Coco recordará para siempre sus asombrados catorce años viendo venir por la ruta los camiones con soldados armados y los tanques. Recordará una fila verde y larga parando casi en la puerta de su casa pegada a esa ruta. Recordará a un soldado bajando del Sherman señalando la bomba manual y pidiendo agua. Coco se recordará a si mismo preguntándole si quería agua para tomar, y recodará -para siempre- la mirada torva del soldado en sus ojos y la respuesta brutal: “balas vamos a tomar”.

Era Junio de 1955.

Héctor “Coco” Loza, nacido y anclado toda su vida en Verónica, también ha olvidado algunas cosas, y contra lo que se pudiera pensar, no son producto de las goteras en la memoria de este hombre de ochenta y dos años: son apenas defensas ante algunos dolores. Por ejemplo no recuerda (a pesar de que vivía muy cerca) la salida de los aviones desde la Base Aeronaval de Punta Indio, con el objetivo de masacrar al pueblo en la Plaza de Mayo, que sucedió quizá ese mismo día. Pero tampoco recuerda que siendo un niño tambero de siete años, trabajaba llorando por el esfuerzo de la tarea diaria, sumado a la nostalgia de su casa. Eso lo sabe porque tiempo después se lo recordó un compañero en una charla casual “y es raro, porque trabajé mucho tiempo ahí y ya tenía siete u ocho años. Pero no lo recuerdo. Si, recuerdo que el trabajo era muy rudo, había que levantarse a las dos de la mañana, poner el ternero a que chupe para que la leche baje, poner los tachos, sacar el ternero, ordeñar, llevar los tachos pesados al carro, cargarlo, llevar el carro hasta la ruta…pero no recuerdo que lloraba. En fin, lo olvidé”. Sin embrago recuerda el día que llevando el carro a la ruta, se quedó dormido y cayó bajo las ruedas del carro cargado. Me cuenta sonriendo que las piernas le quedaron negras de moretones y que su hermano lo curó con sal, pero esa sonrisa guarda un zócalo de tristeza o cansancio. Quizá lo cruza una nostalgia de ausencias tardías, mientras sus dedos suaves recorren el diseño bajorrelieve del mantel de cuerina donde todo está dispuesto para el desayuno: dos yerbas distintas, te, azúcar, edulcorante, galletitas hechas por su compañera de toda la vida, Marcela y varios mates porque “la pandemia no terminó”.

Verónica es un pueblo de veinticinco cuadras por trece. Tiene una estación que mantiene su estructura original inglesa, pero no tiene vías ni tren, porque fue cerrada en al año setenta y seis y vive entre varias contradicciones: la base aeronaval es lo que mantuvo vivo el pueblo, y le evitó la mala hora que tuvieron las aldeas cercanas, como por ejemplo Pipinas, que cuando cerró la fábrica de cemento Loma Negra, se convirtió en una geografía de hados infaustos.

La segunda contradicción (simpática si se quiere) es que vive casi apretada contra la costa de Punta del Indio, donde deben decidir si allí el mar es marrón o el río es salado. Vivir en los límites de algo (cualquier algo) tiene un aire vertiginoso en ese pueblo solitario donde el único micro que lo conecta al resto del mundo entra a las once de la mañana y sale a las dos de la tarde.

Tengo la sensación de que salvo sus habitantes, nadie recuerda a Verónica. O no la recuerdan o no saben de su existencia, a pesar de que durante la última dictadura militar funcionó allí una base de inteligencia que llevaba registro de la vida y movimiento de cada uno de sus vecinos.

