“Tenemos una paternidad guionada: le hablamos a nuestro hijo de determinada manera, en determinado tono, usando las palabras correctas. (Obviamente nos salimos del libreto también) pero todo vale pena”. El testimonio es de la madre de un niño que, al año y ocho meses, fue diagnosticado con TEA (trastorno de espectro autista) y empezó con una batería de terapias. En un extenso texto, contaba en una red social cómo debió renunciar a interactuar del modo que le surgía espontáneamente en el encuentro con su hijo, para reemplazar sus palabras por las de los profesionales, que “eran quienes sabían cómo criar al pequeño”. Esto le hizo pensar a Marcela Altschul en los problemas que encierra la noción de “paternidad guionada”, que está cada vez más instalada a partir de terapias que buscan respuestas prácticas y rápidas a problemas psicológicos o conductuales.

Marcela Altschul es psicopedagoga y psicoanalista. Autora de varios libros, entre ellos, “Investir tras ser embestida, bitácora de tratamiento de una niña en emergencia subjetiva” (2011), “Un psicoanálisis Jugado, el juego como dispositivo en el abordaje terapéutico con niños” (2012) y “Límites Jugados, tejiendo afectos en tiempos de desborde” (2015). Editorial Letra Viva. “Rayos y lentejas, grandes reflexiones de pequeños pensadores” (2021), Editorial Olivia.

--Usted dice que hay ma-paternidades guionadas, ¿qué quiere decir esto?

--Si pensamos en la crianza y tuviéramos que elegir una palabra para describirla creo que sería “artesanal”: no existe un manual justamente porque cada niña y niño es único y a lo largo del desarrollo presentan nuevos desafíos y necesidades. Pero hace años que venimos viendo con preocupación cómo van ganando terreno propuestas de abordaje terapéutico en los que muchos profesionales de la salud mental parecen estar convencidos de poseer un saber que les habría sido negado a los padres y les indican el modo en que deben hablar e interactuar con los hijos. Resulta curioso pensar que el hecho de que un grupo comparta una misma sintomatología permita diseñar protocolos para la crianza.

--¿Esto es generalizado?

--Es lo que vemos cuando recibimos familias que llegan a la consulta expresando la necesidad de que les digamos “qué tiene” su hijo (muchas veces insisten en que se lo identifique con alguna de las siglas tan difundidas últimamente), con la ilusión de que venga acompañado por tips o indicaciones prediseñadas para acompañar a sus pequeños. Lejos de ser una crítica hacia los padres y madres, hablo de una profunda preocupación por lo que se les transmite cuando realizan una consulta en busca de ayuda. 

No podemos dejar de lado la pregunta acerca de quién puede determinar cuál es la manera y el tono adecuado para hablar con un pequeño de menos de dos años (que no es su hijo). Y, ¿cómo se determina cuáles son las palabras correctas? No hay modo de responderlo hasta que son dichas y escuchadas por otro. En función de quién y cómo se digan y, de quién y cómo las reciba, podremos saber el efecto que han tenido. Seguramente quienes comparten la vida cotidiana con cada pequeño, estén en mejores condiciones para anticiparlo.

Queda claro que el concepto de “paternidad guionada” ha sido una construcción de esta madre y no un término mencionado por ningún profesional (al menos no se lo refiere en este relato), pero resulta impactante para quienes trabajamos con figuras de crianza, convencidos de que es esencial habilitarlos en su función desde el desarrollo de recursos propios, genuinos y nos centramos en el modo en que cada paciente y su familia se representa la realidad; el modo en que cada uno lo percibe, vive y comprende.

Si aceptamos la posibilidad de que sean otros quienes guionen el encuentro familiar, partimos de posicionar las figuras de crianza como objetos de decisiones ajenas a lo que ellas mismas harían. Quien escribe el testimonio, reconoce que a veces “se sale de libreto”, como si tuviera que disculparse de sus errores por ser espontánea y ejercer la maternidad “como le sale”. Me atrevo a aventurar que, probablemente, esos momentos sean los más ricos en el vínculo entre esta madre y su pequeño, porque sostener un vínculo guionado es de un monto de tensión y agotamiento difícil de compatibilizar con el placer de cualquier encuentro.

--¿Puede dar ejemplos de situaciones que podrían identificarse como ma-paternidades guionadas?

--Hay muchas situaciones de las que podríamos hablar y tomo una a modo de ejemplo, pero lo que todas tienen en común es que responden al esquema de “estímulo-respuesta”, más allá de las singularidades de cada niño o niña. El fin consiste en controlar o regular la conducta, en función de lo que consideran “deseable y ajustado” para integrarse socialmente o “desempeñarse” según lo esperado. Para ello se apela a premios, castigos, exigencia de cumplimiento de tareas de la mano de consecuencias según los plazos fijados por el adulto.

