El próximo 26 de noviembre se cumplirán cinco años del debut de C. Tangana en Buenos Aires. Lo hizo en Tecnópolis, como parte de la edición local del festival español Sónar. En aquel momento, el entonces rapero madrileño había puesto en circulación un álbum con el que pretendió probar el futuro de la música urbana española: Ídolo. Para estar a la altura del ambicioso proyecto, su disquera había decidido colgar una inmensa valla publicitaria (en la que se lo veía a él presumiendo de unas costosas alhajas junto a dos gatos persas) en el punto neurálgico de Madrid: la Gran Vía. Pero la propuesta generó el efecto contrario. Al mismo tiempo que en la escena española semejante ostentación cayó mal entre sus colegas, el ciudadano de a pie entendió que ese acto de ironía lo convertía en el trapero rey... mientras él se defendía argumentando que no hacía trap.

Así desembarcó en el predio de Villa Martelli, diciendo y demostrando que no hacía trap. No convenció a nadie. Y sólo había un puñado de raperos viéndolo a él y al DJ que lo acompañaba disparando verborragia y melodías. Lo único cierto de todo esa dialéctica es que no le ponía efectos a su voz como lo hacen los cantantes del palo, y que tampoco se vestía con ropa deportiva ni se tatuaba el rostro. Todo lo contrario: parecía un latin lover. Y con esa polaroid hay que quedarse, porque, a partir de ese imaginario, reinventó su identidad sonora. Si el disco que contiene ese punto de inflexión en su carrera, El madrileño, sorprendió a propios y extraños con una propuesta que rompió esquemas en lo que a síntesis musical se refiere, el show basado en ese repertorio es tan atrevido que emociona.

C. Tangana regresó a Buenos Aires en la noche del martes con una performance que cambió para siempre la forma de entender los shows. Las 14 mil personas que arrasaron las localidades del Movistar Arena (el miércoles repitió en el mismo estadio) salieron de ahí con la vara muy alta. Cuando vuelvan a ver a un músico en escena, no se olvidarán jamás de que el madrileño lo hizo mejor. Si bien a grandes rasgos pareció un musical con referencias a los de las películas de los años '70, la fidelidad del relato no le restó fuerza a esa adrenalina propia de los recitales. “Sin cantar ni afinar” es el nombre de este espectáculo que enloquece a la cultura pop. Lo más cercano a esto que pasó por acá fue el “Sticky & Sweet Tour” de Madonna, aunque lo del español es todavía más rotundo. Incluso desde el inicio.

Al ingresar al recinto, las pantallas colgadas sobre el escenario daban la bienvenida con el nombre del show escrito en amarillo, envuelto en una tipografía característica de las películas de mediados del siglo pasado. Como para que el público se fuera sintiendo parte del espectáculo, la placa con el título tenía en el ingreso de la gente su soporte visual. A las 22 se abrieron los telones, y, al mejor estilo de las películas de la Metro Goldwyn Mayer, se escuchó un repique de tambores. Se trataba de la marcha “El milagro”, con los músicos (bailarines y mucha gente más) ubicados en sus lugares. La sección de metales y percusión estaba dispuesta en la parte de atrás del costado derecho, y la de cuerdas y coristas en el izquierdo, aunadas por la barra de un bar. Adelante había algunas mesas, recreando el Tropicana o algún antiguo cabaret caribeño. Y de una de ellas se levantó C. Tangana para cantar “Te olvidaste”.

A ese híbrido de bolero, bachata y R&B de última generación le secundó “Cambia!”, basado en la música regional mexicana. Como la tuba es uno de sus instrumentos pilares, el tubista tuvo su momento estelar caminando con el cantante por el pasillo instalado a manera de apéndice del escenario. Entonces vino la bossa nova “Comerte entera”. Hasta ahí todo era contenido de El madrileño. Pero apareció el trap de la vieja escuela española “Yelo!”. Si bien faltaba mucha tela para cortar, este terminó siendo el planteo estético del repertorio y también del espectáculo: la lucha de un músico urbano por transformarse en un prospecto de crooner del siglo XXI que compendia en sí mismo toda la tradición de la música popular latinoamericana y española. Y le salió muy bien, lo mismo que su papel de maestro de ceremonias. Tanto que era imposible desviar la atención: había mucha data circulando y él la catalizaba.

