Una de las películas más inusuales que ha dado el cine argentino en el último tiempo se llama Herbaria y es un ensayo delicado y fascinante que traza una improbable conexión entre cinefilia y botánica. Se trata de la tercera película del archivista, programador y director Leandro Listorti, que se hizo del premio a Mejor Director en la Competencia Argentina del último Festival de Cine de Mar del Plata y que desde los primeros días de diciembre se podrá ver en Gaumont y el Museo Malba.

En Herbaria, Listorti explora los acervos de material fílmico, en museos y cinematecas, y los herbarios, lugares muy poco conocidos, casi misteriosos, donde se investigan y conservan con distintas técnicas –algunas increíbles– especies de plantas endémicas. A través de un recorrido muy libre, con fascinación absoluta por sus objetos, por momentos conmovedor, y también con sentido del humor, el director vincula ambas materias primas a través de sus procesos de preservación, y lo que ambas –a pesar de sus diferencias– pueden contarnos sobre el mundo, cuánto pueden acercarnos al misterio del pasado, a otras formas de existencia. “De herbarios no sabía nada. Siempre me gustaron las plantas, la naturaleza, leo e intento saber más, y en un momento, a través de la madre de un amigo, bióloga, que estaba a cargo del herbario de Bariloche, descubrí que existían estos lugares”, cuenta Leandro Listorti, que trabaja hace dos décadas con archivo cinematográfico, que hoy coordina tareas de preservación en el Museo de Cine Pablo Ducrós Hicken, dirigido por Paula Félix-Didier, y que es entusiasta y aficionado a la botánica en general. “A partir de eso empecé a conocer un poco más los trabajos que se hacían ahí, cómo funcionaban, y me di cuenta que eran bastante parecidos a los espacios y trabajos que hacemos en los archivos, en los museos de cine y cinematecas, manipulando estos elementos frágiles, tratando de conservarlos para que la gente los pueda disfrutar en el futuro”.

La premisa es bastante desoladora porque la constante en toda época es la misma: lo que conocemos no es el mundo, sino apenas lo que nos queda de él. El inicio de Herbaria entrega cifras terribles: más de 500 especies de plantas ya han desaparecido de la tierra en la historia reciente. Nunca las conoceremos. Más de la mitad de las películas sonoras en fílmico se han perdido y más del 90% del cine mudo también. Quién sabe qué registros se han diluido con ellas sobre épocas y formas de vida. Indefectiblemente, la tarea de conservación pone de manifiesto la certeza de nuestra propia extinción. Y, a partir de esa consigna, la película se ramifica como una enredadera en ideas que van desde lo más existencial hasta lo más pedestre. Desde reflexiones sobre la vida, la muerte y la destrucción de lo que nos rodea, a preguntas bien concretas y urgentes como: ¿Quién decide lo que se conserva? ¿Lo que conocerán otros de nuestro presente? ¿Con qué criterios? ¿Con qué recursos? ¿Qué y cómo?

PLANTAS DE FILMOTECA

El vínculo posible entre películas y plantas no está dado en Herbaria en un catálogo de sus mejores especímenes, y posibles cruces entre ellos, sino a través de un retrato del trabajo que llevan a cabo los obstinados y obsesivos –y poquísimos– guardianes que han decidido dedicar su vida por completo a la titánica tarea de conservación de estos materiales. Son parte de un proceso que, en su pequeñez y en su delicadeza, en su presencia casi invisible, tiene una ambición gigantesca y muy humanista: eternizar la historia para otros. Una misión que supone aceptar la idea de que se trabaja para un futuro al que no se asistirá, así también, que es posible acercarse al misterio del pasado pero nunca acceder del todo a él. “Estos son trabajos muy delicados pero tienen una proyección y una potencialidad enorme, inversamente proporcional a los chiquitos que son. De repente uno está mirando una película que tiene más de cien años, que fue filmada por alguien que puso la película en la cámara, y que después fue conservada por alguien que guardó esa película en una lata por años. Y lo mismo las flores, que fueron cosidas con un hilo hace doscientos años y están en el papel y uno las puede ver hoy. Esos cruces temporales me parecían muy interesantes y muy potentes. Estar viendo algo que había estado en la mano de alguien hace trescientos años, fue guardado y de repente se podía volver a tocar”, se entusiasma el director.

