Su padre era el rey del mambo, ella fue la chica de Fama. “Acordate de mi nombre/ voy a vivir para siempre”, cantó Irene Cara en la canción que da nombre a la película. Escalante de apellido original, niña estrella del sur del Bronx hasta aquel salto al éxito, la noticia es que Irene murió el viernes en su hogar en Florida. Tenia 63 años, y hacía tiempo que recordar su nombre era una sorpresa más que una costumbre. Y eso que no tuvo un solo hit, sino al menos dos: la canción de Flashdance lleva su firma, y gracias a ella se llevó a casa sus Grammy y hasta un Oscar. Pero ni siquiera así.

Ambas películas contaron historias parecidas a la que hasta entonces era la suya: la de jóvenes artistas que trabajan duro para alcanzar sus sueños. Acosado por las polémicas que nunca faltaban a sus películas, el cínico Alan Parker siempre decía que su mejor rodaje habia sido el de Fama: el joven casting de actores ascendentes incluso agradecía que el catering fuese gratis. Hija de mamá Louise, que trabajaba como cajera, y papá Gaspar, obrero pero saxofonista en toda banda que hubiese en el barrio, Irene aseguraba que con sus dos hermanos y dos hermanas provenían de una familia musical, con una abuela en Puerto Rico que sabía tocar cualquier instrumento que tuviese cerca.

Su desafiante papel como Coco en la película dirigida por Parker moldeó su imagen, pero en realidad a los cinco años ya tocaba el piano, a los once ya había grabado un disco, y a los trece actuaba en una serie de televisión. Cuando mencionaban al pasar de que en Fama se parecía demasiado a Donna Summer se lo tomaba como un elogio: como la banda de sonido aún no estaba lista a la hora de filmar, habían usado de fondo el hitazo “Hot Stuff”. Tres años más tarde llegaron Flashdance y los premios, pero el esperado ascenso posterior al estrellato nunca tuvo lugar. En la mayoría de los obituarios que aparecieron desde que se supo la noticia, sacando su nombre del olvido, parecería que lo que sucedió es que simplemente hasta ahí llegó su suerte. Pero en realidad lo que pasó con Irene Cara es que se atrevió a pelear por lo suyo. Luchó contra la ley, y --al revés de lo que dice la cancion-- ella ganó. Pero perdió todo en el camino.

A mediados de los ’80, luego de un par de álbumes fallidos y de haber constatado que había cobrado menos de doscientos dólares en derechos de autor por todas sus canciones, le hizo un juicio por diez millones de dólares a Al Coury, el ejecutivo hasta entonces responsable por su carrera. Cara declaró que Coury --responsable de su contrato por seis años con RSO, y al que al año siguió a su propio sello, Network Records-- había abusado de su confianza, recomendándole firmar contratos injustos y abusivos tanto por la película como por su música.

A partir de entonces atravesó un calvario durante el que, contó alguna vez, debió enfrentarse no sólo con Coury sino con toda la industria, que le cerró todas las puertas. Tras ocho años de audiencias, finalmente una Corte en Los Angeles falló que debía recibir como compensación un millón y medio de dólares, pero para entonces los mejores años de su carrera ya habían quedado atrás. Es evidente que haber nacido en un barrio popular y toda una vida peleando por un lugar en la música no la habían preparado para los usos y costumbres de ese mundo de delincuencia de guante blanco que es el negocio discográfico.

 

No recuerdo si también se escucha en la película o sólo en los títulos de cada capítulo de la serie, pero sí tengo en claro que en todas las parodias que se multiplicaron luego del éxito de aquella historia que dio a conocer su nombre siempre se repetía una frase: “¿Quieren fama? La fama cuesta”. Supongo que Irene Cara terminó de entender realmente todas sus implicancias justo en el momento de su mayor éxito, en cada una de las ceremonias en las que recibió sus premios por la canción de Flashdance, cuando --confesó mucho después-- debía exhibir un rostro lleno de satisfacción y confianza ante los flashes, pero por dentro ya estaba empezando a pensar que iba a tener que hacerle juicio a su discográfica para reclamar lo que le correspondía. El auténtico precio de la fama. O como quiera que querramos llamarlo.