Yo me formé en la biblioteca de mi padre. Solo que esa biblioteca, a diferencia de la que Borges recordó toda su vida, era muy pequeña: apenas un par de estantes que sostenían el metro o dos de libros que seguramente leerían los jóvenes de ambición intelectual de su generación, los universitarios de los ‘50s. Jean Paul Sartre y Albert Camus, por supuesto, pero también Ser y tiempo, de Martin Heidegger, que yo recorría un poco como ahora visito la sección consagrada al Antiguo Egipto en el Museo Metropolitano de Nueva York: yendo de uno a otro jeroglífico y parándome frente a los sarcófagos con la fingida solemnidad que al comienzo de la adolescencia le dedicaba a la expresión “Ser-para-la-muerte”. Pero la esforzada frialdad con la que avanzaba por el hostil laberinto de los filósofos se convertía en entusiasmo cuando me apropiaba por algunas horas del volumen ya casi sin tapas de El proceso, de Franz Kafka, que leía en las clásicas siestas y en las variables noches de aquellos desesperantes veranos de hace casi medio siglo en Rosario con una avidez que dudo haber sido capaz, en los años que siguieron, de replicar.

No sé si aquel ejemplar todavía existe; yo, por cierto, no lo tengo. La edición, me parece, era de Emecé. Había en casa otro volumen que incluía La metamorfosis y algunos de los cuentos más notables. Yo podía reconocer el esplendor de estos escritos, pero mi admiración más incondicional se dirigía a El proceso. Tal vez fuera porque algunas de las hojas se habían desprendido del lomo que el libro me daba la sensación de ser un poco una caja o un arcón que contenía una selección de discursos y canciones, algunas catastróficas y otras hilarantes, y no sé si se debe a eso que todavía hoy pienso en la novela en general (si es que tal cosa existe) como la mesada de una tienda donde el cliente-lector puede escoger con cuáles artículos se queda.

Al leerlo a los doce o trece años, el deslumbramiento que el libro me producía se asociaba, por otra parte, al descubrimiento de lo que me hubiera parecido, sin él, imposible: una novela sin final. A pesar de que El proceso de Emecé (como las ediciones alemanas del momento) culminaba en un capítulo esbozado que el albacea de Kafka, Max Brod, colocó en posición de final del relato, un capítulo donde dos esbirros ejecutan al personaje que en la primera línea habían convocado al tribunal que juzgaría una infracción que nunca se revela, a pesar de eso estaba claro para mí que todo en el texto negaba la posibilidad de un final limpio y orgánico. La idea me deslumbró desde el primer momento y salí de inmediato a contársela a mis amigos, a quienes les anuncié, jadeante, que existía un tesoro, una rareza, una parte del mundo todavía inexplorada por nosotros. Desde entonces me designé, sin preguntar, como el valiente explorador que volvería de la montaña o el pantano con noticias de las formas de vida extraordinarias que en esas distancias encontraba (por eso no me extraña que a la larga el impulso que entonces comenzó terminara por llevarme a las aulas donde solía enseñar literatura y a las publicaciones donde siguen saliendo mis artículos de crítica).

Pero el deslumbramiento no hubiera tenido lugar de no ser porque El proceso cabía tan perfectamente en el universo de las historietas y de los libros de aventuras que yo devoraba. En cierto modo, me parecía literatura para niños, y los personajes mismos eran niños que, como yo, se pasaban el día buscando aquellas zonas de placer que dejaban las agencias del poder (los padres, las maestras, los pediatras) en su pueril despliegue. Y encima de todo estaba el placer de los placeres: la risa que me daban las mecánicas acciones de los clowns que pueblan las tramas del escritor, las máquinas humanas cuyas maquinaciones eran tan irresistiblemente divertidas para mí que me montaba en ellas e ingresaba en las noches de días cuyas tardes cancelaba, hora por hora, mirando la pantalla del televisor (todavía en blanco y negro) donde Abbot y Costello y Los Tres Chiflados vivían a la Kafka sin saberlo.

Reinaldo Laddaga nació en 1963 en Rosario, Argentina, y vive en Nueva York. Ha enseñado en numerosas universidades de las Américas y Europa. Entre sus colecciones de ensayos sobre arte y literatura se encuentran Estética de la emergencia; la formación de otra cultura de las artes (2006), Espectáculos de realidad (2007) y Estética de laboratorio; estrategias de las artes del presente (2010). Entre sus libros de narración: Tres vidas secretas: John D. Rockefeller, Walt Disney, Osama bin Laden (2008), Un prólogo a los libros de mi padre (2011), Cosas que un mutante tiene que saber (2013), Riplay (con Jorge Carrión, 2014), Los hombres de Rusia (2019) y Atlas del eclipse (2022).