Sábado a la mañana. ¡Qué lugar tan elegante! Sillas Luis XVI tapizadas de pana roja, mesas con lámparas estratégicamente situadas, impecable moquette y una cuidada pinacoteca colgada de las paredes. Un imperceptible florero con rosas blancas centradas en un fondo negro verdoso, pintado al óleo, era mi obra favorita. Recorría con la mirada, una y otra vez, sin cansarme la sutileza de esos blancos de color, y de esta manera lograba contener mi intranquilidad hasta que llegaba mi turno. La señorita Alicia, secretaria y ocasional asistente del odontólogo, abría la puerta vestida con su guardapolvo blanco impecablemente almidonado y un peinado de peluquería batido con mucho spray y puntas hacia arriba, a juego con su maquillaje infaltable y anunciaba mi apellido. Recién entonces podía entrar al consultorio.
¡Qué manera de pasar un sábado! Mamá trabajaba y era el único día que me podía llevar.
Por la ventana abierta de par en par entraba una suave brisa y mostraba calle Paraguay desde Córdoba. Mirando con extrema atención la gente pasar por la vereda disfrutando los rituales de sábado a la mañana, deseando estar del lado de afuera, intentaba mitigar el sufrimiento que Juan Torres, único especialista en ortodoncia de la época, le ocasionaba a mis dientes desparejos. Un nuevo y largo alambre estaba siendo enhebrado en mis brackets.
Era sábado a la mañana. La ventana abierta parecía una pantalla de cine. El sillón alto del consultorio, una butaca. Una única espectadora inmóvil. Mamá permanecía de pie en un costado y el odontólogo iba y venía del mueble donde guardaba sus materiales. Ese mismo mueble con el que se había hecho un siete en el pantalón el día que le mordí el pulgar y se cayó para atrás. Esa vez me echó a los gritos. Y me fui rápidamente, asustada pero contenta, antes de que él cambiara de opinión.
Pasaron varios minutos y la gente de pronto ya no paseaba. Grupos de jóvenes corrían dispersos y se atropellaban desorientados. Un escuadrón de policías avanzaba a paso firme, con cascos y armas, habían doblado desde calle Córdoba, por la esquina de “La argeliana”.
Formados en un bloque compacto disparaban sobre los jóvenes asustados, confusos y desordenados.
Torres de un salto cerró la ventana
–¡Al piso! -gritó.
Mi madre, él y yo permanecimos tirados en el suelo de mosaico. Se escuchaba la respiración agitada de los tres, yo miraba el metro de alambre que me colgaba de la boca y me sentía un moncholo recién pescado.
La señorita Alicia había recibido la misma orden y junto al paciente que tenía el próximo turno estaban tirados en el piso de la sala de espera. ¡Qué suerte, a ellos les había tocado moquette!
Un silencio largo, sólido, ya no se escuchaban gritos, los sonidos eran imprecisos, algún disparo distante…
–¿Dónde tenés el auto?
–En la playa de al lado.
–Váyanse… ¡Ahora!
Corrimos, la casilla del cobrador estaba vacía. Mamá, nerviosa, me ordenó tirarme en el piso del Fiat 600. Me hice una pelotita y obedecí. Huimos por Rioja, dejando atrás la confusión que aún reinaba en el lugar.
Llegamos a casa, unas quince cuadras al este del consultorio. Los vecinos charlaban en la vereda, entre compra y compra, disfrutando de la brisa y el ritmo relajado del sábado a la mañana.
No dijimos nada, nadie nos preguntó nada. Sólo la señorita Alicia nos sugirió elegir otro día, que no fuera sábado, para el siguiente turno.
Yo tenía 11 años y había visto empezar el Rosariazo desde el sillón del odontólogo.