“¿Cómo puede ser?" Valeria del Mar Ramírez se hizo esa pregunta varias veces al día durante los catorce días que pasó encerrada en el Pozo de Banfield a principios de 1977. Y también lo preguntó al aire y a los gritos. No entendía la saña, la violencia, la humillación de sus carceleros. “Esta gente está demente”, aseguró durante su testimonio en el marco del juicio de lesa humanidad por los crímenes que tuvieron lugar en aquel y otros centros clandestinos de detención del Circuito Camps, que fue histórico: su historia fue la primera que expuso ante un tribunal la persecución de las fuerzas represivas sobre el colectivo travesti trans durante la última dictadura cívico militar. En instrucción aguardan la elevación a juicio oral otros ocho casos por los que los acusados en el debate Brigadas también fueron procesados.

En tiempos de dictadura, Ramírez ejercía el trabajo sexual en Ruta 4, el Camino de Cintura como se la conoce en el sur del conurbano bonaerense, “entre Seguí y la rotonda de Llavallol”. Así, contó ante el Tribunal Oral Federal 1 de La Plata, que dirige el juicio por los crímenes del Pozo de Banfield, el Pozo de Quilmes y El Infierno durante el genocidio de la última dictadura, que comenzó a "trabajar" allí cuando sus compañeras le “consiguieron una plaza”, el derecho ad hoc a un lugar donde ofrecer su cuerpo y servicios sexuales a cambio de plata. Para contar con ese derecho, Valeria y cada una de sus compañeras debían pagarle diariamente al jefe de calle de la Policía bonaerense a cargo de la zona.

Para entonces, las detenciones de travestis y chicas trans que ejercían la prostitución en la calle no era cosa extraña –tampoco lo fue durante años posteriores a la dictadura–. De hecho, había cierta organización en el grupo de trabajadoras que integraba Valeria. “Yo les decía que no teníamos ningún derecho, que ellos tenían todas las de ganar”, contextualizó durante su exposición telemática, transmitida por La Retaguardia y Pulso Noticias. Por eso, contó, se mantenían “cerca” la una de la otra y cuando alguno se ponía pesado con alguna de ellas, la defendían a golpes. “Una vez dimos vuelta un patrullero”, aclaró. A veces terminaban detenidas en comisarías de la zona. “Nos daban de comer, nos permitían cargar agua para el mate”, recordó. Lo que sucedió en el Pozo de Banfield fue “completamente diferente”.

Cachorras

Valeria del Mar Ramírez tuvo un primer paso por el Pozo de Banfield a fines del 76. Duró sólo un par de días. “El jefe de calle nos había dicho que teníamos que irnos porque iba a pasar un inspector y no quería ver a nadie en la calle. No nos fuimos, nos quedamos en la estación de servicio de enfrente –de donde se prostituían–. Nos levantaron a todas”, resumió. Ella y dos compañeras fueron encerradas en la sede de la Brigada de Investigaciones de la Bonaerense en Banfield, en Virgilio y Vernet. Valeria no tenía idea de dónde quedaba aquello ni qué era.

La segunda vez fue a principios de 1977. Era temprano –”8, 9 de la noche”-- cuando llegó a su “plaza” en Camino de Cintura. “Estaba Romina sola. Paró un Falcón del que se bajaron dos tipos", que más tarde describiría como vestidos de uniforme militar y borcegos, que las agarraron del brazo y las subieron al auto, arrodilladas entre medio de las piernas de ellos, con la cabeza gacha. "Nosotras preguntábamos dónde nos llevaban y nos golpeaban en la cabeza”, contó. Al rato, escuchó un portón de chapa. Cuando pudo asomar la vista, vio “enfrente todo campo y me dijo: ¿Dónde estamos?”

De todos los tipos con los que tuvo interacción en aquel lugar, sólo recordó al que la recibió, sentado detrás de un escritorio: “Gordo, petiso, con entradas y pelo peinado para atrás, uniforme de la policía de la provincia”, puntualizó. Ése que cuando tuvo a Valeria y a Romina enfrente, levantó el teléfono y dijo: “Acá tienen a las cachorras que habían pedido”.

El loop

Ramírez contó que las subieron a un segundo piso por escalera, que a ella la tiraron en el primer calabozo y que, supuso, a Romina “en algún otro”. El calabozo “tendría dos metros por metro y medio, alargadito, un banco de cemento y una lamparita. La puerta era de fierro, no se veía nada, y tenía un buzón, se levantaba una tapita y ellos miraban y yo podía verlos”, describió. Luego el relato fue un loop de golpes, insultos y violaciones. Un día dos canas; al otro día, cuatro; otro, una manguera; otro, amenazas de un pepino, de una rata. Le daban comida si antes le hacía sexo oral al que le llevaba el plato. “Yo gritaba cada vez que podía, pedía auxilio. ¿Cómo podía ser tanto sufrimiento?”, sostuvo.

No tuvo más contacto que con sus abusadores, a excepción de aquel día en el que, mientras se terminaba de duchar, se cruzó en el baño con una “chica, pelo largo, delgada, demacrada, amarilla, todo el vestidito lleno de sangre, con botones”, describió.

“Estaba terminándome de bañar y siento correr unos tacos. El policía que se quedaba en el corredor –custodiándola– me decía que bajara la vista y no mirara para ningún lado. ‘Ya viene, ya viene’, escucho que le dicen y luego se siente a un bebé llorar. Aparece una milica que le dice a la chica que agarre un balde y se ponga a limpiar la mugre que había hecho”, relató. La sangre de su parto. Valeria dijo que la quiso ayudar a apoyarse en la pileta, pero que cuando “la milica” la vio, la agarró de los pelos y la “arrastró por toda esa sangre hasta adelante”. La tiró en el “buzón” hasta el otro día. Estaba desnuda.

Valeria no sabe qué sucedió con la chica ni quién era. Lo que sí aseguró es que había dado a luz a un bebé que quedó en brazos del policía del corredor. “Pienso que si estaba esta chica, en los otros buzones debería haber más gente. Escuchaba en la madrugada que se abrían y cerraban buzones”, aportó.

La búsqueda de las amigas

Con el correr de los días, sus compañeras comenzaron a sospechar de su ausencia. Una de ellas, a la que le decían “La Mono”, se cansó de llevarle comida y “papelitos” con mensajes a la Comisaría de Llavallol. “Valeria no está ahí. Hagamos algo”, pensó. Junto a otras chicas, a la mamá de Valeria, a la comadre, buscaron un abogado con el que presentaron un hábeas corpus.

Tras catorce días de encierro, finalmente los represores dejaron ir a Valeria. “Hoy vamos a tener la última diversión, porque lamentablemente te tenemos que largar”, recordó que le dijeron. La “largaron una noche”, temprano, en la que regresó a su casa. Recién cuando habló con el abogado que le habían conseguido sus compañeras supo que había estado encerrada en el Pozo de Banfield. De Romina supo tiempo después, tan solo una vez. “Tenía VIH y los abusos de Banfield le complicaron aún más”, contó.

Los años siguientes los pasó asustada, “con miedo a que me maten”. Regresó a la casa materna, en Belgrano, Capital Federal. Sufrió los efectos “físicos y psicológicos” de aquellas vejaciones, consecuencias que aún acarrea –”Yo no estoy bien”, aseguró–. Declaró décadas después, primero ante la Secretaría de Derechos Humanos. La primera vez, omitió contar cosas que le sucedieron durante su detención clandestina: “Tenía vergüenza y miedo --dijo-- de que no me creyeran”.