De dos hermanos que se quieren mucho en la música y en la vida se trata la cosa. Bebop vendría a oficiar entonces, más que como el club de jazz que habitualmente es, como una especie de hogar suplente, coyuntural… familiar, incluso, dado que parte de quienes lo llenan esta noche (la del jueves) se reparte entre familiares de Luis Borda que llegaron desde Alemania para participar de un acontecimiento familiar, y viejos amigos de los Borda –suyos, y de Lidia—procedentes de Villa Bosch, la barriada de San Martín que los vio nacer. Se mezclan, entonces, dos franjas humanas que bien podrían funcionar como una especie de síntesis --a escala humana, claro-- de lo que se escucha durante el concierto. Un poco de universo, o sea, con otro mundo sonoro no menos significativo, de músicas argentinas, rioplatenses, algo tangueras, algo folklóricas.

El nombre que engloba esta alquimia de sensaciones y sonidos, es el del disco que Lidia y Luis acaban de publicar como dúo, bajo el nombre de El hilo invisible. Dicen que se llama así porque, más allá de ser concebido entre Munich --donde vive Luis-- y Buenos Aires --donde lo hace Lidia-- radica en una urdimbre sonora, que trasciende al tiempo y la muerte. Puntualmente, al lazo que los une a su hermano Alejandro, recientemente fallecido. El clímax previo, fino y elegante de la casa musical –útil para templar recuerdos—que mezcla músicas suaves con fotos de grandes músicos y luces rojas de concert, da paso a la acción cuando se escucha la voz en off de Gillespi anunciando lo que vendrá. Daniel Godfrid, inspiradísimo pianista que suele acompañar a Lidia en sus conciertos solistas, se sienta a la derecha; el contrabajista Cristian Basto se para a la izquierda. Y los hermanos en el centro. La primera acción es una pieza de Luis cara a los sentimientos musicales de la familia. Se llama “Al otro lado del río”, y los primeros acordes de la guitarra de Luis despejan cualquier duda acerca de ese sentir: es un homenaje a Alfredo Zitarrosa. Una milonga con olor a chamarrita, o bien una “milonga achamarritada”, como patentó libre de prejuicios don José Larralde. Le sigue otra, de matiz distinto en honor al eclecticismo. “Barco partido” se asienta en un tono más dramático, algo tanguero –porque todo lo que hacen los Borda tiene algo de tango, aunque no parezca--, y algo sombrío, además, como de puerto gris en una noche de niebla. Para Luis, quien lo compuso, el tema trata de las reflexiones de un barco partido en el medio del mar. Surrealista.

Entre copa y copa transcurre entonces la segunda presentación en vivo de El hilo invisible, que por supuesto no transitará solo por los temas del disco. Hay una historia musical en común que une a Lidia y Luis, discos de él en que participó ella, y viceversa. Manzi, caminos de barro y pampa, por caso, es uno de los de ella, y radica en el acervo cancionero y centralmente campero del enorme Homero, en el que él se ocupó de los arreglos musicales en favor de un trabajo sencillamente formidable. De tal labor conjunta, los hermanitos recrean “De barro”, letra de Manzi musicalizada por Sebastián Piana. Otro tanguito que hacen es uno de los tardíos, o de la baja edad de oro del tango: “Quedémonos aquí”, Héctor Satamponi-Homero Expósito, 1956.

Hasta aquí –medianoche-- todos, los cuatro, tocando sin parar. Luego hay un stop. Lidia se hace a un lado, y se sienta a escuchar primero a Luis en trío, y luego a él solito y solo. En trío se le escucha hacer una pieza inspiradísima, bella, emotiva de “Estampa del norte”, instrumental en que el guitarrista viaja por varios ritmos del NOA, e incluso llega a hacer sonar la guitarra como un charango. Sencillamente formidable. Tras ella, muy aplaudida por cierto, Luis se calza la eléctrica. Debido a alguna razón propia de la cinética, del semblante, se le nota que le pasan como un flash aquellos años de Ave Rock –banda que integró durante la década del setenta—y se planta al frente con una versión de “La vida después”, tema suyo que Lidia “le autorizó” a cantar. “Esta es una remembranza de mis 17 años”, le cuenta Luis a propios y extraños, mientras afina la eléctrica y empina otra copita. “La cosa es así, yo le mandaba las canciones del disco a Lidia desde Munich, y esta se la mandé cantada por mí, para que fuera un poco más amena la escucha, ¿no?, y ella me sugirió que la cante yo. Creo que su decisión estuvo relacionada con el significado de la canción, ya que se trata de mi pasado en el mundo del rock y habla de lo que uno se puede imaginar sobre lo que pasa después de la vida”.

La canción, en rigor, se llama “La vida después” y Luis la compuso cuando falleció su amigo Rodolfo García. “Yo estaba en Munich, y salí a caminar. Llovía, sentí que me estaba comunicando con amigos que ya no estaban, y me empecé a acordar de situaciones vividas con ellos… un gesto, una mirada, alguna frase, en fin…”, se explaya Luis, en el momento más intimista de una noche de por sí intimista.

El concierto empieza a perfilar su trama final, cuando vuelve la mezzosoprano Lidia a escena. “Me encanta esta canción de Luis, porque sus fantasmas son amigables, son aquellos con los que uno se quiere quedar, en la ausencia”, dice ella, y luego se apresta para activar una visita medio lisérgica, todo extraordinaria, de “Vuelvo al sur” (Piazzolla-Solanas). Tras ella, no olvidan a sus viejos amigos, amigas, de Bosch para evocarlos con un blues postrero que se luece en la voz de Lidia: “Vos, yo, y un blues”.

Para qué más.