Coco mira por la ventana, repasa las fotos de sus recuerdos, hace una martingala en su cabeza, esquiva alguna imagen y dice que durante la dictadura nunca tuvo problemas con nadie, y eso que tenía una razón más que evidente: Su foto con el presidente Perón el 18 de diciembre de 1973 le había dado la vuelta al país. Ahí sí, Coco recuerda entre carcajadas porque “yo había hecho una escultura en quebracho, y llega mi hermano y me dice “mañana le vas a regalar la escultura a Perón” y yo pensé que se había vuelto loco, pero bueno, allá salimos de Verónica a la noche, cuatro en un fitito y un quebracho de cincuenta kilos”. Coco guarda una copia, no solo de la foto, sino del Comunicado del Presidente de la Republica en Casa de Gobierno “porque mi hermano tenía conocidos allá y le pedí que consiga una copia porque con los nervios no pedí que me sacaran una foto y pensé que no tenía ni un recuerdo. ¡Estaba tan nervioso que ni vi que todo el mundo había sacados fotos y que al día siguiente estaba en todos los periódicos!”.

Claro que no todo había comenzado ese día, Coco tenía un recuerdo anterior porque “En Punta Indio allá por el cuarenta y pico, había un Automóvil Club y para una navidad, Perón y Evita habían mandado juguetes para los niños. Nosotros éramos trece hermanos y de verdad éramos muy pobres, así que allá me fui y volví a mi casa con una bolsa de juguetes para mis hermanitos. ¡Yo solo era los tres reyes magos! Todavía recuerdo sus caras”.

Era una época familiarmente dura, y una forma de supervivencia era ir al rio a buscar caracoles para vender. Muchos caracoles “como para llenar por día media bolsa de arpillera y la vendía y se pagaba bien porque los restaurantes de la capital los servían como un manjar y la costa del río estaba llena, pero bueno, para que resultara útil había que completar media bolsa por día. Era duro, se te lastimaban las manos y las rodillas, pero rendía” recuerda este hombre que a los cuatro años quedó huérfano de padre. Él y sus doce hermanos.

“Mamá lavaba ropa para fuera, con eso nos mantenía y por eso mismo yo a esa edad no llegué ni a completar la primaria. Había que ayudar a parar la olla”.

Ahora recuperando esa sonrisa de charlar cuenta que a sus ochenta y dos años no puede quedarse quieto, que le gusta el programa de radio que hace con Marcela los fines de semana y que sigue haciendo esculturas “en madera y también en hierro. ¡Trato de hacerme el Kily!”. Habla de Christian Fernández Glazer, “el Killy”, escultor en chatarra que tiene en todo Verónica una exposición permanente. Desde una estatua de Maradona, hasta un mural pidiendo memoria, verdad y justicia más otras varias obras, todas en espacios públicos, plazas, museos. “Este cristo me llevó muchísimo trabajo. Son los viejos clavos del tren. Durísimos. Hay que ponerlos al rojo vivo y así y todo cuesta martillarlos. Me gusta como quedó”.

Aquí el medio día en enero es un aire duro bajo un sol que cae a plomo. Es un desierto donde las casas reverberan y el aire huele a polvo. No se siente la proximidad del rio-mar. Alguien me dijo que Verónica era un pueblo “desangelado”. Quizá sea por la presencia de algunos fantasmas que fueron quedándose como trastos olvidados. Algunos en el ´55, otros en el ´62, y otros en el ’76. Puede ser. O quizá sea apenas por la noción de ser el conjunto de casas que, a diferencia de los otros pueblos cercanos, sobrevivió a todo gracias a la base militar y aún tiene el Rotary, el Lawn Tenis, un Restó, y “El Vasco”, el valiente bar que resiste olímpicamente desde el año 1962.

“En fin, que va a hacer…” dice Coco mientras mira buscando adentro de la galera, y sigue decidiendo esconder algunas palomas algo mustias de olvido y vuelve a sacar el mismo conejo: “lo de Perón fue inolvidable” repite despacio.

Las glorias quedarán ya lejos para siempre jamás. Pero los recuerdos siguen aquí, los recordados y los olvidados a conciencia, mientras recorre con los dedos suaves, los dibujos del mantel de cuerina con una sonrisa que muy abajo, tiene un zócalo de nostalgia, que aparece cada vez que el Coco recuerda.