Este domingo empieza la cumbre mundial del clima n° 27, a orillas del Mar Rojo en Sharm El Sheikh (Egipto). Hasta el 18 de noviembre, más de 30 mil personas --autoridades gubernamentales, expertos/as, empresarios y periodistas-- debatirán en torno a la problemática estructural más acuciante del mundo contemporáneo: el calentamiento global. Un fenómeno que, en el presente, tiene una indiscutible relación con las actividades humanas. De hecho, para subrayar el impacto de las sociedades sobre los ecosistemas, la comunidad científica bautizó a la época como Antropoceno.

La Conferencia de las Partes de las Naciones Unidas (Cop) 27 transcurrirá entre la pérdida de la credibilidad social con respecto al verdadero impacto de estos encuentros y la fuerza de los colectivos jóvenes que, cada vez con mayor recurrencia, exhiben su descontento en un amplio abanico de performances en la escena pública. En medio de todo, el problema de fondo (o de fondos): ¿quién pone el dinero para revertir la situación?

Una olla en ebullición

Calores extremos que hacen estallar cualquier termómetro, desprendimientos de glaciares que desaparecen para siempre, incendios que barren de cuajo con múltiples ecosistemas. Eventos que, si bien históricamente ocurrieron, en el presente lo hacen de una manera mucho más frecuente e intensa. El descontento patente es porque el futuro ya llegó y no resulta nada agradable.

En concreto, los representantes de las 197 naciones y la Unión Europea reunidos en el balneario egipcio buscarán reafirmar sus compromisos con el propósito de cumplir con las normas estipuladas en el Acuerdo de París (2015): mantener la temperatura del planeta por debajo de los 1,5°C con respecto a los niveles preindustriales. Desde mediados del siglo XIX al 2022, se calcula que la Tierra se calentó 1.1° C.

En mesas redondas, durante prolongadas jornadas, se conversará en torno a la aplicación del hidrógeno verde, la preservación del agua y la seguridad alimentaria. También se abordarán los conceptos de pérdida y reparación de daños. Los países más vulnerables son los que más sufren los efectos del cambio climático, pero requieren fondos. “De las promesas a la implementación” rezan algunos de los carteles que sostienen los jóvenes que participan de movimientos sociales y organizaciones civiles vinculados al clima.

"Muchos de los gobiernos y las sociedades más pobres están proponiendo una discusión seria sobre las pérdidas y los daños. Sencillamente, plantearán opciones para ver cómo movilizar fondos para estos países que son los que más sufren los efectos del cambio climático", señala Inés Camilloni, investigadora independiente de Conicet en el Centro de Investigaciones del Mar y la Atmósfera (CIMA). Luego, la docente de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA destaca: "Es una discusión que se viene postergando y que las naciones centrales evitan poner sobre la mesa".

Frente a ello, surge la necesidad de modificar la matriz energética: el reemplazo de las fuentes basadas en combustibles fósiles por otras que no generen gases de efecto invernadero. El cambio, en este sentido, incluye una transformación en varios aspectos: las naciones, sobre todo las más industrializadas, deben modificar los modelos de desarrollo y los esquemas de producción. Los proyectos solares y eólicos ya existen, pero carecen del impulso necesario para que las intenciones locales realmente impacten en el conflicto global que supone el calentamiento planetario.

"Existe una enorme brecha entre los fenómenos que están aconteciendo y la capacidad de adaptación de las poblaciones. Se requiere financiamiento y que el dinero salga de quienes son más ricos y además tienen mayor responsabilidad", insiste Camilloni.

Guerra, intereses y movimiento de fichas

La ecuación es sencilla: todas las naciones podrían ponerse de acuerdo en pos de cumplir un objetivo común, con prácticas que beneficien a todos. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. La transición energética, el reemplazo de una matriz energética basada en combustibles fósiles por una que utilice fuentes renovables y los cambios en los modos de producción implican transformaciones profundas. Obligan a la puesta en marcha de medidas que trastocarán el corazón del sistema capitalista.

En la Cop 27, la geopolítica se colocará sobre la mesa y tensará las posibilidades de un verdadero cambio. La guerra en Ucrania y los roces entre EEUU y China constituyen factores a tener en cuenta. La UE, por su parte, el tercer actor clave, procurará realizar una apuesta importante, con el propósito de dejar de depender de los combustibles provenientes de Rusia.

En agosto de este año, Joe Biden, en clara oposición a su predecesor (Donald Trump) que había retirado a Estados Unidos del acuerdo, promulgó la Ley de Reducción de la Inflación. Esta normativa incluye la mayor inversión realizada en Estados Unidos para el clima: 370 mil millones de dólares con el objetivo de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en un 40 por ciento hacia el 2030. Se trata de incentivos financieros para conducir la economía estadounidense hacia las renovables.

Pobres antecedentes y peores proyecciones

Las Cop no constituyen ninguna novedad: esta es la n° 27 y la primera se celebró en Berlín, en 1995. La anterior, la Cop 26, se realizó en Glasgow y todavía perdura el sabor a poco: las potencias planetarias ni siquiera se pusieron de acuerdo sobre cómo ayudar a las naciones más pobres en las estrategias de mitigación de los efectos del cambio climático.

A mediados de 2022, la Organización Meteorológica Mundial presentó el informe “Estado del clima mundial en 2021”. En aquella ocasión, Antonio Guterres, el secretario General de la ONU, señaló “el fracaso de la humanidad para afrontar los trastornos climáticos” y que “la catástrofe climática está cada vez más cerca”.

De acuerdo a los últimos informes confeccionados por especialistas de todo el mundo agrupados en el IPCC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático), a menos que las acciones se instrumenten de forma urgente, el objetivo signado en París será inalcanzable. En proyecciones hacia fin de siglo, en un escenario complejo de emisiones de gases de efecto invernadero, una de las regiones del planeta que reportará los mayores aumentos de temperatura será el noroeste argentino. Allí los cálculos dan el máximo aumento: entre 4 y 5 grados de incremento promedio hacia 2100.

Problemas globales, ¿soluciones locales?

Los gases que se emiten en cualquier parte del globo, rápidamente, se expanden hacia todo el planeta. Por este motivo, es que se trata de un problema global que debe ser combatido con estrategias a la altura. Se estima que los gases que emiten China, Estados Unidos y la Unión Europea constituyen la mitad de las emisiones totales.

En diálogo con este diario, el médico y especialista en ambiente Carlos Ferreyra, que participará de la cumbre climática, plantea un eje interesante: más allá de que las acciones, necesariamente, requieren del consenso; los países en vías de desarrollo no pueden demorarse y aguardar soluciones de los poderosos. De hecho, desde su perspectiva, algunas soluciones deben ser locales.

“Son las comunidades las que deben preparase para independizarse energéticamente y adaptarse frente al cambio climático. En pocos días más Argentina experimentará olas de calor, que ameritan planes por parte de los Estados locales. Las temperaturas que hay en los grandes centros no tienen que ver con la que hace en las afueras de una ciudad”, dice. Y luego, comparte el ejemplo de lo que podría hacer CABA: “Debería tener un plan para afrontar las olas de calor porque las altas temperaturas matan porteños y producen daños económicos, a partir de incendios que terminan deteriorando la calidad de vida de sus habitantes. Realizamos un análisis en julio y casi ninguna jurisdicción toma medidas”.

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