Queridérrimis lectóribus: no puedo comenzar esta columna sin agradecer la gran cantidad de comentarios que recibí, en este mismo espacio y en mis redes sociales, por la columna del sábado pasado "¿Por qué ganan los malos?".

Muchos de ellos se referían al video incluido (Si la tocan, Rudy-Sanz, RS +), pero algunos hacían alusión al texto. Y sobre todo, al tema de los ñoquis de papa de mi bobe (abuela), a los que varios lectores y lectoras transformaron en un delicioso rincón de nostalgias y sabores. Por señalar solo uno: una lectora me explicó que su abuela a los ñoquis les agregaba, en la masa, vitina y queso rallado. ¡Esa era también la fórmula de mi mamá! Los llamábamos “ñoquis a la romana” (no sé por qué, quizás los comió Julio César antes de conquistar las Galias) y eran tremendamente deliciosos.

Hubo sí cierta polémica respecto del queso de rallar, cuando manifesté que prefiero comer los ñoquis con un toque de fileto y pesto, y sin queso. Alguien dijo que sin queso, los ñoquis no eran ñoquis, y así. Pero todo se selló con diálogo y respeto, entendiendo que “quien puso queso, recibirá queso, y quien puso pesto, recibirá pesto”. Es más de lo que podemos decir de algunas polémicas que discurren en nuestro país, en nuestro planeta. En nuestro tiempo.

Y quizás, me animo a decir, ese es uno de los motivos de que sigan ganando los malos, aunque ganemos los buenos: discutir si ponerle o no queso, cuando el tema podría ser qué hacemos para que a nadie le falten ñoquis.

Y que sea de verdad, no estadísticamente. No sirve para nada decir: “Hemos logrado que haya un plato de ñoquis por cada argentino/a/e, porque seguramente alguno se comerá diez platos, y otros ninguno”. Más bien, habrá que ir recorriendo los barrios y notar si de las casas sale ese olorcito a pesto, fileto, y por qué no, quesito rallado.

Y aquí volvemos a caer en el tenebroso tema de la representación.

Cuando la Constitución dice: “El pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes”, dice en verdad: “El pueblo no gobierna ni delibera”, punto. Por suerte, nuestra Carta Magna no dice nada acerca de “comer a través de nuestros representantes”, porque ¡ahí sí que nos despedimos de los ñoquis, la salsa el pesto y el estofado!

Porque de esto se trata la diferencia entre “interpretar” y “representar”. Cuando se interpreta, se debe tener en cuenta “el deseo del otro”. ¡Uy, me desperté mitad freudiano (por lo del deseo) y mitad kirchnerista (por eso de que la patria es el otro)! Cuando se interpreta, quien cocine los ñoquis se deberá preguntar: “¿Cómo le gustan a mis 'interpretados'?: ¿de papa o de sémola, con tuco o con pesto?”, porque son ellos y ellas ("nosotros”) quienes han de comerlos.

Pero cuando se representa, quien cocina lo hace a su gusto y voluntad, porque “me designaron para preparar los ñoquis, y para decidir quién, cuándo y cómo los come”.

Y al ladito, pegadito nomás, está el tema de los derechos. Es buenísimo tener derechos. Es una gloria, una conquista, el resultado de grandes y memorables luchas. Ahora, si creemos que “tener el derecho a algo”, es lo mismo que “tener ese algo”, seremos fácil presa de los malos de siempre, que, para que nos calmemos, nos van a decir “ustedes tienen derecho a todo”, mientras piensan “...pero no van a tener nada”.

Por ejemplo, hasta el siglo XVIII, en muchos reinos solo los nobles tenían derecho a ciertas propiedades; el derecho era “por nacimiento”. Aunque tuvieras la guita para comprarte un castillo, si no eras de la nobleza, ningún escribano te firmaba la escritura. Tampoco tenías derecho a la libre empresa: solamente podías comerciar con la metrópoli, si eras colonia.

El derecho a la propiedad y el derecho a la libre empresa se conquistaron con la Revolución francesa (1789) y la norteamericana (1776). Había propiedad privada, pero para quien pudiera pagar. A su vez, la posibilidad de comprar o vender lo que puedas pagar son triunfos contra l’Ancien Régime absolutista, lo que tal vez explique que algunos crean que eso, y solo eso, es la democracia, y que cualquier intervención del Estado es totalitaria y antidemocrática.

El tema es que también lo ven así cuando el Estado interviene no para defender los derechos de la aristocracia, sino para proteger a quienes también tienen el derecho, pero no la posibilidad de ejercerlo. Y encima, además de pensarlo, convencen a los Aspirantes a Marqueses de la Neurona Obturada de que tienen razón.

Así, no hay ñoquis que puedan derrotarlos.

Sugiero acompañar esta columna con el video “Qué profunda inflación”, de RS+ (Rudy-Sanz):