Las técnicas de identificación y de preservación de cine y de plantas son parecidas. Requieren una precisión y una paciencia que no cualquiera elegiría como trabajo o forma de vida. Se mantienen desde hace décadas, o desde hace siglos, y se socializan y crecen entre los pocos interesados. En la película –además de bellísimos y misteriosos registros de naturaleza en varias épocas, varios materiales y varias miradas– hay cruces reveladores sobre los tipos de conservación posible, sobre cómo accedemos al mundo y al pasado: algunas plantas y flores extintas, por ejemplo, hoy solo existen gracias a las imágenes en fílmico que otros registraron en otra época. Pero las imágenes en fílmico, por supuesto, tampoco son eternas. Algunas películas ya no existen más en forma física: la única manera de conservarlas, digitalizándolas, ha significado también su destrucción.

Filmada en 16 mm –con mucho oficio y delicadeza, pero también con mucho placer y curiosidad–, la película acompaña con su registro a la minuciosidad de la tarea de la conservación. Su pilar es una observación absolutamente fascinada y lúdica de biólogos y restauradores, mientras realizan estas tareas que tranquilamente podría considerarse una disciplina artística, y que le abrieron las puertas de sus espacios a Listorti un poco impresionados, cuenta él, de que otros se interesaran por ese trabajo tan específico, tan invisible. La película incluye además reflexiones y registros de cineastas vinculados a corrientes experimentales, Narcisa Hirsch y Claudio Caldini, amigos de Listorti y aficionados también a la naturaleza, que devanean desde otros ángulos sobre el paso del tiempo. “Uno de los principales atractivos para hacer la película tenía que ver con el registro del trabajo manual, que me parece muy fascinante, me atrae mucho ver a la gente trabajar y si es algo manual me parece más cinematográfico aún. Además creo que se transmite algo cuando el que está trabajando tiene una relación pasional con lo que hace, uno puede darse cuenta cuando una persona está dejando parte de su vida en lo que hace. Eso me parecía muy atractivo porque también tiene un tiempo raro, son trabajos muy delicados, demandan una paciencia de quien lo hace y de quien lo observa muy particulares”, dice el director.

CÁPSULAS DEL TIEMPO

Leandro Listorti empezó a trabajar como archivista de forma autodidacta. Es un oficio, que aún institucionalizándose, tiende a serlo: básicamente formado por trabajo de campo intenso, con el saber y bagaje de otros, y necesariamente motivado por un ímpetu de coleccionismo y relación pasional con los objetos con los que se trabaja. “El trabajo con archivo cinematográfico tiene algo de que uno está siempre aprendiendo y descubriendo. Siguen apareciendo tipos de película que no conocía, o formatos más raros que nunca había visto o cosas que uno lee y de repente la encuentra y las puede tener en la mano y las ve por primera vez. Muchas veces se descubren cosas en el material, pero a veces uno abre una lata creyendo que era otra cosa, o a veces uno abre una lata sin saber lo que va a encontrar y descubre algo nuevo. Es en parte uno de los atractivos de este trabajo”, dice Listorti, que también fue proyeccionista y programador de Bafici. Como director, de una forma u otra, sus películas están atravesadas, no precisamente por la memoria, sino por rescates más concretos y táctiles de la historia. La primera, Los jóvenes muertos (2010) es un documental sobre las decenas de suicidios de jóvenes y adolescentes en Santa Cruz, al sur de Argentina, caso en el que ya se había interesado la escritora Leila Guerriero en su primer libro, Los suicidas del fin del mundo, pero que más allá de eso, ha sido prácticamente olvidado por la historia. La segunda, La película infinita (2018), es un trabajo montado a través de fragmentos de películas argentinas nunca terminadas, que fueron abandonadas por sus directores –desde Mariano Llinás a Alejandro Agresti, pasando por Martín Rejtman, una Emma Zunz interpretada por Rosario Blefari o los dibujos animados de El Eteranauta por Hugo Gil–, que construyen una historia paralela del cine argentino. 

El archivismo, como oficio y como cosmovisión, recorre las películas de Leandro Listorti, cuya gran preocupación parece ser esa necesidad tan humana de desentrañar el pasado y luego contárselo de alguna forma a los que siguen. “Me gusta pensar en las películas como cápsulas del tiempo, que nos ayudan a proteger para el futuro los gestos y los sonidos que conviven con nosotros y que por distintas razones no somos capaces de percibir. Preocuparnos por su supervivencia, como por el de la naturaleza que nos comprende, creo que es una batalla que debemos dar con las armas que cada uno encuentre a su alcance”.