“Hace veinte años que trabajo de esto y nunca vi nada igual”, aseguró Alejandro Muñoz. Su declaración fue bajo el juramento de decir “solo la verdad y nada más que la verdad”, así que no queda otra que creerle. A pocos metros de él, un grupo de jóvenes estaba pateando encarnizadamente a otro muchacho tirado en la vereda de enfrente. Luego se supo el nombre de la víctima: Fernando Báez Sosa. La golpiza había provocado su muerte.

Muñoz era entonces jefe de patovicas de Le Brique, el boliche de Villa Gesell donde en la noche del 18 de enero de 2020 un grupo de pibes fue sacado del local por incidentes. Todavía no está claro el motivo concreto de la gresca, quién la provocó y cuáles fueron las gradaciones de responsabilidades de sus participantes. Pero de lo que no quedan dudas es del accionar de los lugares bailables en este tipo de acontecimientos: la orden es echarlos y sacarlos hasta la vereda. La maniobra no solo responde a eyectar el conflicto de la disco, sino --sobre todas las cosas-- de empujarlo hasta una jurisdicción en la que el boliche ya no es responsable. A partir de la puerta, la zona y el uso de la fuerza y la represión ya corresponden a la Policía.

Dicen que Muñoz lloraba mientras recordaba la noche del 18 de enero de 2020, la saña de los golpes, la desproporción de los bandos y la indefensión de Fernando Báez Sosa. Incluso, agregan, se abrazó con la madre de Fernando en la sala del Tribunal Oral Criminal Nº 1 de Dolores donde se realizan las audiencias del juicio por el crimen. El patovica hablaba como si fuera un turista que paseaba por la avenida 3 y, de golpe, se encontró con un hecho ajeno a él. ¿Pudo Muñoz haber hecho algo más para evitar esa emboscada iniciada una vez que él y sus compañeros sacaron a los contendientes a la vereda? Sus lágrimas no bastan para lograr una respuesta.

El juicio por el homicidio de Fernando Báez Sosa vuelve a poner sobre la palestra un tema que había tenido gran resonancia en otro enero, el de 2020. Pasaron tres años entre un hecho y otro, mucho tiempo para profundizar investigaciones y ampliar la perspectiva del análisis. Sin embargo todo parece volver a foja cero: no se discute más que la violencia de los rugbiers de Zárate (inicialmente diez, aunque ahora solo ocho de ellos acusados). Una historia, a esta altura, harto conocida y de la que no quedan muchas dudas.

Curiosamente queda fuera del foco el rol de la seguridad privada del boliche (la que sacó a los jóvenes del local y los empujó a la vereda, donde quedaron cara a cara) y también el de la Policía Bonaerense, ausente en el momento de la paliza, pese a que se produjo en una calle céntrica y de gran conflictividad en la noche del verano geselino. Lo que parece una brutalidad entre adolescentes enfrascada dentro de una pelea en la que operar desde el consumo de alcohol hasta cuestiones de clases, en realidad tiene un marco mayor que se explica en una dinámica más real. Permite entender ciertos patrones en situaciones similares que se dieron antes, durante y después de la muerte de Báez Sosa. Y que, de hecho, se siguen replicando durante este mismo verano.

En efecto, una serie de hechos simultáneos al juicio imponen una nueva mirada sobre aquella madrugada fatídica en Le Brique y sus alrededores: es la saga de episodios de violencia que se están observando en distintas salas bailables del país. El más resonante ocurrió el domingo pasado en Club Leloir, de Lanús. Tomás Pennisi estaba festejando su cumpleaños número 21 con amigos, hasta que en un momento decide sacarse la camiseta y quedar en cueros, acaso por la euforia y el calor del verano. La acción está prohibida en el boliche, así se lo hicieron saber los empleados de seguridad antes de sacarlo. Según Pennisi, los patovicas lo apartaron a un rincón que no tomaban las cámaras de seguridad y lo golpearon. Como testimonio, quedó su remera blanca bañada en sangre. Quiso escrachar a la disco en redes, pero lo bloquearon. Igualmente su posteo fue acompañado por varios comentarios de personas contando situaciones similares en ese lugar. Luego hizo la denuncia en la UFI 6 en lo Criminal y Correccional de Lanús y este sábado 14 hubo una concentración en la puerta de Club Leloir, en Hipólito Yrigoyen 295.

Aquella misma madrugada, pero en Cañuelas, Damián Páez, de 18 años, aguardaba un remise con una amiga y un amigo en la puerta de la disco Alcuba, hasta que fue sometido a una paliza por un grupo de jóvenes que la víctima asegura desconocer. La seguridad de la disco se desentendió del hecho y una amiga de Páez tuvo que tirarse encima de él, cuando yacía abatido en el piso, para evitar que le siguieran pateando la cabeza. Está radicada una denuncia en la Comisaría 1ª de aquella localidad bonaerense, aunque hasta el momento sin grandes movimientos.

Días antes de aquellos episodios, más precisamente el jueves 5, Hugo Acosta Fornasari, de 23 años, fue sacado a las piñas de la sala bailable Yes de Santa Rosa, capital de La Pampa. Los patovicas hablan de una situación de abuso sin mayores detalles, aunque los videos tomados por celulares no muestran nada de eso (tampoco los del boliche). Acaso por esto último es que una seguridad mujer amedrenta a uno de los muchachos, diciéndole que está prohibido filmar. Acosta estaba con su novia.

Cuando los boliches hablan de “protocolos de acción” se refieren en verdad a una serie de usos y costumbres no escritas. La muerte de Fernando Báez Sosa evidenció las falencias de estas estrategias: expulsar a los que pelean no necesariamente implica desactivar la riña, tan solo sirve para que el boliche saque el problema de su local, pero a veces esto se logra al costo de que recrudezca afuera, cuando los contendientes se vuelven a encontrar con las pulsaciones a mil y un rencor difícil de dominar si además hubo consumos que limitan conductas conscientes.

Por otro lado, los patovicas (no solo los de Le Brique, sino los de cualquier boliche), indican que evitan intervenir en lo que sucede en la calle porque, aseguran, eso puede traerles problemas. Es que esa es jurisdicción de la Policía y es ella la que debería actuar. El tema es que, para que suceda eso, es necesario que los efectivos estén presentes. Cosa que en Le Brique, extrañamente, no sucedió.

En diciembre de 2006, Martín Castelluci murió después de estar internando cuatro días. Había sido golpeado salvajemente en La Casona de Lanús por el patovica José Lienqueo Catalán, quien había echado a un amigo suyo por discriminación. Lienqueo Catalán recibió una condena de 11 años y 9 meses de prisión, aunque recuperó su libertad antes. Desde ese entonces, los padres de Castellucci iniciaron distintas acciones públicas que derivaron en la Ley Nacional 26370, promulgada dos años después de su muerte y tendiente a establecer requisitos, condiciones y conductas tanto en la contratación como en el comportamiento de personal de seguridad en espectáculos públicos.

La norma vigente ataca el problema a medias, en la medida que muchos de estos se prolongan en las adyacencias del boliche, pero ya fuera de él, y por lo tanto sin responsabilidad alguna de la disco y su seguridad. En ese sentido, Oscar Castellucci (padre de Martín) brega ahora por la creación de la Agencia Nacional de Nocturnidad, un organismo que justamente busca complementar la responsabilidades de la disco con las del Estado. El proyecto de ley fue presentado en noviembre en el Congreso de la Nación, aunque está congelada en el aire mientras los diputados de Juntos por el Cambio sigan sin conceder quórum para sesionar.