Hace algunas semanas Camila Sosa Villada publicó en su cuenta de Twitter una situación vivida durante un vuelo. Decía lo siguiente:

Situación avión ayer: me tocó sentarme al lado de una veinteañera rica, negra, uñas esculpidas, trencitas de polipropileno, cartera Louis Vuitton, alta y de brazos muy largos. Una chica trans. Evidentemente incómoda en el asiento. Como todos. Se movía. Se sacudía las trencitas y me pegaba en la cara. Molestaba al señor delante de ella. El acabose fue un codazo en mi teta. Al rato, en otra pataleada molesta al señor delante de ella y le pide que pare de golpear su asiento. NO PUEDO. SOY UNA MUJER TRANS. SOY ALTA. SI LES MOLESTA QUE LOS TOQUE SE HUBIERAN SACADO UN ASIENTO EN PRIMERA. Y continúa molestando hasta que le digo que tuve un mal día. Que está equivocada. Que no es un delirio pedirle que no me golpee. Y saca la carta de que la agredo porque es trans. Le digo: yo también. Y se desfigura. Me dice que no está brincando bla, bla. Bueno. Me mantuve despierta todo el vuelo. Y ella nunca cedió. Siguió golpeándome. Estas nuevas generaciones no se merecen toda la gesta travesti. No es la primera vez que me topo con esa topadora de egoísmo que ya no responde a una identidad si no a una clase. Ahora son ricas. Ahora son de clase media y te lo hacen saber. Se comportan como cualquier pendeja prepotente con dinero. Que se acabe el mundo ya.

Me gustaría pensar que aún estamos a tiempo de darnos este debate y cambiar, pero algunas experiencias recientes me dicen lo contrario. Es lamentable lo mucho que hemos sido domesticadas. Lo mucho, lo profundo y lo rápido. Varias de las que se llenan la boca con los nombres de Lohana Berkins y Diana Sacayán hoy son partes funcionales de la enajenación capitalista. Acceden a ser asimiladas, dejan de venderle el cuerpo al cliente de los bosques de Palermo, para vendérselo al Estado burgués y con ello van permitiendo que les inoculen lentamente creencias, convicciones y consignas que las enclasan en un sitio muy lejos de lo que otras muchas travestis deben vivir a diario. 

Olvidamos muy pronto y muy fácil que el acceso a los derechos no nos generó una deuda con la política burguesa, sino una obligación con la clase que engendró la lucha. La magia del sistema capitalista, heterocentrado y cisexista es su caminar en la sombra, siempre bien disfrazado de cultura y civilización. Su ardid es darnos pequeñas recompensas de los derechos que él mismo nos ha expropiado y hacernos sentir felices y en deuda, obligándonos a devolver más tarde o más temprano con nuestra complicidad y silencio. Cuando te quieres dar cuenta, ya tienes la cultura hecha carne y huesos, habitus, diría Bourdieu, y te quedas sin siquiera la posibilidad de imaginar una salida por izquierda.

A veces hasta se apropian de los ideales más nobles, como el amor. Hace algunos meses atrás escribí en estas columnas sobre una iniciativa llamada Amor-cis-trans de la que honestamente hoy debo retractarme. Lo que en principio se presentaba como un espacio de emancipación de las dinámicas vinculares entre personas trans y cis, es otro sitio más en dónde las travestis y las voces disidentes son acalladas en pos de la proliferación de discursos militantes estandárizados. No me atrevería a afirmar que la censura de ideas sea su vocación principal, pero lamentablemente la presencia de personas cis -educadas siempre para hablar y nunca para oír- acarrea actitudes de menosprecio, de tutelaje y de vigilancia hacia las ideas travestis y trans. 

Confieso que tras aquella nota sentí entusiasmo por participar del grupo. Pero con el tiempo fuí observando cómo permanentemente la mirada de las personas cis tenía prioridad y las pocas voces trans a las que se les otorgaba protagonismo era la de aquellas más cis-normadas. Cuando se daban debates picantes en los que las travas disponíamos de nuestra habitual dinámica conversacional, de chistes con doble sentido, de ironías, de chicaneos, inmediatamente los ceños se fruncían y se criticaba esta dinámica con dichos tales como “chicas, ya nos somos las travas de los 80.

Pero el summum de la estupidez llegó cuando los administradores del grupo dispusieron de un sistemas de tarjetas amarillas y rojas, obviamente administradas discrecionalmente, con las cuales disciplinar a las travestis y proteger la participación cis y cis-normada. Son este tipos de acciones las que vuelven a poner en evidencia que aún a pesar de las buenas intenciones, sin una problematización profundamente liberal y anticapitalista, todos los esfuerzos caen en sacos rotos. No basta con profesar ideales emancipatorios, con proclamarse una disidencia dentro de la disidencia sino van a hacerse cuestionamientos profundos y deconstruir realmente las dinámicas tradicionales entre personas cis y trans, siempre atravesadas por jerarquías y sumisión. La disidencia es sobre todo política, no solo sexual.

Apuesto, sin embargo, a que la herencia de nuestras viejas algún día no nos avergüence, a que podamos hermanarnos en la conciencia de clase, a encontrarnos más en nuestra historia y menos en el relato que nos vende la política burguesa. Sólo así será posible enorgullecernos de la incomodidad y de la desobediencia y merecernos toda la gesta travesti.