Hubo cuatro segmentos, muchas canciones, cambios de escena y movimientos de steadycam a lo largo de dos horas. A propósito de esto último, en eso coincidieron el show del madrileño con el de Rosalía: en sacar a la imagen de la mera funcionalidad visual para tornarla en parte activa del show. Si la catalana usa ese recurso de manera experimental, tal cual lo demostró en su reciente paso por el mismo aforo, Antón Alvarez Alfaro (el nombre detrás del seudónimo) decidió hacer de su espectáculo una road movie muy bien guionada. Y en otro rasgo (uno más profundo) coinciden ambos: en su rol de excelentes traductores de la memoria sonora latinoamericana. Eso lo dejó en claro la catalana en su alocución en la pasada edición del Latin Grammy: “Gracias a Latinoamérica por tanta inspiración…”. De eso también habló Tangana. No de su latinoamericanismo, sino de los dos estatuillas que consiguió.

La alusión la hizo antes de presentar “Nominao”, tema inspirado en cuando la organización del premio lo ninguneaba. Antes por el escenario pasó la invitada de la jornada: Nathy Peluso, quien hace unos días consumó ahí dos recitales a casa llena. Juntos cantaron y hasta bailaron el tema en el que unieron fuerzas, la bachata “Ateo”, lo que dio pie a que uno de los cantantes del show, Ismael El Bola, tuviera uno de sus pasajes protagónicos al cantar “Yo quiero ser matador” (legendaria copla de Antonio Molina). Una vez que el trap “Demasiadas mujeres” le dio cierre al primer segmento del evento, una mesa instalada en la tarima más alta de pronto se vio iluminada y rodeada de músicos.

Si bien el flamenco vive un nuevo renacimiento, lo que orquestó el músico y productor de 32 años llevó al género a nuevas audiencias y a poner a prueba sus límites. Con la legitimación además de figuras del calibre de Kiko Veneno y Antonio Carmona, de cuya autoría son la canciones que abrieron este tramo de la performance: “Me maten” y el salvaje “No estamos locos”, a la que mecharon con “Mala, malita”, de La Húngara. La rubia cantante de flamenco estaba sentada en esa mesa colmada de músicos y cantaoras, devenida en uno de esos saraos pintados por Gonzalo Bilbao. En el medio de “Ingobernable” y “Los tontos”, Tangana coló el bolero “Sabor a mí” (de la autoría del mexicano Antonio Carrillo y popularizada por Los Panchos, aunque medio estadio prejuraba que era de Luis Miguel). Eso fue un arrebato de osadía y se animó porque sabe que puede confiar en su equipo.

Aparte de ser impecables con sus instrumentos, esos músicos sabían actuar. Uno de los percusionistas le subió el tono a su embriaguez, así como el barman (también era DJ). Trago va, trago viene, el matiz electrónico lo inyectó “Nunca estoy”, en tanto que “Hong Kong” se notó más pop con la ausencia de Andrés Calamaro. El clímax del mestizaje de C. Tangana radicó en “Tú me dejaste de querer”, flamenco remojado en bachata. Sin embargo, su apetencia es tan grande que no siempre salió bien. Si con los cantaores y las cantaores estuvo contenido, no pasó lo mismo cuando la merengueó con “Suavemente”, clásico de Elvis Crespo. Estuvo rengo de negritud, pero rápidamente volvió al gitanismo, por eso de que la tierra siempre llama. Así, saldó un compromiso (tras cancelar en Lollapalooza) en el que ahora la deuda la tiene el público. Y es que no se puede creer lo que patentó este madrileño insolente.