De nuevo era de día. El sol empezaba a pegar en las chapas y hacía sentir el calor. La pieza era un horno. La ropa seguía mojada. La panza me ardía, había tomado toda la noche. El Oso seguía roncando. Vivía de caravana.

Siempre arranco a la misma hora, cuando el sol pega en el agujero de la chapa. Me destapé. Me moví despacio. Saqué la mano de abajo de Natalia, y las piernas, de un golpe, de abajo de Griselda. Los otros seguían durmiendo. Los moví, pero no se despertaron.

Puse un pie en el suelo y miré donde pisar para esquivar la mugre. El brasero de la noche seguía prendido, y la olla con la sobra de arroz estaba apoyada en las brasas. En un costado había un montón de latas de aluminio, los cables quemados y los cartones. Entre los cartones y el balde de la meada, estaba el Toba.

Era el único que se despertaba conmigo. Encarábamos la olla juntos. Sacábamos las sobras y nos comíamos la costra de arriba. Ese era el desayuno. No nos daba el tiempo para traer más leña. En la calle somos muchos buscando. Si no salís temprano, perdiste. El agua y la yerba quedan para los pibes. Natalia se las arregla.

Después de limpiarme la cara con un trapo, agarré el carro para salir a la calle, y pensé en el Toba, siempre adelante del carro, ladrando, meando las cortinas, las sillas y la montaña de basura. Moviendo la cola fuerte. Una fiesta nuestra, de siempre, como las moscas.

Esa mañana fue distinto. El Toba no se llevantó. Estaba quieto. Las orejas las tenia para abajo y me miraba raro, con susto. Se pasó la lengua por la pata. Hacía tiempo que tenía la lastimadura. Se la dieron un día cuando salíamos a laburar. Ese día nos tocaba el basural. Los jueves llevaban los descartes del súper. El Toba corría con la lengua afuera, pedía agua y sombra. Cuando podía, paraba en una zanja y se llenaba la panza de agua.

Ya eran las tres de la tarde y no habíamos encontrado mucho; una bolsa con pan y pañales sucios, toallitas de las mujeres y un yogurt por la mitad. En otro contenedor encontré frutas picadas con gusanos. Los saqué. El Toba pasaba la lengua en la mierda del pan y los pañales.

Una vieja me dio un poco de arroz y una papa, y con eso, los cartones y las latas pegamos la vuelta. Natalia y los pibes y el Oso nos esperaban con el fuego listo para arrimarle la olla.

Me apuré, tiré de la cincha para mover el carro y pegamos la vuelta por la avenida. Las ruedas en llanta lo hacían pesado. El Toba corría cansado atrás. Escuché el cuetazo y el grito que pegó. Los pibes de la Elvira boludiaban con el rifle, y cuando lo vieron al Toba cansado, rascándose la sarna, le tiraron. El balín le dio en la pata. Le hizo un agujero justo en la coyuntura. Sangró poco, y dejó una mancha en el asfalto.

Desde ese día rengueaba, pero igual me hacía la segunda, y movía la cola cuando meaba las sillas. Lo ponía contento.

Lo ví en ese rincón, enroscado, triste, pasándose la lengua por el agujero. Las costillas se le salían para afuera. No rasqueteó la olla. Estoy curtido desde que nací. Siempre en la mala. Pero ahí me puse loco.

Cuando la Griselda, a los doce, apareció con la panza, pensamos que tenía parásitos, Gordura no era seguro. Si nosotros ni comemos.

Después, cuando se animó, la piba nos contó que mi viejo, cuando venía borracho, la tocaba y le metía los dedos, y dijo que había empezado cuando todavía no iba a la escuela, y que un día le metió el pito, y que ese día sangró.

La llevamos al hospital. La Griselda estaba de tres meses. La jueza le negó el aborto, pero la Matilde no. A fiado lo hizo.

Me la banqué, a esa y a otras, pero lo del Toba me mató. Desesperado, le revisé la pata. Se la moví para un costado y gritó. Ahí vi algo raro en el agujero. Largaba olor a podrido. Le salía pus. Cuando me fijé bien vi los gusanos. Se lo estaban comiendo.

No me dio asco. Yo les robé la comida a los gusanos muchas veces; pero esto era otra cosa. Se estaban comiendo al Toba.

Le puse la mano en la panza y sentí el cosquilleo de los gusanos. Hasta ahí habían llegado.

Me decidí. Agarré el ladrillo suelto de la medianera y lo puse al Toba con la cabeza mirando la puerta, las cortinas que tanto le gustaba mear. Los ojos le brillaron y quiso mover la cola. Ahí le encajé el ladrillazo en la cabeza.