Vamos a un ejemplo. Luana tenía cuatro años y no hablaba más que unas pocas palabras; su mirada era esquiva y prefería jugar sola; se asustaba ante la presencia de personas ajenas a su familia nuclear y tendía a retraerse o llorar si llegaban visitas. La psiquiatra infantil que la diagnosticó como TGD (Trastorno generalizado del desarrollo), indicó la necesidad de dos sesiones semanales de psicopedagogía, una de psicología, dos de fonoaudiología y dos de terapia ocupacional en la institución donde trabajaba.

Lo que más angustiaba a los padres era que no hablaba y el equipo centró el abordaje esencialmente en ese síntoma. Las indicaciones fueron precisas y contundentes: había que lograr que Luana incorporara siete palabras semanales. Si no lo había hecho algún día, no se debía permitir que se fuera a dormir; si lo hacía, debían premiarla con un dulce. Les resultaba muy difícil por la modalidad propia de la familia, que ya tenía dos hijos a los que habían criado de un modo muy diferente, pero habían decidido que, si eso era lo mejor para Luana, lo iban a sostener.

Con el correr de los meses, el equipo propuso entrenar a la pequeña para que aprendiera un diálogo. Los padres se emocionaron profundamente las primeras veces que su hija los saludó con un: “Hola, ¿cómo estás?” al que ellos debían responder con “muy bien, ¿y vos?”, “muy bien”, respondía Luana, “¿qué estás haciendo?” le contestaban, “estoy jugando”. Lo festejaron y la premiaron como se les indicó.

Las primeras veces que se produjo el intercambio, los padres sintieron alivio. Finalmente estaba desplegando una conducta que era esperada socialmente, pero un par de días después vieron que repetía eso mismo al cruzarse con el perro o la televisión encendida, sin importar dónde estaba o lo que estuviera haciendo. Sobrevino una tremenda angustia y la pregunta acerca de qué sentido tenía ir por ese camino.

Luana emitía vocablos que, para nosotros son palabras. ¿Hablaba? Si reproducir fonemas es hablar, entonces sí, hablaba. Pero para ella no tenían sentido, no era resultado del aprendizaje del lenguaje, sino de una rutina para la que fue entrenada. Hablar no es decir: no había una intención de comunicarse, no estaba diciendo nada. Su comportamiento tranquilizaba a los adultos, pero no reflejaba la construcción de recursos internos que permitieran que ella comunicara lo que deseaba o pensaba.

Podríamos citar muchos otros ejemplos en los que, más allá de indicar el contenido y tono de las palabras, se les indica a los padres cómo organizar la vida cotidiana en base a lo que se supone que está definido por el trastorno.

--Tremendo. Imagino que esto puede traer muchos problemas.

--Me parece importante aclarar que esta tendencia terapéutica es aplicada a una infinidad de “trastornos” y “síndromes” plasmados en las sucesivas versiones del DSM, el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Psiquiátrica Americana, que en Argentina se usa como referencia.

Utilizando expresiones propias de esta mirada, los diagnósticos se realizan a partir de la administración de cuestionarios para identificar conductas “desreguladas”, “sistemas desmodulados”, con el fin de determinar estrategias efectivas para “mejorar el desempeño”. El prefijo “Des” o “Dis” está siempre presente, porque se centra en encontrar “el desperfecto”, la falla. No se habla del sentido particular del síntoma en cada sujeto, de los vínculos ni de la historia familiar, educativa, socio-económico-cultural ni de las capacidades, fortalezas y potencialidades.

Cuando se les indica a los padres qué y cómo comunicarse con sus hijos, se está invitando a replicar situaciones muy similares a las que han llevado a los diagnósticos mencionados: se desconoce su propia “lectura” del entorno; se altera el lenguaje propio para tomar un discurso prestado/impuesto por otro; se desnaturaliza su modalidad de comunicación no verbal para adoptar indicaciones elaboradas desde una perspectiva ajena.

Resulta impactante, casi escalofriante, intentar ponerse en los zapatos de las madres y los padres que, mediante un libreto dictado por otros, padecen el arrebato de su propia vida para convertirla en una película o historieta ficticia.

--¿Responde a las exigencias del sistema de salud de pocas sesiones o a qué responde este tipo de enfoque?

--La ilusión de ahorrar tiempo y esfuerzo es muy seductora y al sistema de salud le viene muy bien. A las familias también les resulta tentadora la oferta de tips o respuestas preformateadas para lograr salir rápidamente de situaciones complejas, incómodas. Y es sensato: si nos ofrecen una solución más rápida y económica, asegurando que es “eficaz”, sería necio rechazarla. Ahora, a corto o mediano plazo, caemos en la cuenta de que dependemos de otro para resolver nuevos desafíos, porque al apelar a guiones elaborados desde afuera, no hemos desarrollado herramientas propias para abordarlo.

