta joven. Ha comenzado a perderse, me mira por encima del hombro buscando una reacción, pero sólo oye el ruido de esta máquina que escamotea de sus amistades (celoso de que tachen de automática a su escritura), tal como me esconde a mí, William McAlpine, natural de Escocia, de profesión taquígrafo, es decir, escritor.

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Su mano es la culpable de mi existencia. Así como el tamaño de la nariz de Cleopatra le hizo pensar a Pascal que justificaba cambios en la faz de la tierra, una tendinitis terminó con la cadencia con la que escanciaba sus voces, sus otras voces innumerables, demonios hechos de retazos; no podía acomodar su voz a la lentitud del movimiento de su mano dolorida, y quizá hasta llegara a cuestionarse la seguridad del oficio bajo la forma de una repetida impostura.

Por eso me contrató, para encauzar su voz.

Y a fe mía que habla como escribe o, mejor dicho, como escribía. Puede demorar muchas palabras para designar a un “perro”, cuando no habla de “algo canino”. Los críticos imaginan que sabe más de lo que puede asimilar, pero lo cierto es que el dolor le ha alterado el tiempo de la escritura, como pudo comprobar al releer sus últimas cartas.

Lo que él no sabe es que se ha sujetado a mi propio ritmo y al de mi máquina, y que yo, en secreto, voy mejorando esa voz que rodea la mesa en los vaivenes de una casa semivacía.

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Puesto que soy escritor, soy lector. Y bastante anacrónico. Encuentro simpatía en los imposibles deseos de Louis Ménard, pintor y poeta glosado por Remy de Gourmont. Ese hombre era capaz de ver a Homero con los ojos de Hamlet. No es que quiera comparar ni por un momento mi escritura con la suya (tampoco es que se conozcan muchos textos de Ménard). A él lo creo capaz de abordar una obra monumental –quizá de escribir el Quijote- mientras que yo, William McAlpine, inmutable e inexpugnable taquígrafo al servicio de Henry James, me consuelo pensando que estoy llamado a algo superior.

Voy a cometer scriptoricidio, término que alguna vez tendrá el valor de un concepto, y pondrá las cosas en su lugar: al autor lo que es del autor, al texto lo que es del texto -su cuerpo y su alma- y al escritor lo que es de su imperio.

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Vacila, camina y duda. Se ha llegado a preguntar si será decoroso consultarme sobre la escena de la cara pegada al cristal que ve la joven institutriz, pero luego se distrae, divaga, piensa cómo ha de sortear algunos problemas de verosimilitud; mi escritura crece, le formo un espejo ante su rostro, absorbo cada una de sus frases, que él verá bien escritas y podrá corregir según el gusto de la composición, inundando las aguas del relato o achicándolas con bombas de succión al vacío del silencio, a la otra página en blanco.

Pero mi escritura se ha superpuesto con la suya, al punto que le soy enteramente necesario y me requiere para finalizar nuestro relato.

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Si bien podría pensarse que la experiencia y el pasado del señor James han sido la fuente de la historia que estamos escribiendo y ello le acredita la “autoría”, es necesario indagar más, saber qué es lo que ve en mí cuando dicta sus oraciones llenas de subordinadas.

El solo hecho de no poder viajar, tener que confinarse en esta casa un poco a causa de su avaricia (debería alojarme junto con la máquina, darme de comer, pagar mis pasajes, etc.) ha modificado por completo las condiciones de producción. Se dirá que mi colaboración es ramplona, un mero amanuense, mas cuánto hay de extraño en mí dentro o fuera de los márgenes de esta obra. ¿No soy acaso la argamasa de aquellas experiencias?

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Mi grandeza residirá en el anonimato. Terminaremos pronto este cuento, se ha de publicar en Collier por entregas, doce cortes, según he oído decir a Mr. James esta mañana. Falta muy poco, después me iré; su mano, al parecer, mejora; sus dolores se desvanecen, su confianza se empieza a notar en la correspondencia que ha retomado y de la que he sido relevado de pasar en limpio.

Y yo, ¿correré el riesgo de salir de las líneas que he escrito para él? No, no voy a caer en la trampa de los juicios. La justicia no ha sido nada eficaz con relación a Auguste Maquet, lo ha colocado en el lugar de “preparador” de los libros de M. Dumas, un mero informante, un documentador. Y eso que su caso es distinto, él tenía un verdadero talento, lo sé bien, he leído con atención la crónica a casi diez años de su muerte; no dejaré que me traten así, no lo consentiré, ni siquiera para caer en alguna nueva categoría de nomenclador dudoso como la de “escritor fantasma” o más simplemente: “negro”.

El tiempo se encargará de colocar las cosas en su lugar, me digo, mientras cierro la máquina y la guardo en su estuche. Prefiero nadar en las mansas aguas del relato, existir en el aire que separa y oxigena cada palabra colocada una al lado de la otra por mi mano, hasta formar una frase, y luego un párrafo, y las páginas enteras que entregamos ya a la prensa, uncidas al sentido de las citas que completarán ustedes, potenciales lectores.

Tampoco voy a darle la oportunidad al señor James de usar el humor del señor Dumas cuando dijo: “La creación completa de una cosa me parece imposible. El mismo Dios cuando creó al hombre no pudo o no se atrevió a inventarlo: lo hizo a su imagen y semejanza".

Aunque el señor James no tiene esa chispa, según puedo atestiguar después de unos cuantos meses de convivencia.