El crimen de Fernando Báez Sosa, asesinado a golpes por una “patota” o grupo de rugbiers a la salida de un boliche en Villa Gesell, se encuentra en plena etapa de juicio bajo la carátula de “homicidio doblemente agravado por alevosía y por el concurso premeditado de dos o más personas”, según los medios de comunicación, y lo importante: sometido al escrutinio social y bajo la estricta cobertura mediática.
También es una gran oportunidad para visibilizar el grado de dificultad que presenta actualmente la problemática de la violencia y los conflictos deportivos y sociales y la falta de medios adecuados, por parte del Estado-Nación, y de elementos adecuados para enfrentar con éxito dicha problemática.
El punto razonable y lógico para comenzar debería ser la educación y la formación con el fin de romper con estereotipos o mandatos sociales y comprender que uno de los pilares fundamentales, no el único, para la prevención de la violencia es la transversalidad de las cuestiones de género y diversidad. Para ello, hay que problematizar los mandatos, los privilegios, las relaciones de desigualdad y de complicidad que, en la actualidad poseen los “varones” y “las masculinidades” y por qué no, las mujeres.
Impartir directivas y formación para tratar de entender por qué existen estos mandatos, acerca de cómo ese constructo social de virilidad masculina genera situaciones de desigualdad y violentas; creando vulneración a la libertad, autonomía, igualdad y desarrollo personal; de ahí que las mujeres y las diversidades están desventajados y en condiciones de inferioridad.
Desde este punto de vista, es necesario entender que las masculinidades representan un modelo de comportamiento que se construye en la sociedad y que en determinados ámbitos se exacerban con el único fin de “pertenencia” y justamente tiene que ver con las ideas, valores, expectativas y conductas que se esperan de ese “varón más macho, más masculino” y claro, en tiempos contemporáneos la identificamos a partir de la formación en un sistema patriarcal, cis-heteronormativo, xenófobo y racista.
Esta cuestión no es novedosa, ni mucho menos; tiene sus comienzos en 1970 en Estados Unidos y algunos países escandinavos, en donde un grupo de “hombres” se unen para reflexionar sobre la condición masculina. La Declaración y Plataforma de Acción de Beijing de 1995 es uno de los instrumentos, es una agenda con visión de futuro para el empoderamiento de las mujeres y niñas, y además alienta a “los hombres” a que participen plenamente en todas las acciones encaminadas a garantizar la igualdad. Cabe aclarar que, desde la perspectiva de los derechos humanos, la igualdad no se refiere a la semejanza de capacidades y méritos o a cualidades físicas de las personas, sino que es un derecho humano autónomo, es un valor establecido ante el reconocimiento de la diversidad humana.
La “masculinidad” se entiende como un modelo de comportamiento o práctica social asociada a la posición que ocupa el “varón o el hombre” en las relaciones entre los géneros en una sociedad determinada; exigiendo que estos comportamientos sean agresivos, fuertes, racionales, racistas y xenófobos; pretendiendo ubicarse en una relación de poder respecto a otros/as. Se espera que ese “ser masculino” sea competitivo, viril, arriesgado, sin emociones, sin miedo, responsable, proveedor y, en algunos casos, violento. Es lo que se conoce como “masculinidad hegemónica”, a la cual --además de lo anterior-- se le suma la heterosexualidad.
Bajo estos mandatos crecen y se educan personas, se sociabilizan; a ello se le suma otro elemento constitutivo, que se ha visto claramente entre los acusados, el de “la complicidad masculina”, ser parte activa o pasiva de hechos o situaciones y guardar silencio reafirma su condición de “macho”, “varón” u “hombre”, incluso si con ello se fue una vida. La complicidad para sostener, socialmente, el racismo, validar su actuar y justificar la desigualdad, y ahí esa frase resonante: “es un negro de mierda, mátenlo”, según testigos.
Esta búsqueda de disciplinamiento, el silencio cómplice, el paternalismo heroico y la resistencia a lo distinto debe ser confrontado y acompañado con un sentido pedagógico, de formación y transformación para entender que ese privilegio de pertenencia lleva al caos y a la muerte.
En este sentido, el Estado-Nación debe contribuir a la prevención de la violencia y a la discriminación, con perspectiva de género interseccional e intergeneracional, que cuestionen los mandatos de masculinidad patriarcal, promoviendo masculinidades capaz de vivir en armonía con la feminidad y lo diverso --nueva masculinidades-- libres, con “varones” que se piensen como parte del género y que transciendan lo individual con consciencia social. Entender que existen “nuevas” formas de habitar la masculinidad, que permiten construir “nuevas” formas de relacionarse, con otros deseos, valores y emociones.
Las “masculinidades” forman una línea de trabajo, no única ni exclusiva, de interés social, relacionado con las cuestiones de formación en perspectiva de género y con total vigencia para las transformaciones sociales en cuanto a roles tradicionales para lograr --o intentar-- una sociedad más igualitaria e inclusiva, respetuosa de la diversidad e identitaria.
Las personas debemos ser capaces, a partir de la formación, de construir nuestra propia identidad, con nuestros propios proyectos, a partir de aprehender las cuestiones de género a partir de la familia, la escuela y tal vez la sociedad, esta sociedad, que a partir de crimen de Fernando se someta a un grito eterno y diga “basta”.
Carolina E. Ibarra es abogada. Dirección de Acceso a la Justicia de la Procuración de la Nación, docente.