Desde la perspectiva clínica apuntamos a indagar, instalar la pregunta desde la subjetividad de quien está transitando un período complejo, para abrir y desarrollar recursos propios, transferibles a futuro, herramientas para afrontar nuevos desafíos. Es un camino más largo y trabajoso, pero lo construido es propio, fiel a las convicciones y deseo de quien se considera protagonista del proceso.

Cuando se pone el foco en la regulación del comportamiento para lograr una respuesta adaptativa, basándose en una concepción cognitivo conductual, es el profesional quien se ubica como centro de la escena, poseedor de un saber que el otro no tiene y que lo ubica como receptor de pautas, textos, estrategias pergeñadas y definidas por otro.

Cuando lo pensamos en relación al sistema de salud, así como a nuestro ritmo de vida actual, con poco tiempo disponible y complicaciones económicas, resulta mucho más seductor una propuesta que ofrece indicaciones puntuales para resolver las dificultades en pocos encuentros. Promete una solución mucho más económica desde el dinero a invertir, así como al trabajo subjetivo y la cantidad de veces que será necesario asistir a consultas. Pero es ilusorio, y como asevera el saber popular: “lo barato sale caro”.

--¿Y qué implica para los padres y las madres sentirse incapaces de ejercer su función y necesitar que se le dicte un libreto?

--Para cualquier madre y padre es un golpe duro que cuestionen su modo de vincularse, que desestimen su cultura familiar, valores, convicciones, para adoptar un discurso que les es ajeno y torna extranjero a su propio hijo en el entorno familiar. Pero cuando una propuesta se presenta con tal asertividad, asegurando éxito a corto plazo, resulta complejo cuestionarlo; más aún si viene de la mano de un referente como el pediatra o desde la escuela, en quienes depositan su confianza.

Podríamos preguntarnos por qué sería tan grave tomar un discurso prestado. Como decíamos en relación a Luana, “hablar no es decir”. Los niños necesitan padres y madres que piensen, simbolicen, expresen ideas propias con su propia modalidad, desde su cultura, creencias, deseos, para poder construirse como sujetos hablantes, con mirada propia: no sujetos entrenados para repetir palabras ajenas.

En las circunstancias que sea, cuando uno repite algo que le han dicho, sin que medie un proceso propio de elaboración, estará hablando, emitiendo vocablos, pero no diciendo, no comunicando una voz propia. No se puede acompañar el desarrollo subjetivo de un niño desde una realidad guionada, desde un “como si”. No se trata de un juego sino de la organización interna que dará lugar al aparato psíquico, al armado de un cuerpo y habilitará el vínculo con los demás y el mundo exterior.

Cuando un niño o niña percibe esta labilidad en sus figuras de crianza, cuando comprenden que están repitiendo por obediencia o comodidad, pero no se condice con sus convicciones e ideas propias, la palabra pierde sentido. Lo más complejo de este entramado es que tanto las madres y padres como los niños quedan borrados del mapa como sujetos para pasar a ser objetos de intervención de los profesionales que hablan por ellos.

--¿Y qué pasa con les niñes? ¿Qué efecto tiene ser criado por figuras dependientes de indicaciones de otros para acompañarlos en su desarrollo?

--Cuando un adulto duda o desacuerda con lo que está sosteniendo ante sus hijos, esa contradicción entre la actitud y la palabra se hace evidente para los pequeños. No hace falta que sea un niño capaz de hablar para poder percibir este contraste. Sabemos lo difícil que es mentirle a los chicos, por esto mismo.

Cuando el profesional ignora o desautoriza a las figuras de crianza en su modalidad, la confianza del padre o la madre en sí mismos tambalea y difícilmente logre ser percibido como digno de confianza por parte de sus hijos. Esto, muy posiblemente, afecte el sentimiento de seguridad en las figuras de crianza y genere sensaciones de imprevisibilidad y ansiedad en los pequeños.

Cuando un adulto sigue las indicaciones del terapeuta, intenta hacer lo mejor por sus hijos. Si confía en ese profesional, cree en su pericia y se esforzará por seguir las pautas. Es tarea y responsabilidad del profesional habilitar a los padres y madres en su función, como un eje esencial del abordaje.

Quien se atreve a guionar la ma-paternidad de otros, se considera poseedor de un saber del que da por supuesto que las figuras de crianza carecen. Este punto de partida ya es complejo de por sí, ya que, si el profesional en cuestión cree contar con los recursos que precisa la familia, difícilmente dará lugar a que éstos construyan un saber propio.

Uno de los aspectos más riesgosos para un profesional de la salud o la educación consiste en pensarse como poseedor de “el saber”, ya que inevitablemente operará como obstructor de toda posibilidad de construcción creativa de recursos simbólicos por parte de sus pacientes o alumnos, así como de sí mismo. Si el mismo terapeuta considera que, por solo haber identificado un conjunto de síntomas, “sabe” de antemano qué hacer con sus pacientes, sin contemplar las singularidades, difícilmente escuche, aprenda y construya nuevos conceptos y herramientas en el vínculo con los otros.